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Tenía ocho años cuando recibí mi primer diario, me dijeron que era para que escribiera y recordara en el futuro lo que había vivido cada día.  Era verde y parecía de piel, con una cerradura de un dorado oscuro y una pequeña llave que encerraba los más íntimos secretos de una niña.
Lo tengo en las estanterías de mi habitación pero, desde luego, no es ningún tesoro, es tan aburrido que he utilizado sus páginas amarillentas para escribir direcciones de correo, hacer cuentas, o anotar libros que tengo que  comprar.
¡Que sacrilegio malograr así un objeto de la infancia!, diría alguien que conozco bien.
Pues no. La verdad es que no.
El diario refleja una vida como ésta: Me he levantado a las ocho, he desayunado colacao y galletas, he ido al cole. No me han preguntado nada. Mi padre nos ha venido a buscar a mi hermano y a mí y luego hemos ido a la clase de la señorita Ana.
No he creído necesario reproducir las faltas de ortografía de una niña de ocho años.
Página segunda.  Todos los días hago lo mismo pero cambian las lecciones de los exámenes. Se me olvidaba poner que estamos en mayo, en el mes de las flores a María, (añado: la Virgen María) … y hemos hecho un cartel muy bonito.


 

Otra página entre tantas anodinas. Ya es verano y como es sábado vamos a la playa.
Lo cierto es que hay diarios absurdos porque no dicen nada y, sin embargo, hay relatos cotidianos que nos muestran la forma en la que algunos luchaban por sus ideales.
 



Soy poseedora o heredera a la fuerza de la correspondencia encuadernada de mis abuelos mientras él cumplía pena de prisión como preso político, militar republicano, que se negó a jurar una nueva bandera.

Aparte de las cursilerías típicas de una mujer de treinta y cinco años pidiéndole a su marido que la quisiera siempre, he sabido que en la Nochebuena de 1950, mi Abuela y mi Madre cenaron medio kilo de lomo de cerdo, turrón y unas copitas de licor… del que no sé si mi madre, con dieciséis años entonces, bebió. También he sabido que, según mi abuela, su propia familia le decía a su hija, mi madre, que para qué estudiaba tanto, y que ella no soportaba que le dijeran eso a su hija.
 

De hecho, parece que, en la época, la satisfacción de las necesidades eran un privilegio porque la abuela escribía que, por Reyes, le iba a  regalar a su hija un texto de  Química y Física que le valía 50 pesetas y que, además, le arreglaría los patines, que el abrigo le quedaba pequeño pero que lo más importante era la educación de mi madre.
El resto de las narraciones, carta tras carta suele repetirse con las cosas de la familia, las comidas, las clases, la admiración que siente por su culto marido y el desprecio que le provocan un montón de personas que se comportan, según ella, como animales.
Las misivas del abuelo son bastante más teatrales. Supongo que he salido a él. Su talento e imaginación se perciben en las frases dirigidas a su mujer, a su hijita y a su sobrina.
¡Qué barbaridad! Estoy acordándome de un cuento que les escribió a las niñas para que estudiaran y el final sencillamente era aterrador, quemaban a las protagonistas del cuento porque eran perezosas y no estudiaban. Cosas de la época, supongo que después de sentir cómo caían las bombas en la vida real,  el hecho de que se quemara en una hoguera imaginaria a dos crías no tenía demasiada importancia.
Hay otro estilo de narrar a modo de algo diario.  Son aquellos sucesos que mi madre nos contaba en las sobremesas. Hablaba de la vida de nuestros antepasados, incluyendo al abuelo, tan admirado por ella. Recordaba las cartas de su padre cuando les decía que ninguna bala podría atravesar los botones dorados de su uniforme, o que, al salir de la cárcel del Dueso, llegó a Bilbao caminando sin suelas en los zapatos que , por encima, brillaban del lustre al que él los sometía cada amanecer, de cómo compró un tren entero para venderlo como chatarra durante ese camino, de la paliza que le dio a alguien que tuvo la osadía de acariciar indebidamente a mi madre y a sus amigas en una cafetería, de cómo mi padre y su hermano perdieron sus sombreros en un terremoto justo con la entrada de los aliados en Sicilia, de que el nonno, abuelo en italiano, había viajado de Chicago a Palermo con un abrigo lleno de dólares ocultos en su forro, de la belleza de mi nonna cuyo nombre llevo yo, de tantas y tantas cosas familiares que yo me creía a pies juntillas aunque, posiblemente,  habían sido algo modificadas por la imaginación que todos llevamos con nosotros.
 


 
Resulta evidente que he recibido algo más que correspondencia de herencia. He recibido unos genes que me hicieron escribir pequeños relatos cuando conocí a mi marido, y que, cuando se fue, me llevaron a seguir con su blog porque los relatos, imaginados completamente o no, son parte de nuestras vidas, nos unieron en vida y siguen haciéndolo ahora que él no está.
Seguro que este teclado es más moderno que el bolígrafo de mi abuela pero siempre contamos lo mismo, lo que sentimos y vemos alrededor.
Abimis 2

 


 


 


 



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