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El poder de las palabras

La transfiguración de los sentimientos, la corporalidad de los suspiros, la materialidad de la voz. Las Palabras. Los ladrillos de la civilización, el esqueleto de los cuentos, el vestido de la sabiduría. Las palabras. Piezas del enorme rompecabezas de la comunicación. Las palabras. El escudo ante el dolor o el puñal que desangra al corazón. Las palabras. Una revolución en sí mismas, la expresión máxima de lo que añora el alma, el conocimiento en su más pura manifestación. Las palabras. La base de las civilizaciones, el terror de las tiranías, la semillas de las rebeliones. Las palabras. Las palabras tienen poder. Las palabras curan, las palabras dañan. Las palabras bendicen, las palabras maldicen. Las recubre cierta aura mística que las rellena de cualidades mágicas. Las palabras apaciguan el espíritu inquieto y alteran a un corazón malherido. Las palabras son armas y remedios, se metamorfosean en aquello que más deseamos, pueden ser la recompensa o el castigo; ser dardos envenenados o pétalos, según queramos. Porque una charla entre amigos no es el intercambio frívolo de sonidos, el rezo más sincero no es la industrialización de las ondas de sonido, ni el desahogo de un huérfano es la fatua repetición de vacuos vocablos. Las palabras tienen poder. Las palabras son bálsamos, remedios curativos que, así como un medicamento, pueden sanar hasta la más mortífera herida. También pueden ser el veneno más letal, el más corrosivo ácido, el arma más perfecta; las palabras son nuestra más grande aliada y nuestro más funesto enemigo. Es tan claro, tan obvio, tan evidente que estas expiraciones de aire son más de lo que creemos, es tan incuestionable que, como un placebo, las palabras tienen poder. Poder en su reacción, en su creación, en su definición y en su dirección. Es indiscutible, innegable, decir que las palabras no esconden en ellas cierta facultad divina que, aún quedándose rezagadas en la efimeridad del tiempo, las manifiesta como verdades palpables en el mundo físico. Las palabras tienen peso. Las palabras importan, eso lo sabemos. Lo sabemos aunque no queramos admitirlo. Lo entendemos porque un discurso político y un consuelo no son lo mismo ni valen lo mismo. Una oración y un acuerdo no están en el mismo reino. Las palabras tienen más importancia de lo que podemos llegar a creer. Las palabras tienen más importancia de lo que podemos llegar a creer. Las malgastamos en nimiedades y estupideces, nos callamos cuando debemos hablar y hablamos cuando tenemos que escuchar, no sabemos lo significativo que puede llegar a ser, desbordar las comisuras de nuestros labios soltando como una avalancha los más profundos sentires de nuestras entrañas. No lo sabemos, no conocemos el astronómico alcance que puede llegar a tener una conversación, una plegaria, una frase, una palabra; aunque, de manera subconsciente e instintiva, sí lo entendemos. Las palabras tienen vida. De concebir la cuantía que tiene la mera expresión de los sentimiento, la más tierna representación de nuestros pensamientos, la más pura exhibición de misericordia; no nos dejaríamos seducir por las nocivas homilías de los engatusadores, no caeríamos en las nefastas palabrerías de los estafadores. Las palabras importan, importan porque tiñen nuestros recuerdos, alteran nuestra visión y manejan nuestros movimientos. Las palabras tienen consciencia. Y de empezar, de manera paulatina, a darle el valor que las palabras se merecen, a entregarles el respeto que deberían de recibir, de llegar a comprender que las palabras dañan y sanan, matan y fortalecen; dejaríamos de darles el poder a charlatanes y embaucadores. Comprender el poder de las palabras es comprender el valor de la humanidad misma. Honrar a cada palabra, a cada letra, a cada sonido es honrar al intelecto humano. Es comprender que las palabras tienen alma.



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