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Brindis (MG)


Maria Guilera
Cada quince de agosto, cuando la Abuela levantaba su copa de champán rebajado con agua de vichy, nos amenazaba con la profecía que por el momento no había llegado a cumplirse.
–Potser l’any que ve ja no hi seré. Però m’agradaria que seguíssiu fent com sempre un bon dinar de Festa Major i us recordéssiu de mi a l’hora de brindar.
Mi papá le respondía siempre con la misma frase.
–No pateixi, mare. Suposo que ho deixarà tot pagat, oi?
Ella le decía que no fuera tonto y se esmeraba en dar solemnidad al brindis, por eso lo hacía en castellano.
Brindo porque brindo
Porque me toca brindart
Brindo por esta familia
Que vale más que un millart
Yo, que me llamaba igual que ella me levantaba para darle un beso.
–Felicitats iaia, le decía.
Bebíamos toda la familia de pie, niños y mayores, y era obligado apurar las copas. Los protocolos del sorbo a sorbo, la degustación pausada y la contemplación de las burbujas ascendiendo hasta el borde, tardarían años en llegar. La abuela bebía lento, pero sin descanso. La mirábamos inclinar la cabeza hacia atrás con los ojos cerrados y la mano izquierda sobre la mesa para ayudarla a mantener una estabilidad cada año más precaria. La animábamos.
–Amunt, amunt, amuuuunt!
Fue con el último sorbo cuando un silencio extraño pareció anunciar el final de la escena. La abuela se quedó unos segundos inmóvil con la nariz dentro de la copa vacía. Luego, al caer hacia atrás, la mano crispada arrastró el mantel y con él los platos de los domingos, la bandeja con restos de canelones Rossini, los vasos y los cubiertos. Todo se precipitó al suelo mezclando los sonidos de cada elemento al estrellarse y la loza, el cristal y la alpaca se unieron en un estrépito orquestal de fin de acto.
Vi que la copa seguía en su mano, sin romperse, y me agaché para recogerla, a la copa,  pero no pude. Sus dedos rígidos la agarraban con fuerza.
Luego recuerdo a mis primos gritar, asomados temerariamente al balcón.
–Ja arriba l’ambulància, ja arriba!
El ulular de la sirena no lograba imponerse a la música del tiovivo ni a la voz nasal del señor de la tómbola.
–¡Siempre toca, siempre toca! ¡Un durito la tira, siempre tocaaa!
A los camilleros les costó abrirse paso entre la decoración de la calle, que ese año representaba un viaje a la luna, con sus cohetes, los cráteres de cartón pegados al suelo aquí y allá, un enorme astronauta con la escafandra algo torcida y una veintena de selenitas enanos colgados de cables que cruzaban de acera a acera.
Delante del puesto de sandía y cocola gente se amontonaba sin dejar paso hasta que Remei, la de la bodega, gritó con voz de pito.
–Deixeu passar, casum tot, que hi ha una ambulància!
Justo cuando mi mamá acababa de recoger los cristales rotos, los primos desde el balcón anunciaban como poseídos.
–Ja pugen, ja pugen!
La tías seguían dando cachetes a la abuela y se miraban con cara de alarma. Yo creí que la abuela estaba muerta, que por fin había llegado el último día de su santo y que al año siguiente ya no estaría pero igual comeríamos los canelones sin ella y la recordaríamos mucho.
Pero no. Sentada en el silloncito del recibidor, les dijo a los de la ambulancia que ya se podían marchar, que lo sentía por el viaje en balde que les había obligado a hacer.
–Nena, ha quedat una mica de xampany per a aquests joves?  No me lo despresien, que hoy es mi santo.
Mi abuela era muy considerada.
Volvimos todos a la mesa con los camilleros y ella les explicó que se había sentido caer durante un buen rato y que todo estaba oscuro, como en un pozo. Y al final, patapán, era un pozo seco.
Mejort, porque no sé nadart, saben.
Uno de los camilleros resultó ser nieto de un antiguo novio de mi abuela. Se habían conocido, precisamente, durante las fiestas de Gracia.
–Lo que es la vida, dijo ella. Él no subió nunca a mi casa y ahora ustet, joven, aquí sentado hablando con mi familia.
Le informó con picardía que había enviudado hacía ya doce años. También era viudo el abuelo del camillero, su antiguo novio, pero no tuvieron ocasión de volver a verse. La abuela murió en octubre, en su cama y mientras dormía.
Para mí, el del quince de agosto hubiera sido un final más intenso. Así que muchas veces, sin querer mentir, pero mintiendo, cuento la historia con una ligera variante cronológica y explico que mi abuela murió brindando precisamente el día de mi santo, en plena Fiesta Mayor de Gracia.






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