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Selma (Parte 1) (VA)

Vicente Aparicio
-Tienes que entenderme
-Déjalo ya.
-Por favor, tienes que intentar entenderme. 
Quien imploraba su comprensión -a estas alturas- desde el asiento de al lado, encarado perpendicularmente a la posición de pilotaje, no dejaba de ser su Padre. Cuando menos, algo parecido a su padre.
-Déjalo, no quiero oírte más. Ya te he oído bastante… Siempre es lo mismo.
-Tienes que entenderme. No he sido un buen padre, ni un buen marido. No estoy orgulloso. ¿Ves mis manos? Tiemblan… No he tenido una vida fácil. Tu madre…
-Deja en paz a mamá. ¿Cuándo no han temblado tus manos?
-Nunca quise haceros daño. Y sé que no lo conseguí. Pero tengo derecho a intentar que se me comprenda, tienes que poder perdonarme. Puede que suene a excusa, pero nadie me dijo nunca te quiero. En mi infancia. Nunca. ¿Comprendes lo que eso significa? Si hubieras conocido a tu abuelo, sabrías… He cometido errores gravísimos, no creas que no lo sé, pero desde el principio no lo he tenido fácil. ¿No hay por aquí nada que beber, ni siquiera una cerveza?
-Aquí no está permitido el alcohol.
Alcohol no -qué antigua sonaba esa palabra-, pero un poco de EPX-2 no le hubiera venido mal de tanto en tanto a Karl. Qué absurdo resultaba pensar que a alguien pudiera habérsele ocurrido procurarle un estupefaciente de su elección, por muy poco nocivo que fuera.
-Escúchame, por favor.
Cómo le cansaba escuchar. Palabras y más palabras. Qué harto estaba de sus palabras. 
Su mano se desplazó instintivamente hacia la derecha. Volvió hacia el mismo lado la cabeza. Sus dedos buscaron un contacto físico imposible y atravesaron con lentitud aquel haz de luz que aparentaba ser su padre con una verosimilitud que a él seguía pareciéndole un prodigio. Tenía su misma presencia cérea, su flácida consistencia, y se expresaba con sus mismos gestos, hablaba con su misma voz.
Retiró la mano al sentir de nuevo el nudo en el estómago, la confirmación de lo tantas veces antes confirmado. Todo parecía tan real en cierto modo. Y a la sensación de ira, de rencor o de hastío -a la sensación de gratitud y de éxtasis, cuando quien en el pasado había ocupado el asiento había sido ella, y no él-, les seguía siempre una lánguida decepción. 
-Aquí no están permitidas las drogas -puntualizó distraídamente. Brillan por su ausencia -añadió.
En el panel, unos dígitos redondeados de color azul cobalto mostraban el avance de la cuenta atrás.
Levantó la vista al frente y volvió su atención hacia aquel vacío que se abría ante sus ojos. Era, en realidad, el castigo que habían elegido para él. Avanzar siempre a través de aquella especie de nada. La inmensidad, la negrura, el silencio que lo envolvía todo eran también, sin embargo, pura belleza. Calma. Pero dolía igualmente en el estómago. 
-No soy un monstruo. Has de intentar entenderme -le oyó repetir por enésima vez, al tiempo que la pantalla emitía un destello anaranjado y unos pitidos recalcaban la inminencia del cero. La imagen de su padre se desvaneció como tantas otras veces. Al fin. El asiento del copiloto recuperó su aspecto de cosa, de objeto inerte y banal, de un material sobrio, negro. No había ya nadie a su lado, ni siquiera él. 
Si al menos hubiera podido elegir, si en sus manos hubiera estado el poder real de decidir que no fuera él quien se… - cómo decirlo- configurase una vez más a su lado, sino ella. Selma. Solo una vez más, ¿por qué no podía serle eso concedido? Su querida Selma.
Pero ahora, durante largo tiempo, tras una nueva sacudida emocional causada por una presencia tan recurrente como inevitable, y por su insoportable insistencia, sería el eco de la voz de su padre -de una voz igual que la de su padre- y no el de ella el que continuaría resonando incansablemente en el interior de su cabeza hasta que sus palabras comenzaran a espaciarse, calmándose en la lejanía, y se desvanecieran también. ¿Cuánto hacía desde que Selma -su copia- se hizo presente por última vez.
-Has de intentar entenderme -se interpuso todavía en el devenir de su pensamiento el eco de la voz paterna, como si en aquella súplica tantas veces reiterada le fuera la vida
¿Qué vida? ¿Debía sacarlo la próxima vez de su error? ¿Hacerle ver que sus desvelos eran vanos, que no era ya nadie ni nada? ¿Que era en todo caso una condena? Un castigo infligido a otra persona póstumamente, se dijo Karl sin asomo de ironía. Apenas una obsesión ajena, un resentimiento seco y persistente, una proyección mental materializada en la nave de un reo lanzado al espacio -la cápsula anticuada y ridícula en la que lo habían condenado a vagar durante años luz en un océano de soledad- obedeciendo leyes que ni él mismo alcanzaba a comprender. ¿Tenía que decirle a su padre que veintitantos años atrás el tiempo se había detenido para él en el rostro de un hombre acabado, lleno de surcos? Dios, el rostro de su padre mirándole desde ese asiento era, cada vez, el rostro congelado en el tiempo de un hombre más joven que él mismo y aun así, tan ostensiblemente viejo, caído, devastado por la exasperación y el alcohol-. ¿Debía decirle, por encima de todo, que estaba muerto? Muerto y nada más. ¿Sería él, que suplicaba comprensión, capaz de aceptar una verdad tan simple?


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