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Virgilio Piñera, entre él y yo [Antón Arrufat]


A las personas también las baraja el destino. Por eso sólo algunos llegan a ser nuestros verdaderos amigos. Sin embargo, aunque uno sabe quiénes son sus amigos, no sabe muy bien qué es la amistad. Los amigos pueden ser muchos, pero aquellos que sabemos que no nos van a dejar botados en medio de la desgracia (salvo que sea estrictamente necesario) son los mejores.

Hay amistades que son fruto de la animadversión: ver La Acompañante de Nina Berverova. Hay amistades que son fruto del doble vínculo y la veleidad: ver Jules et Jim de Truffaut. Hay amistades que son fruto de la clandestinidad: ver El beso de la mujer araña. Hay amistades que son fruto de la desesperación: Robinson Crusoe y Viernes. Hay amistades fáusticas que son fruto de la conveniencia o de la megalomanía: ver El gran Gatsby (la versión de Jay Cleyton), o Amadeus (Forman) o Mefisto (Istvan Szabó). Hay amistades que son fruto de la obsesión: ver Truman Capote y Perry Smith (ver Capote con Seymour Hoffman). Y hay amistades que se vuelven mitos. La de Pan y Dionisos, por ejemplo. Hermes dejó a Dionisos al cuidado de su hijo Pan y de las ninfas del bosque para que la diosa Hera, celosa de la infidelidad de Zeus, no lo encontrara. Pan se hizo amigo del niño y enseñó a Dionisos la música de la flauta, y las ninfas a su vez le enseñaron a danzar. Al cumplir quince años, su protector y medio hermano Hermes, asistió a la fiesta de iniciación en la adultez y concedió a Dionisos el secreto del fruto de la vid: el vino, para que lo extendiera por el mundo y diera consuelo y alegría a la humanidad. La que unió a Pan y a Dionisos fue una amistad formativa, casi de tutor a discípulo, tan influyente que la presencia de Pan sobre Dionisos (y por extensión Hermes y las Ninfas) hizo que la fama de borracho y de lascivo y orgiástico se le trasladara al discípulo y hoy usualmente se confunde a Dionisos con el fauno, con cachos y flautas y botas de vino acorralando muchachas para emborracharlas y luego desmenuzarlas.

Entre tantas categorías que se pueden aplicar a la clasificación de la amistad, hay un tipo que me encanta porque siempre queda registro: la amistad intelectual.  Hay amistades intelectuales que son fruto de la cooperación y se vuelven fecundas para una literatura, para una época, y admirables, cuando queda constancia escrita. La amistad literaria es una de ellas. Esa fue la que unió a Cendrars con Henry Miller y a la cual debemos uno de los capítulos más hermosos en la historia mundial de la amistad: Los libros en mi vida. Allí, Henry Miller examina a fondo la bibliografía y el estilo de su maestro Cendrars mientras se dirige al otro en ocasiones, dando por sentado que lo que está diciendo públicamente también su amigo lo va a leer. Lo que queda de esa evocación y esa amistad agradecida es la impresión de que Miller en el fondo no solo aspiraba a ser como Blaise Cendrars, sino que quería ser Cendrars mismo. Esta fascinación puede explicarse si recordamos que cuando se conocieron, ya Cendrars había perdido el brazo por un cañonazo de obus, había atravesado Rusia en el Transiberiano con una porstituta, había navegado hasta China tres veces, había colgado un poema de varios metros en la torre de París y era, a ojos de un hombre que acababa de renunciar a la jubilación y la vida marital y la paternidad, un modelo a seguir. En parte, Cendrars era un reflejo de lo que un hombre más admira en otro: era un guerrero, era un aventurero, era un poeta, era una mente locuaz y creativa, era un hombre generoso, era un narrador de historias insólitas y encarnaba el espíritu mercurial por excelencia. Cendrars había logrado ser, en últimas, lo que Miller había postergado por años de trabajo burocrático en el Village de Nueva York y que ahora pretendía corregir a toda costa: aprendiendo por imitación.

