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Terapia y patatas fritas al montón

Delante de una sartén en la que mi Madre freía sus famosas patatas al montón tuve mi primera sesión de terapia. Mi madre, dotada de una descarnada capacidad de análisis práctico y un carácter poco dado a las ñoñerías, incluyendo en ñoñería la depresión profunda y los ataques de pánico, me dio la siguiente contestación a mi estado de turbación nerviosa, mientras daba la vuelta con pericia al patatamen:

–           Hija, en esta familia hay vino y locos a partes iguales. Los nervios están ahí y tú aquí –hizo una línea divisoria con la espumadera-. Te pasarás toda tu vida luchando con ellos, no tendrás descanso, pero tu obligación es mantenerlos a raya para no ser un tostón. Comprenderás con el tiempo que la capacidad de los demás de soportar penas es muy limitada y que contándolas sólo entretendrás a tus amigos, a los que alegrarás el día porque eres muy lista y eso molesta mucho. Ya lo sabes. En el caso de muerte de seres queridos, la tolerancia a la pena no pasará de 15 días. Durante ese tiempo, te preguntarán y harán como que se conduelen. Pasado el plazo de luto consuetudinario, hacer el más mínimo comentario o lucir ojeras sin corrector se despachará con una palmadita rápida y cara de “que pesada es esta señora”. Prepárate ya, así vas adelantando trabajo.

A mi madre siempre le ha gustado adelantar trabajo y quitarse cosas de en medio.

Sacó las patatas de la sartén, cogió una piedra y machacó un filete sin gordo. Odio el gordo de los filetes. Vertió parte del aceite en un recipiente metálico con tapa en el que ponía en relieve “CARNE” y colocó con delicadeza el filete para que no salpicara.

–          ¿Vas a querer las patatas en el mismo plato que el filete?

Así finalizó la que sería mi primera terapia-clase magistral en materia de depresión nerviosa y miedo a la muerte. Tenía 17 años, leía a Sartre y a Unamuno y lloraba porque el pobre Alejandro Magno la había palmado. Me pasé todo COU lagrimeando por los caídos en el decurso de la historia. Era abrir un libro y encontrármelo lleno de muertos. Ni Cicerón, ni Séneca, ni por supuesto Unamuno con todo su quejiqueo de “no me quiero morir,” evitaron acabar en un columbario, en una caja de pino o en el enterramiento que se estilase en la época respectiva. Fosa común para Mozart, pirámide para Keops. La cuestión es que nadie se libraba y a mí me invadía la nada y la angustia existencial. De ahí mi consulta a mi madre a la vereda del Gas Ciudad.

Este encuentro patatístico que ahora mi madre, anciana, niega, me dejó varias lecciones de vida que he practicado aún a costa de mi salud mental. La primera es que es de poco gusto darse al quejido pantojil. Se llora poco, se llora en privado y se evita el contacto físico constante el lloro. Si luego del ataque hay alguna conclusión que sacar, se analiza lo ocurrido sin darte la razón pero sin quitártela a lo loco. Debe mediar un razonamiento lógico al estilo del plan francés “Grand A, Grand B, petite a, petite b”. Si no hay más conclusión que la de que se te han roto los nervios y estás como las maracas de Machín, se procede a darse un agua fría en la cara y a no salir del baño hasta que no se esté presentable.

Y así te ganas una merecida fama de Terminator, dama gélida o petulante que mira por encima del hombro, márquese lo que proceda, porque no eres humana, o demasiado cerebral o las dos cosas. Mal, mal y mal. Pero, Sobre Todo, porque no les entretienes con tus desgracias, que compartidas, dice la voz popular, son menos desgracias. Porque hemos venido a compensar las deudas que los demás tengan con GATACCA o los mercados financieros, o con una mala combinación de Venus en Marte. No se vale socializarse quitando la ganga de las relaciones personales, hay que mantenerlas con todos sus elementos tradicionales poco prácticos y, sobre todo, nada reveladores de los afectos verdaderos. Recordemos que la costumbre cateta es fuente del derecho.

