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Exhumación | Relatos de entrada al sexto piso

El camino de llegada a Tabasco no fue terso. El salto literal al vacío desde un furgón de tren estampó la humanidad de papá en la tierra prometida. El “aterrizaje”, doloroso y con alguna cicatriz de por vida, marcó también la vanguardia del migrante. A la retaguardia vinimos mamá, mi hermano mayor (ya fallecido) y yo. De entrada nos instalamos en una casona que para mí era como internarse en una gran arca de paredes de seto y techo de guano, sostenida por firmes mástiles extraídos del corazón de una ceiba de cuarentaicinco metros de altura que, además de dar vida a su gigantesca y musculosa figura como pintada de gris —Carlos Pellicer, dixit—, mantenía a sus pies el palpitar de un completísimo catálogo de leyendas, de míticos encantos que de tanto ser recitados por la tradición oral se fueron transmitiendo de generación en generación.

Y en esa tradición, los adultos mayores de hoy que, como consecuencia lógica del tiempo, tuvieron que ser muy jóvenes en aquel ayer, relatan todavía las apariciones de un perro de ojos rutilantes, luciferinos, un macho tan negro como las noches que lo cobijaban en ese deambular por las alcobas de las más inquietas doncellas. Sentado sobre sus cuartos traseros a un costado de las camas, jadeante y babeante el animal aguardaba a que los efectos de ese sopor maligno hicieran que las jóvenes cayeran en profundo sueño, para así poder lamer y llevarse sus más íntimos furores. Al despertar, las núbiles que se habían acostado con la idea de merecer, estaban más livianitas, liberadas de todo lo que pudiera llevarlas a un desorden nervioso o delirio juvenil.

Con sus acostumbradas “platicas de espantos” que con gusto entablaba, a petición nuestra, cerca del “mes de las ánimas”, mamá procuraba cumplir su compromiso generacional de transmitirle a su descendencia el ritual de la tradición oral: experiencias paranormales, sobrenaturales (o como el lector prefiera llamarle a todo aquello que esté más allá de lo humano y de lo creíble) que la gente mayor de su época contaba con una dedicación escrupulosa. De esa raigambre es la leyenda de la ceiba encantada que tuvo que ser sacrificada tras cincuenta años de sortilegios.

Hasta antes de arrancarle el corazón para convertirlo en docena y media de horcones, las fornidas raíces del árbol milenario que nació como mala hierba a la vera del otrora camino vecinal eran como cuevas que se levantaban majestuosas en la superficie de la tierra. Enigmáticas y de tal envergadura, las cavidades al pie de la ceiba fueron foco de sonadas apariciones: supuestas mujeres de piel tan blanquecina como sus finas vestimentas de tul y encajes; criaturas diabólicas y entes que reyaban entre lo travieso y lo maligno como el legendario duende que se manifestaba en forma de humanoide: chaparrito de semblante bonachón, con un sombrero de Paja Tejida que terminaba en un ala tan ancha como la imaginación misma de la gente. Con esa catadura, el espectro buscaba confundir a sus víctimas y llevarlas a perder en medio de los matorrales donde las dejaba al filo de la demencia o en la locura total. Por eso es que se decía que “una persona que ha sido jugada por el duende tiene el mal de la Sombra Verde, que es la fiebre que enloquece y destruye la brújula. Con el mal de la sombra verde la persona se adentra más y más entre los matorrales y al final, víctima del delirio, perece. El mal de la sombra verde es el hechizo del matorral donde enseñorea su majestad el duende”. Cansados de destrenzar las crines de sus bestias con las que el duende solía entretenerse cada vez que no lograba su objetivo de embaucar gentes, los campesinos hablaban de una fórmula tanto sencilla como mágica para atraparlo, que consistía en dejar al alcance del ente un trozo de cristal azogado y un puro de buen tamaño, de modo que al dar con su imagen reflejada en el espejo todo se le fuera en mirar y fumar más allá del embeleso, tanto que cuando viniera a reaccionar ya le habría amanecido y es entonces que la gente aprovecharía para darle la paliza de su vida hasta hacerlo desistir de sus apariciones malévolas.

Es del dominio público aquello de que “El que no quiera ver visiones que no salga de noche”, pero hubo un momento en las vidas de mis padres (papá lo sostuvo hasta el final de sus días y mamá lo sigue contando hasta el sol de hoy) que tuvieron encuentros vespertinos con el duende. En por lo menos dos ocasiones, del regreso del trabajo a la casa que por lo regular era entre tres y cuatro de la tarde, papá llegó azorado y nos contó como una persona de muy baja estatura —“que si llegaba al metro es mucho”, nos dijo extendiendo su mano derecha al nivel de la cintura para ilustrar su testimonio— y casi media cabeza cubierta con enorme chontal (sombrero típico de paja tejida que usan los campesinos en sus faenas tropicales), le habría salido al paso para pedirle, de buenas a primeras, que lo guiara hasta un lugar recóndito que era conocido como “El barrancón” (un ramal del río Mezcalapa) al que se llegaba cruzando un gran potrero que la modernidad transformó en un tramo del periférico, casi frente a lo que hoy es la iglesia protestante La Voz de la Piedra Angular. A ojo avizor, por su complexión y timbre de voz, el hombre pensó que se trataba de un chamaco que había perdido la brújula, pero —¿Y ese sombrero tan raro que apenas deja ver los claroscuros de su rostro? Se preguntó en sus más confundidos adentros el narrador original de esta experiencia, desde donde expulsó —como mero instinto de autodefensa— una serenata de mentadas de madre en medio de las cuales el humanoide se esfumó ante la mirada atónita de la presunta víctima. Con cierto dejo de frustración porque la gente que estaba a su alrededor al momento de las “apariciones” no veían lo que sus ojos estaban captando, mamá jura y perjura que el personajito que se le apareció a papá era el mismo que ella avistó llamándola con insistencia inaudita al fondo del patio de la casa.

La casa grande que pasó a manos de la abuela materna al fallecer su esposo Anselmo Pérez se erguía fresca y majestuosa al frente de un gran patio sombreado con árboles frutales de una vasta variedad de olores, colores y sabores.

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