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Svetlana Stalina (1926-2011). La hija de la ira, de Oscar Guisoni

La vida de la hija de José Stalin, fallecida en la pobreza y la depresión el pasado 22 de noviembre en un asilo de Wisconsin, parece una dramática novela rusa sobre la herencia maldita de su estirpe.

Cuando ella nació su padre ya era un asesino, aunque entonces las muertes se contaban con los dedos de una mano y no en las registradas por millones apenas unos años después, víctimas sacrificadas en el altar de una trágica historia mientras ella era una tímida adolescente. Se llamaba Svetlana Stalina y era hija de José, el hijo de campesinos vuelto jefe absoluto del Estado soviético, el padrecito de la revolución, uno de los dictadores más crueles del siglo pródigo en tiranos. Ella murió con el nombre de Lana Peters, apellido de un ex marido estadunidense que le servía para ocultar las vergüenzas de su verdadero origen. Huyó de la Unión Soviética luego de la muerte de su padre, cuando el Kremlin le quitó sus privilegios de princesa. Terminó reivindicando la figura de su progenitor en los años ochenta, cuando volvió a su tierra natal. Vivió siempre huyendo de un pasado atroz, tuvo tantos amores como residencias y nunca pudo con el fantasma de aquel hombre que, según sus propias palabras, “le rompió la vida”. Ésta es su historia.
Svetlana llegó al mundo el 28 de febrero de 1926, nueve años después de que su padre se hubiera visto involucrado en la Revolución de Octubre que acabó con el poder de la nobleza rusa. A pesar de no haber jugado un rol importante en el episodio, Stalin se las ingenió para ascender por los laberintos del poder posrevolucionario. Durante la guerra civil que siguió a la revuelta de 1917-1923, demostró sus dotes de dirigente duro como comisario político del Ejército Rojo y como miembro del Consejo Militar Revolucionario de la República, entre 1920 y 1923, donde tuvo la oportunidad de ordenar las primeras ejecuciones de sus enemigos políticos. Nombrado secretario general del Partido Comunista en 1922, comenzó su ascensión hacia la cima del poder eliminando toda oposición, convirtiéndose en el nuevo dictador soviético luego de la temprana muerte de Vladimir Ilich Uliánov, Lenin, en 1924.

EL GORRIÓN
La madre de Svetlana se llamaba Nadezhda Alilúyeva, segunda esposa de Stalin. Él tenía 48 años cuando nació su única hija. Antes había tenido un hijo, Yákov, de su primer matrimonio, y posteriormente tuvo otro varón con Nadezhda, a quien llamaron Vasili. Durante esos primeros años su padre fue forzando un proceso de colectivización e industrialización que terminaría produciendo una de las hambrunas más terribles del siglo XX en Rusia. A Svetlana la crió una nana, como era la tradición entre los altos oficiales rusos, y quizá fue mejor: el nueve de noviembre de 1932 su madre falleció, oficialmente a causa de una peritonitis, aunque versiones posteriores afirmaron que se quitó la vida luego de una discusión con su marido, y tampoco falta quien afirme que fue el mismísimo Stalin quien la mató en la disputa. Cuando Svetlana tenía 10 años comenzaron los procesos de Moscú, mismos que terminaron llevando a los campos de concentración en Siberia a millones de opositores al régimen: fueron los tiempos del gulag. Se calcula que sólo entre 1936 y 1938, mientras Svetlana se sacaba fotos con su papá jugando en el Kremlin y toda la corte del dictador adulaba a “mi gorrioncito”, como la llamaba José, fueron detenidas más de 1.3 millones de personas, de las cuales el Estado fusiló a más de 750 mil. “Yo nunca supe nada”, se disculparía más tarde Svetlana, y es probable que así hubiera sido, aunque el “pequeño gorrión” no tardaría en comprobar en sus propios huesos la dureza paterna. En 1942 la Unión Soviética se batía en una guerra brutal contra la Alemania nazi y Svetlana se enamoraba a sus 16 años de un director de cine judío llamado Alexei Kapler. A su padre no le gustó que el amante de “su gorrioncito” tuviera 40 años, así que lo condenó a una década en un campo de concentración cerca del Polo Norte. Durante esos años Yákov, su hermanastro, quien se desempeñaba como oficial del Ejército en el frente, fue atrapado por los alemanes que, cuando se dieron cuenta de que habían capturado al hijo del dictador, emprendieron negociaciones para lograr un favorable intercambio de prisioneros. Pero José hizo honor a su apodo (Stalin significa hecho de acero, un viejo seudónimo revolucionario): se negó a negociar y provocó que los alemanes fusilaran a su primogénito.

