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¿Quién era Hugo?

Era ese amigo diluido en el recuerdo. Esa persona que es arrastrada por la rapidez de la vida. Hugo era ese conocido, ese compañero amarrado en el pasado, era esa persona de la que te acuerdas al pasar frente a su casa, ese colega del que siempre escuchas hablar y al que no recuerdas haberle dicho adiós. Hugo falleció hace poco, aún lo usan las hienas como accesorio. Hugo es hoy un vacío que llena una casa, es una cama sin dueño, es amor sin receptor, es una reunión sin su presencia, es una conversación sin su voz. Los amigos lloran su pérdida y sus familiares se rompen en duelo. Yo no. Yo, si acaso, en la cabeza de Hugo, sería un conocido, como mucho. Yo, con Hugo, no compartí más que salones de clase, un puñado de charlas, contadas risas, uno que otro desencuentro y un par de momentos. Ni más, ni menos. Con Hugo, y de eso peco en demasía, nunca hablé después del final del colegio. Nuestros caminos se dividieron y jamás se reencontraron. Hugo era ese compañero que dabas por sentado, esa pieza extra en la imagen de tu vida. Fue camarada mío en el batallón Santa Juana de Arco, fue compañero mío en el colegio La Salle y recorrió conmigo varios planes, varias fiestas, varios partidos, pero, para mí, siempre fue uno más. Relleno. Ruido blanco. Hugo falleció y yo no sé cómo sentirme. Veo a otros que se fustigan y se rasgan las vestiduras, otros que lloran lágrimas de sangre. Yo solo sé que le debía una cerveza, por todas esas veces que pensé en invitarlo, en saludarlo. A Hugo le debía una disculpa, ¿o él a mí? No lo sé. Hugo y yo no tuvimos una amistad cercana, más allá de la que se forja en la cotidianeidad de las clases, del encuentro constante en un aula. Podría mentir y pegar alaridos al cielo, podría demostrar en público lo mucho que me afectó la partida de alguien a quien conocía, pero eso me convertiría en embustero. Podría lanzarme al piso y gimotear por ver a la muerte rondando, pero eso me volvería en mentiroso, tampoco puedo negar que su muerte no me haya afectado como una punzada en el corazón, una alarma de lo rápido que pasa el tiempo y de lo oscuro que es el mañana. Su partida, repentina e inexplicable, me tomó por sorpresa, me demostró que los vaivenes de la vida son inflexibles y despiadados. Hugo, en la equidistancia del vivo, se ha convertido de pronto en una pregunta, en una duda, en una cuestión que azota la mente de los que lo conocimos, ¿es acaso la vida un hielo que se derrite lento, flotando en el diáfano whisky de la consciencia o será que se desvanece como una hormiga fulminada bajo una lupa? Porque la vida parece nunca acabar, hasta que lo hace. La vida, para el vivo, se desborda y la muerte parece lejana, hasta que se acerca. Hugo, desde la trascendencia del papel, tengo que pedirte perdón, perdón por el distanciamiento más ruin, por el olvido más vulgar, pero también debo agradecerte por las reflexiones que me has dejado, por dejar con tu memoria una enseñanza que he tenido que aprender a la fuerza. Pero estoy siendo egoísta, estoy manchando tu memoria, tu recuerdo más íntimo con la más obscena lejanía. Déjame, entonces, brindar en tu memoria. Que las jarras rebosantes lloren las lágrimas que a mí me faltaron. Permíteme alzar mi copa y hacer de tu memoria un aviso, un recordatorio que me impida volver a pecar de incauto, volver a ocultar lo incierto del mañana con lo ordinario de la rutina.   ¡Mira lo que tiene nuestro canal de YouTube!



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