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La alineación del poder público

Como si se tratara de una artritis crónica, uno simplemente se da cuenta cuando ha habido una ruptura entre el ejercicio del Poder público que se delega y los que delegaron. Es un sentimiento interno fuerte que sufre cada cual, como si una fuga repentina de gas nos alertara del peligro y nos pusiera de inmediato en un estado irremediable de zozobra. El que en un momento dado fue solo mandatario se rebela y siente ahora impulsos de mandante, se apodera de funciones que nunca se le han dado y se hace de un poder que, al final, se torna en una especie de parásito invasivo que consume por completo al huésped, despojándolo del individualismo ciudadano, de ese grado de empatía y de solidaridad con quienes, en un momento dado, le confiaron el mandato y el poder que se delega. Repugna, enciende alarmas, escuchar a un funcionario público que arden en las ambiciones personales, que se han amotinado en ese barco en el que ellos son los marineros y los ciudadanos son los capitanes. Comienzan a llamar rebelde a todo aquel que no pueda alinearse con esas desviaciones claras del poder público, teñidas de intereses personales. La balanza de un Estado de derecho comienza a hacer inclinación hacia la tiranía, cada vez que un funcionario público se olvida de que debe regresar a los rebaños de los electores, de que en casa es padre y en la vecindad vecino y ciudadano. Un puñado de hombres, confinados en las carpas de ejercicio de funciones públicas, parece intoxicado entonces por el humo del poder, que puede penetrar hasta las finas capas de conciencia, haciéndola desviar. Comienza a comportarse como todo aquello que no debe ser. Vengo de generaciones a las que le tocó vivir abusos del poder y las funciones públicas, en el marco de una dictadura real. Vengo de una generación que no podía expresarse libremente sin sufrir castigos arbitrarios y expeditos de una justicia que se comportaba en obediencia fiel a los acuerdos recámara en los que se trazaban los destinos de la patria, siempre en beneficio de unos pocos que ostentaban el poder. Por eso, después que nuestra sociedad ha avanzado lentamente en el progreso hacia el terreno de la democracia plena, debemos mantenernos vigilantes como nunca. No podemos tolerar la involución a estados de inseguridad y de represión en forma alguna; no podemos permitir jamás que, en el ejercicio público, de desplieguen ansias personales o se desaten furias hacia el ciudadano que, en ejercicio de un derecho, decide armarse del derecho a criticar abiertamente. El funcionario que, ante la crítica, se desmorone y pierda los estribos, ya no es digno de su cargo y debe renunciar. Si no está dotado de paciencia y de serenidad, de tolerancia y comprensión, de solidaridad y de empatía, debe tomar otro rumbo que no sea el servicio público. Cuando, sedientos de justicia, se acude a tribunales y se encuentra un pozo irremediablemente se ha seco; cuando las leyes parecen poseídas de entidades que expulsan el espíritu y razón de ser que debería habitar en ellas; cuando un funcionario público, de cualquier jerarquía, pierde el respeto al ciudadano; en ese instante se ha perdido todo viso de ejercicio de un poder que solo delegamos en forma transitoria y limite. El inquilino se hecho intruso, entonces. Una minoría asalariada por los fondos públicos sufre ahora de la amnesia de los límites reales del poder. Un paraje estéril parece entonces desplegarse ante nosotros, que como sociedad debemos transitar; se dosifican los abusos del poder para que sean más tolerables a los paladares y se asiente el hábito nocivo de la conformidad y la resignación en el sistema y organismo de los ciudadanos. ¡Mira lo que tiene nuestro canal de YouTube!



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