LA HUIDA
Un año después de que “papá Stalin” mandara detener a su primer novio, Svetlana se enamoró de otro judío llamado Grigori Morózov. La diferencia de raza le ponía los pelos de punta al dictador, que ya había ordenado varias medidas discriminatorias en el colectivo; sólo lo moderó el no querer parecerse del todo a su archienemigo Adolfo Hitler. Esta vez la joven se salió con la suya y a pesar de la oposición paterna la pareja contrajo matrimonio. En 1945 Svetlana dio a luz un hijo a quien llamó José, lo que puso de manifiesto la relación de amor-odio que la unía con su padre. Pero el matrimonio sólo duró un par de años y en 1949 Svetlana volvió a casarse, esta vez con Yuri Zhdánov, hijo del famoso Andrei Zhdánov, acérrimo defensor del realismo socialista y azote de artistas como Sergei Eisenstein durante el terror estalinista. De este segundo matrimonio nació su hija Yekaterina en 1950; la pareja se rompió poco tiempo después del nacimiento de la niña. Mientras su padre envejecía en Palacio, Svetlana labraba fama de violenta y caprichosa, haciéndole honor a su sangre. Los que la conocieron en esos años dicen que no dudaba en abofetear a sus maridos a la vista de todos, mientras propinaba excesivos castigos a sus hijos. En 1953 “papá Stalin” murió, dejando tras de sí un impresionante reguero de sangre: más de cuatro millones de muertos por la represión política, seis millones de muertos por la hambruna y otros 10 millones por la guerra. La Unión Soviética no tardó en querer sacudirse la pesada herencia estalinista y unos meses después Svetlana perdió todos sus honores, por lo que pasó a vivir como una más en el anonimato socialista. Mientras su hermano Vasili sucumbía al alcoholismo en 1962, ella se enamoró de un comunista de origen indio 17 años mayor llamado Brajesh Singh, con quien no le permitieron casarse. Hizo labores de traducción y trabajó como maestra, al tiempo que aprovechó para cambiarse el apellido paterno por primera vez, adoptando el de su madre. “Era difícil vivir con el apellido de alguien que despertaba tanto odio”, recordaría después. En 1967 Singh murió, circunstancia que Svetlana aprovechó para pedir autorización para llevar sus cenizas a la India; usó el viaje para desertar, y pidió refugio político en la Embajada de Estados Unidos en Bombay; dejó en Rusia a sus hijos, a quienes no volvió a ver en muchos años.

LA EXTRAÑA AVENTURA
Su llegada a los Estados Unidos no pudo ser más espectacular. El gobierno le organizó una conferencia de prensa que se transmitió a todo el mundo desde la ciudad de Nueva York. Occidente conocía por primera vez a una espléndida Svetlana, que con apenas 41 años sedujo a la audiencia al denunciar a su padre, al que llamó “monstruo moral”, y al sistema soviético como un todo al cual calificó de “profundamente corrupto”, afirmando que la Revolución de Octubre no fue más que “un error fatal y trágico”. Se instaló en Princeton, donde se enamoró una vez más de un hombre mayor: el escritor Louis Fischer, experto en temas soviéticos, con quien vivió una tormentosa relación que acabó pronto. Sus accesos de ira contra él se convirtieron en la comidilla del pueblo, y después de romper definitivamente con él la iracunda Svetlana se sumergió en la soledad y la depresión hasta que comenzó a recibir unas extrañas cartas de una admiradora que resultó ser la viuda del arquitecto Frank Lloyd Wright. La mujer le contó que había tenido una hija también llamada Svetlana que había muerto en un accidente en 1946, y la convenció de ir a visitarla a su casa en el desierto de Arizona. Una vez ahí le presentó al marido de su hija muerta, William Wesley Peters, y le sugirió casarse con él, cosa que Svetlana aceptó. “Ya puedo volver a decir: ‘¡Svetlana y Wes!’”, exclamó entonces de un modo siniestro la viuda del genial arquitecto, convencida de que Svetlana era una especie de reencarnación de su hija muerta. Con William Wesley Peters ella tuvo a Olga, nacida en 1971; entonces cambió una vez más su nombre para llamarse Lana Peters. Pero la pareja no tardó en naufragar: los cercanos de Peters afirmaron que Svetlana le pegaba a éste y su hija confirmó tiempo después que su madre la castigaba duramente, tal y como hacía “papá Stalin” con ella. En 1973 se divorciaron. Ella publicó luego un par de libros hablando pestes de su padre y de la revolución y se hundió en la depresión más absoluta. “Mi madre se disparó un tiro la noche del ocho al nueve de noviembre”, le escribe a un amigo británico, “y cada vez que se acerca esa fecha empiezo a sentirme mal y odio al mundo”. A principios de los ochenta se trasladó a Inglaterra, donde comenzó a lamentarse por haber criticado tanto a “papochka”. “Mi padre me hubiera mandado fusilar por lo que he hecho”, afirmó. En 1984, más de 17 años después de su huida, regresó por sorpresa a la Unión Soviética junto con su hija Olga. “No tuve un solo día de libertad en Occidente”, declaró al llegar. Pero los rusos no le creyeron del todo, y le dieron apenas un modesto apartamento en Georgia, cerca de donde nació Stalin, sin otorgarle ningún beneficio especial. En 1986, desilusionada y llena de amargura, volvió a Estados Unidos aprovechando que gozaba de la ciudadanía desde 1978. Ante las preguntas de los periodistas acerca de su traición a los valores estadunidenses, expresó que nada de eso era verdad, que sus palabras fueron mal traducidas, que ella nunca renegó de ese país. Posteriormente, luego de una corta estancia en Inglaterra en los años noventa, volvió por fin a Estados Unidos, donde hizo una última aparición pública en The Washington Times en 1992, cuando afirmó que la KGB la había mandado matar luego de su deserción en 1967. A partir de entonces se sumergió en el silencio. No quiso volver a atender a los periódicos hasta el año pasado, cuando concedió una entrevista al Wisconsin State Journal, justo cuando se rumoraba que había enloquecido y que vivía en la más absoluta miseria. Contó que vivía en una residencia para ancianos y que nunca había podido vencer los fantasmas del pasado. Murió el 22 de noviembre, víctima de un cáncer de colon. Sus familiares no anunciaron su fallecimiento hasta seis días más tarde.

Fuente: Milenio Semanal


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