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La fractura (LE)

Lola Encinas
Estoy plenamente convencida de que mi historia es una historia común a otras muchas. Pero me apetece compartirla con vosotros.

Nací en el seno de una familia de clase media. Recuerdo mi infancia como una etapa feliz y estimulante. Compartí risas y juegos con una hermana tres años mayor que yo. Nuestra educación se basó en tres principios, amor, libertad y sentido común. 
Mi interés por el arte, en especial la pintura, se despertó hojeando los múltiples libros  que tenía mi padre y no me fue difícil elegir la carrera universitaria que iba a cursar.
El último año en la Facultad fue un periodo cargado de protestas y reivindicaciones. Raro era el día en el que no se convocara una  Asamblea  para acordar manifestaciones o huelgas. Los de Económicas y Ciencias Políticas llevaban la voz cantante y entre ellos destacaba uno, Miguel. Su atracción no solo era física sino que poseía una locuacidad que encendía y convencía. Era un líder nato. Me enamoré de él.
Al terminar la carrera, pronto encontramos trabajo. Él, en una importante multinacional con sede en Suiza y yo, en el Museo de Arte Moderno. Decidimos alquilar un bonito piso en el Ensanche. Como era habitual, Miguel me encargó la gestión. 
A pesar de Sus Viajes, fueron unos años felices, los reencuentros compensaban con creces la espera. Al principio eran ausencias breves, pero a medida que fue ascendiendo en la empresa se incrementaron. Cierto es que no pasaba un día en el que no recibiera una cariñosa llamada telefónica suya, pero lo que yo necesitaba era tenerle a mi lado.
Ante mis quejas e insistencia, en alguna ocasión accedió a que le  acompañara en sus viajes. Para ello tuve que renunciar a mi trabajo en el Museo.  Pronto me dí cuenta del error de mi empeño, ya que la motivación era poder disfrutar más tiempo juntos y no perderlo sola en habitaciones de hotel.

Gozábamos de una situación desahogada, evidentemente gracias a su sueldo y nos podíamos permitir cualquier capricho sobre todo, Miguel. El mío, más que un capricho era un deseo, volver al mundo laboral. Empecé a tocar resortes y a través de un antiguo compañero de Universidad, me contrataron en la Escuela Massana, para dar clases de dibujo y pintura.  Disponía de demasiado tiempo libre y eso es malo cuando las cosas no van del todo bien. La galería cubierta de nuestro apartamento era luminosa e idónea para instalar un estudio. Me sentía inspirada y volví a pintar. Era como empezar de nuevo.
Algunos días, intentaba buscar un sentido a los estadios por los que había transcurrido nuestra convivencia. Llegué a pensar que tal vez mis decepciones podían haber influido en el deterioro de nuestra relación. Aunque a decir verdad, él no estaba exento de responsabilidad, acostumbraba a llegar cansado y se dormía antes de que yo me acostara. 
Deseaba recuperar a la persona que me enamoró con todas aquellas cualidades que admiraba. Un hombre idealista, seguro y apasionado.  
Un día, recién llegado de uno de sus viajes me vino a buscar a la Escuela. Estaba eufórico, me dijo que tenía una sorpresa que mostrarme. Subimos a su deportivo rojo, su último capricho, y en menos de treinta minutos llegamos a una selecta urbanización. Aparcó el coche delante de una moderna construcción de una sola planta, con múltiples ventanales acristalados  y una enorme piscina en la parte trasera. Con descarada naturalidad, me dijo que nos hallábamos ante nuestro nuevo hogar.
No era la primera vez que tomaba decisiones de manera unilateral en cosas que nos afectaban a ambos y aunque luego me pidiera perdón por no haberme consultado y yo le disculpara, volvía a cometer el mismo error una y otra vez. 
No pude ni quise disimular mi contrariedad. Miguel ni se inmutó ni hizo alusión a mi desencantada actitud y como si nada, siguió mostrándome todas las estancias de la casa. 
Regresamos en silencio. Ni una pregunta, solo habló para decirme que tenía una cena, que desde allí se iría al aeropuerto y que estaría fuera una semana.  Dejaba en Mis Manos la mudanza y esperaba que a su vuelta nos instaláramos. Me besó en la mejilla y yo, cerré la puerta de golpe. 
Estaba triste, me refugié en mi estudio y empecé a embadurnar con colores oscuros un nuevo lienzo.
A pesar de todo, a la mañana siguiente inicié la mudanza, no había muchas cosas que trasladar, empaqueté solo lo indispensable. Ya que él había decidido renovarlo todo.
Revisando el armario ropero, de uno de sus trajes cayó una foto con una dedicatoria en el dorso. “Para Miguel, mi gran y único amor, tuya. Greta”. 
Pasé dos horas sentada en la cama con la fotografía en mis manos. En mi interior, algo se acabó de romper del todo. 
Esperé a que anocheciera. Pasé por la cocina. Allí estaba, sujetando la puerta como mudo testigo de esta historia. Lo envolví en un periódico y lo metí en la bolsa. Cogí el abrigo.
Paré un taxi y le indiqué  Déjeme en la entrada de la urbanización Monteverde. 
No me costó localizarla. La zona estaba tranquila, sólo una luna llena se reflejaba en las cristaleras como un intenso foco. Había llegado el momento, saqué de la bolsa el histórico adoquín universitario y lo estampé contra el primer ventanal. Seguí con el segundo y uno tras otro contra el resto hasta que todo el césped quedó sembrado de diminutas lunas. 

Me encaminé hacia la salida, para regresar a mi piso del Ensanche, a mi estudio y a mis orígenes. No me sentía apesadumbrada ni arrepentida, sino todo lo contrario. Recuperar dos de los pilares fundamentales de mi vida como la libertad y el sentido común, no dejaba de ser un éxito nada despreciable,  aunque para el tercero, tuviera que esperar un poco.


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