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Esther (VA)


Vicente Aparicio (Foto: Anne MacAulay)
Hace casi ya tres semanas que me instalé aquí. Pese a sus reducidas dimensiones, la casa es más que suficiente para mis necesidades actuales, que son más bien escasas. A lo largo de los años había pensado muchas veces en trasladarme a un lugar como este, cerca del mar, pero no creo que nunca antes me lo hubiera llegado a plantear como una opcion firme. Y sin embargo, aquí estoy.
Soy un hombre que tolera bien la soledad; echo de menos, no obstante, tantas cosas.
Al final de la calle, justo antes de la curva por donde se enfila hacia el puerto, he descubierto un sencillo bar en el que me siento razonablemente a gusto. Hay que atravesar una cortina de cuentas para entrar. Las sillas son de plástico, blancas, y de las paredes cuelgan los cuadros que uno puede esperar ver en cualquier pueblo de la costa. Paso en ese bar un buen rato cada mañana leyendo el periódico que la propietaria trae del kiosco del paseo siempre a la misma hora, no más tarde de las nueve y media. Hoy por hoy, ese diario es casi mi único contacto con lo que ocurre fuera de este lugar. Mientras permanezco en el bar, entablo de tanto en tanto breves conversaciones con algunas personas, más bien pocas.
Una de ellas es una Mujer. No parece mucho más joven que yo. Por su pulcro aspecto y sus maneras pausadas, me hace pensar invariablemente en Esther. También por el Color Gris de su pelo, un color gris muy bonito. Pienso en Esther a menudo, pese a mis esfuerzos.
Pero debería eludir dejarme arrastrar por los recuerdos. Por primera vez en la vida, dispongo de mucho tiempo y no me siento inclinado a hacer nada que no sea obedecer a ciertas simples rutinas.
La otra tarde, de regreso de mi habitual paseo por las rocas, entré en el colmado que hay a apenas quince metros de la que he empezado a llamar mi casa, en el mismo lado de la calle. Compré unos calabacines, berenjenas y alguna verdura más, un buen pedazo de queso y cecina de vaca. También eché a la bolsa unas pinzas de plástico para la ropa. 
Me hubiera dado una ducha, pero el caso es que me olvidé de comprar el champú. A estas alturas de la vida no me cuesta reconocer que soy algo así como un consumidor compulsivo de ese discreto producto. Qué le voy a hacer. Pasé el resto de la tarde luchando entre las ganas de meterme bajo el agua para masajearme repetidamente el pelo con las manos -¡qué estupenda sensación!- y la pereza de tener que volver a vestirme para salir a la calle.
Cuando las campanas de la iglesia dieron las ocho, el riesgo de que cerraran me decidió a ponerme en marcha. La mujer que me recuerda a Esther charlaba con la propietaria de la tienda, un pequeño local muy limpio pero bastante desordenado. No daban en absoluto la impresión de tener prisa. Me saludaron como a un conocido, distraídamente.
Los artículos de limpieza e higiene estaban siempre en los estantes de la derecha, al fondo. El caso es que no tenían champú.
-¿Qué busca? -me preguntó la dueña desde el mostrador en el que se sentaba siempre en una banqueta. Era una mujer huesuda, con un acento de esta comarca que a mí me parecía gracioso-. ¿Champú? Se nos ha acabado. Hasta mañana o pasado no habrá.
Me despedí de ellas levantando la mano muy tímidamente. Me dio la impresión de que hasta me ruborizaba. Fue todo a causa de esa mujer, la del pelo de color gris tan bonito. Nada de lo que deba sentirme culpable, pienso. Son solo los recuerdos, los recuerdos simplemente.
Cené un huevo duro y bistec con un poco de lechuga. Después estuve viendo la tele y, finalmente, la ducha acabó quedándose para la mañana siguiente.


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