Vicente Aparicio (Foto: Antonius Bui)
Tengo una relación complicada con las Palabras. Intento domarlas y no se dejan. A veces las junto formando combinaciones que huelen a viejo y que no consiguen expresarme. Soy esclavo de quienes me precedieron, de las fórmulas que resultaron victoriosas, y mi yo rebelde se revuelve incómodo en la silla frente al ordenador.
Entonces someto a las palabras a la autoridad de una pulsión antagonista. Les hago romper filas y las recoloco a mi antojo de un modo juguetón e irrespetuoso con su naturaleza y costumbres. Les impongo la disciplina de un orden aparetemente caótico y me divierto un buen rato, hasta que al levantar la mirada mi sonrisa se topa contra la pared. Enciendo la estufa y me abstraigo en otros quehaceres.
Siempre vuelvo a las palabras. A ratos les saco brillo y las ondulo, y a ratos las quiero lisas, funcionariales, discretas.
Muy pocas veces las palabras salen de mis manos libres y obedientes y se enfilan solas como si un instinto milagroso les hubiera indicado la meta y trazado el rumbo con eficaz precisión. En tales ocasiones, me suelo emocionar.
Pero las palabras se fatigan tarde o temprano y han de detenerse a descansar. Tras la pausa, para desencanto mío, no recuperan ya su vivacidad.
Por difícil e indómita que pueda resultar nuestra relación, no puedo elegir sino su compañía. ¿Será eso amor?
