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Encriptada (MS)


Mónica Sabbatiello (texto y acuarela)
 

Tenía 30 años y no lo sabía.

Sus secretos eran impalpables. 

Salía de la cama a las siete y media. Su desayuno eran tostadas y café con leche.

Arrancaba con las primeras líneas de una poesia. Se duchaba.

Se vestía con alguno de Sus Tres trajes, calzaba algunos de sus tres pares de zapatos.

Y recorría a pie las diez calles hasta el supermercado.

Compraba ensalada envasada y gaseosa.

Y seguía unos metros, hasta la biblioteca.

La señora Matilde, su jefa, la recibía con frialdad. 

Subía dos plantas y llegaba a su reducto.

Se ponía los guantes para manipular antiguos documentos.

Y una mascarilla. El acre polvillo de las centurias le provocaba alergia.

Las horas se escurrían sin que Ella pudiera percibirlas. Arena en un colador.

Pasaba en limpio sus interpretaciones. 

Letra redonda, pareja, preciosa caligrafía.

Folios en orden. Carpetas en cajas. Cajas en armarios.

A las once bajaba a la máquina de café. A las dos comía sola en una mini terraza. 

Bajaba a las seis. Le entregaba a la señora Matilde un resumen de sus avances.

De vuelta a casa veía el coche de cristales entintados.

Y a los dos hombres con gabardina que entraban a la biblioteca.

Fotografiaban los secretos que ella desencriptaba.

La habían programado en un centro de inteligencia.

Y ella había seguido con fidelidad los protocolos.

Solo que un día, hacía un año, se había desviado un poco. Apenas. En las transcripciones.

Y lo robado lo transformaba en poesía. 

Extraía fragmentos de los textos. Solo una línea al comienzo, y a partir de ella escribía sus versos.

Así estuvo unos meses, hasta que el chico del super le habló. 

Le rozó el brazo.

La invitó a salir.

Ella no debía.

A causa de esa la frustración, empezó a sufrir fatiga creativa. 

Robó más documentos para poder continuar con la poesía.

Escogía varias líneas y las extraía. No quería compartirlas. 

No dejaba registros de ellas en las carpetas.

Una tarde, el joven del supermercado la esperó a la salida.

Y ella tuvo miedo.

Le insistió para que se alejara. 

Y, asustada, tropezó con los adoquines desparejos. 

Él la sostuvo.

Ella le rogó que se fuera. 

Y él se fue alejando, sin dejar de mirarla.

Pero allí seguía en su brazo la tibieza de la mano del desconocido.

Su piel temblaba, como si acabara de nacer.

Él se alejaba y ella lo sentía cada vez más cerca.

Justo por donde él la sujetó le empezó a quemar la piel.

Y ese fuego se desparramó por su pecho.

Por el abdomen. Entre las piernas. Llegó a casa confusa. Aterrada.

Los hombres del coche de cristales entintados la fueron a buscar esa noche.

El joven del supermercado la esperó varios días.

Ella desapareció y sus cuadernos de poesía.



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