Me gustaría en este punto precisar que soy una persona contenida, pero no una fingida. Procedo a aclarar este concepto porque hay mucho que se confunde y no. Hay un modelo extendido de personas, lamentablemente en su mayoría mujeres, que representan una versión modernizada de la Sección Femenina. Todo les va fenomenal, sus hijos son de una perfección praxiteliana y sus maridos las adoran, en su contención de hombre-hombre, por supuesto, mientras te miran el escote. Leen el Hola y no ven las noticias, no están para ver desgracias. Si tienen la debilidad de contarte alguna de tipo personal, pasan inmediatamente a odiarte por habértelo hecho y vuelven a sus madrugadas en blanco jugando a la X-Box o viendo por enésima vez la serie de la BBC “Orgullo y prejuicio”. Adelanto que el Sr. Darcy con su “te quiero en contra de mi voluntad” y Barbara Catland, con sus turbantes fucsia y sus novelas de hombres poderosos que se rinden ante una pava, han causado más estragos en la humanidad que la revolución cultural de Mao. Ambos deberían arder en la hoguera del feminismo postporno, preporno o metaporno por haber creado unas expectativas vitales que el hombre medio está lejos de cumplir. Mantengo y demostraré que ambos son el origen de casi todos los comportamientos erróneos y tóxicos de las mujeres, opresión judeocristiana aparte. Queda dicho.

Me había quedado en mi depresión bibliográfica. Volvamos a ella. Las patatas estaban deliciosas pero las palabras de mi madre me parecieron un “ahí te las compongas” sin instrucciones de uso. El lloro por famosos muertos iba acompañado de un sufrido desdén ante las actitudes casuales y frívolas de los demás. Aún recuerdo el dilema de una adolescente como yo entonces en una tienda de Benetton de la calle Serrano.No era capaz de decidirse entre dos jerseys amarillos y presionaba a su madre para que le comprase los dos. Se lamentaba como si ese jersey fuera la solución a todos sus problemas. Me quedé en suspensión mirando la escena y pensando en lo estúpidos que eran nuestros problemas, total la pesada del jersey se iba a morir igual consiguiera convencer a su madre como si no.

De inmediato dejé de creer en Dios aunque no me volví anticlerical. Supongo que mi formación con monjas liberales y tiradas a la calle, y misioneros paupérrimos tan alegres como Brian en la cruz, me alejó de curas estropajosos. O simplemente los que me topé los descarté como seres humanos enclenques y malvados a los que decidí no dar el respeto que su sotana reclamaba.

Soy de los pocos españoles que no ha practicado la costumbre de odiar a la Iglesia como a ti mismo y que mantiene una admiración sincera por su excelente organización administrativa. También soy de los pocos que confiesa abiertamente su ateísmo lo que, supongo, me ha traído algún que otro problema en el pasado del que no he sido consciente. Pertenezco así mismo al reducido club de los que se abstiene de decir la memez de creer en “algo, llámalo energía, llámalo corriente de aire, llámalo flux”. Este algo indefinido e indefendible es el que permite que personas que jamás se han cuestionado la transustanciación de la hostia y el vino en el cuerpo y la sangre de Cristo, se planten, con toda su insustancia y un rostro pétreo, en los cursos prematrimoniales de enlace católico. Puedo dar fe de este extremo -de la notarial no de la del carbonero- ya que me vi en la tesitura de asistir a ellos por culpa del amor y del cabrón de mi marido, al que adoro, pero que es del modelo descrito: anticlerical que cree en algo para poderse casar en una ermita y evitarse la lectura del Código Civil y las citas de Coelho de un concejal cateto.

No me digan que esta no es una perfecta muestra del mal corrosivo que es el amor romántico, sobre todo para las convicciones.



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