La amistad intelectual perdura a través de la influencia del otro en uno, o de lo que creemos ver en nosotros que proviene de haber estado en contacto fraterno con alguien a quien conocimos a fondo, o a quien creímos conocer, y quien finalmente posee aquello que nos ayudó a completarnos. En ese sentido, la amistad es un complemento de nosotros mismos. Se me ocurre que una gran amistad es casi como un espejo, o como un mapa de nuestra propia deriva, vital e intelectual, por eso la biografía del amigo se confunde con la nuestra. El Sartre de La ceremonia del adiós de Simone de Beauvoir (uno de los tratados más hermosos que se han escrito sobre la amistad) no es solo un cuerpo averiado por el tiempo que empieza a morirse; es el despojo de una disciplina tenaz, o si se me permite la abstracción el resultado de una cronología inversa: el Sartre que está muriendo en el libro de Beauvoir es todo lo que hizo antes de esos momentos postreros; y es por lo que hizo antes, por sus proyectos faraónicos, por ser fiel a sus ideas, por sus excesos, que se está muriendo y que Simone reflexiona sobre lo que implica verlo morir y no poder protegerlo. Su amigo Sartre no es solo un cuerpo, es la fidelidad al pensamiento, el trabajo constante y la causa común de los dos. Beauvoir escribe porque él ya es parte de ella.

La amistad intelectual no se define por la frecuencia, o si no el vecino de la oficina sería nuestro mejor amigo. Se define por la empatía, por la posibilidad de compartir una pasión, por la retroalimentación que provoca una conexión extraña, a veces más fuerte que las alianzas de parentesco, lazos más fuertes que los del amor filial o marital, y que se reducen a que confundimos los recuerdos ajenos con los propios.

No quería dejar de mencionar una barrera que parece oponerse a la amistad intelectual: las tensiones sexuales entre amigos que una vez se amaron como pareja. Alguna vez una mujer me hizo notar que las amistades entre hombres eran más perdurables (y confiables) que las de las mujeres. No sé si lo decía por las tensiones sexuales de su propia experiencia, pero sobre esto sólo tengo una observación para hacer: el amor alcanza momentos de esplendor y decae (por motivos físicos y extrasentimentales) mientras que la amistad no se alimenta ni crece por grados de atracción hormonal. Creo recordar algunas cartas de la correspondencia entre Voltaire y Madame Chatelet, que estaban unidos por una alianza intelectual (misma que unió a Sartre y Simone) y que también había empezado por un vínculo amoroso que derivó en amistad. Creo recordar que fue Madame Chatelet la que le advirtió a Voltaire que el amor tiene varios grados de intensidad, pero que la amistad solo tiene uno.

En cualquier categoría que se encuentren, los amigos ya son parte de uno, como un órgano que necesitamos para mantener una función natural tan sutil como respirar, como soñar, como fabricar nuevos recuerdos. A Virgilio Piñera y Antón Arrufat los unió una amistad parecida a las mencionadas arriba. Era una alianza intelectual entre tutor y discípulo (Piñera le doblaba la edad y ya había hecho parte del camino que empezaba Arrufat), que pasó a ser amistad entre correligionarios (porque ambos respiraban literatura) y acabó por alimentarse de las solidaridades tanto materiales como espirituales porque en últimas los unió algo intangible también que nos une sin darnos cuenta: los tiempos difíciles, la época.

Este es un bello capítulo que se añade a la literatura sobre grandes amistades literarias. Inicia el ensayo con una disertación sobre lo que liga una amistad con una despedida y esto con lo que motiva a escribir sobre la vida en común entre dos amigos que además eran escritores. Este preámbulo en que se amplía la noción de amistad a partir de Unamuno, o de Montaigne, o de los griegos, muestra que Arrufat tiene un sentido transparente del estilo ensayístico no canónico que implementa en otras obras (De las pequeñas cosas). Lo más notable de ese estilo e que implementa pocas referencias, pero parecen todas esenciales. Aunque sean referencias textuales o etimológicas, distantes en el tiempo, aunque parezcan eruditas porque provienen lo mismo de clásicos que de la poesía latina o de la filosofía vitalista, no resultan pedantes como referencias, sino conexiones clarividentes. Es difícil llegar a un estado tan sucinto de síntesis y exactitud. Me aventuro a pensar que Arrufat clasifica las citas de los libros que lee por categorías espirituales: de La amistad, de El sentido del gusto, de El soneto, de La muerte de los amigos, de Las formas del amor.

Es la muerte del amigo en este caso lo que provoca en Arrufat un examen de memoria y una relectura de la obra de Piñera. De ahí, de esa ausencia que provoca la relectura, se desprende esta aproximación de memoria que es al mismo tiempo una valoración literaria (sin llegar a exégesis) de la obra del extinto amigo. Algunos de los puntos axiales examinados por Arrufat son: la época en que encontró a Piñera, las obras emblemáticas del autor y las anécdotas que humanizan al amigo a lo largo de los años en que duró su amistad.

La historia se escribe en los años noventas, pero aborda la época que va de finales de los años cincuentas hasta la década de los años setentas en Cuba, cuando muere Piñera. En todas las etapas nos dibuja los avatares de una vida que transcurrió en la precariedad material (siempre en apuros, desempleado, viviendo en pensiones de Buenos Aires o de La Habana, empeñado en proyectos de revistas para los que no tenía recursos, libros que se autoeditaba empeñando sus dos trajes, visitas intempestivas que eran pretextos para que los amigos lo invitaran a comer) y otras estrategias y peripecias para burlar el cerco y los apremios de la vida.

Arrufat se detiene a examinar también las posibles causas del ostracismo que aún pesa sobre la obra de su amigo. En parte, gracias a la actitud de Piñera, siempre reacio a participar de la vida cultural. En Buenos Aires prefería estar con Gombrowicz que ir a los cenáculos donde actuaba Victoria Ocampo y la gente de la revista Sur. En La Habana solo por Rodríguez Feo se dejó tender la mano (alejándose siempre de Lezama y Orígenes, la revista que se consideraba faro cultural y que él despreciaba por demasiado intelectualizada), y en los primeros años de la revolución Cabrera Infante lo llamó a participar en Lunes de revolución que lanzaba por entonces cien mil ejemplares. Los años sesentas fue la época oscura para Piñera, cuando la vida cultural cubana fue controlada por los comisarios políticos y cuando se extendió la persecución y confinamiento a los homosexuales. Dura para todos, aclara Arrufat, pero más dura para Piñera si se tiene en cuenta que estaba entrando en la vejez. Solo el teatro le permitiría más tarde una relativa reivindicación de su oficio y el reconocimiento en su país. La hermosa interpretación que hace Arrufat de los personajes y claves y correspondencias de las obras más conocidas de Piñera en Cuba permite hacerse una imagen del medio social y de las dificultades de la vida familiar que atravesó el escritor. Pero es la memoria de los diálogos sostenidos con el amigo, las maneras y modos de abordar a alguien en una conversación, los chistes de su enciclopedismo sexual salvaje, salpimentado siempre por descripciones orgiásticas extraídas de Sade o de Boccacio, las luchas contra el barroquismo literario liderado por Lezama Lima, las anécdotas de las tertulias en El Vedado en que cada miembro llevaba un ingrediente para cocinar espaguetis y leerse los textos con el trasfondo de un país castigado por una crisis económica, hacen pensar (me hacen pensar) en un manifiesto generacional.

En todo caso, el Virgilio Piñera evocado por Antón Arrufat es un modelo de resistencia intelectual y el testimonio de primera mano sobre una época y sobre la vida de un narrador extraordinario, sus pasiones y obsesiones, su humor, su ironía. Un tributo a la amistad que consigue lo que tanto queremos cuando el amigo se ha ido para siempre: convertirlo en parte de la memoria de los demás, que finalmente es devolverlo a la vida.

Virgilio Piñera, entre él y yo
Antón Arrufat, 
Ediciones Unión, 2012
Cuba
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