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Papá de tiempo completo



PAPÁ DE TIEMPO COMPLETO

Por: Gustavo Montenegro Cardona

Creíamos que el confinamiento sería un asunto temporal, nada que sobrepasara los dos primeros meses. De ahí, cada quien, a su lugar, media vuelta y de regreso cada uno a sus días de normalidad. Entre tanto, nos inventábamos la mejor manera de convivir. Llegué a pensar en comprar un computador para solventar los afanes educativos de Alejandro y aunque costosa, era una solución para garantizar un retorno tranquilo a la cotidianidad acostumbrada.

En la noche de un miércoles un mensaje al celular, una noticia: la madre de Alejandro viajó sin avisar a la casa de sus orígenes donde la muerte estaba pidiendo turno: Álvaro, el abuelo de Alejandro aguardaba con silencio extremo el minuto a minuto de sus últimas horas. Pasé minutos mirando la pantalla. Lancé un suspiro. Cerré los ojos. Entendí que esta tarea de la paternidad, al igual que la cuarentena se extendería sin conocer fecha final.

Los desvelos nocturnos comenzaron a tener que ver con la pregunta ¿y Ahora qué cocino mañana? ¿Será lunes de sancocho, martes de fríjoles, miércoles de carne de cerdo, jueves de piernas de pollo?

El ritual que comenzó como una ceremonia fantástica del mise and place, el mercado detallado, las recetas inventadas o las consultas respectivas a las matronas de los fogones, se convirtió, con los días, en una serie de sesiones cargadas de cierto delirio, calores agobiantes, aceleraciones inusuales: un ir y venir frente a la estufa, que agota la mente y el cuerpo.

Durante tres o cuatro días acudí al auxilio de la comida a domicilio, él, casi en un susurro melancólico me dijo: me gusta más lo que tú me preparas.

***

Alejandro nació con la figura de un gigante. Miró la vida de sus primeros segundos de existencia y mostró para el mundo un par de ojos que querían ser azules. Lo miré crecer desde mis distancias impuestas. Alejandro lleva el nombre de su bisabuelo, de su abuelo y su madre. Juntos nos inventamos los códigos con los que aprendimos a comunicarnos, a hacernos compañeros y cómplices del mundo creado a nuestra imagen y semejanza. Alejandro está próximo a cumplir sus quinces años y aquí está, junto a mí, pasando estos días de incertidumbre.

Soplo, karma, divinidad, arcángel, botella, cáscara, raspado, crispetas, colchón, silleta, butaca.

***

El amor no dio para más. Me había convertido en inquilino de mi propia casa. “Para esto pago arriendo por fuera”, pensé. Sin huir, pero con sigilo, comencé a buscar mi nuevo lugar, el sitio para recomenzar y aprender a vivir con mi soledad. Recorrí las calles de Pasto de arriba abajo, de aquí para allá, siempre pensando en estar cerca de ellos, lejos de ella. Di con el que creía podía ser el escenario preciso. Firmé el contrato. Ahora venía el tiempo del sismo mayor.

Lo invité a cenar. Él escogió ese restaurante que evocaba el lenguaje de los cómics y a los héroes que alegraron mi infancia y que ahora hacen parte de su divertida adolescencia. Esperé a que terminara de disfrutar la última de sus papas fritas, la última miga de pan, el cuncho de su bebida, hasta que no quedara ni una servilleta sobre la mesa. Lo miré directo a sus ojos verdes que aún brillaban. Con la voz hecha un temblor y las manos juagadas de sudor, le dije – mañana me voy de la casa-.

El primer día del último mes de 2017, empacaba mi taza preferida, mi ropa de hombre de negocios, los libros que me cupieron bajo el brazo y me fui.

***

-Pa, que el lunes no hay clase-, me dijo con una sonrisa de pícara dicha. El fin de semana compartido se nos iba a extender. Esas noticias nos alegraban porque eran la oportunidad de seguir siendo felices juntos.

El martes tampoco abrieron el colegio. Pasó toda esa semana y hasta hubo tiempo para que Alejandro se fuera de campamento a respirar aires de vacaciones. El nuevo domingo llegó con la noticia de que la cuarentena era un hecho ineludible.

Luego, el mensaje al celular –el “niño” necesita el computador para las clases virtuales-.

-Hecho- contesté- no hay problema. Que pase esos días conmigo. ¡Yo lo cuido! - afirme con un aire retador, como quien dice “eso no es problema, yo me encargo o ¿acaso no puedo hacerlo?”.

Una semana, dos semanas, tres semanas. Nos agarró Semana Santa, se nos enredó el viaje a Pereira. Me cansé de pedir comida a domicilio. Comencé a cocinar. Iniciamos a escribir juntos. Otra semana y otra más. – Que el aislamiento va hasta mayo- gritó todo el mundo.

No hubo día de la madre. Las clases comenzaron de nuevo a las siete de la mañana. Pobre mi chinito sentado seis horas frente al computador cursando su noveno grado de bachillerato. Yo también necesitaba trabajar y el tiempo enredado para los dos. Me cansé de pensar en la receta siguiente y él se cansó de su cansancio.

***

Sumamos así cincuenta días, ocho extensas semanas; jornadas completas de encuentro, de convivencia, de haber recorrido por todos lados estos cuarenta metros cuadrados de escenario dispuesto para esta obra en la que cada uno pudo interpretar su mejor personaje.

Fuimos sumando anécdotas, canciones, crónicas, películas y juegos a la Playlist de nuestros recuerdos en cuarentena. Él se comportó como el hijo que tenía que ser y yo actúe como el papá que nunca fui.

Inevitablemente llegó ese sábado que parecía un jueves triste. Ella de nuevo. Mensaje al celular. Seis y quince de la tarde. Afuera viento y lluvia. En la pantalla, la noticia: “se murió mi papá”.

Hubiera querido ser más valiente. ¿Cómo preparar mejor el terreno de estas conversaciones? ¿Cuáles son los recursos adecuados para hablar del dolor? Qué triste resulta ser mensajero de la muerte. Aún no sé cómo hice para sostener su angustia durante tantos días de luto y tristeza.

***

El cielo lloró por mí. Álvaro fue un buen suegro: discreto, confiable, cómplice. De nuevo los ojos a la pantalla. ¡Sí, era cierto! Estaba muerto. La muerte tocando a la puerta del apartamento justo en el momento de la cena, justo en medio de este encierro, justo cuando creíamos que en mayo terminaría todo; justo cuando sé que otro papá, el mío, se está desvaneciendo por ese tumor que se le quedó a vivir en su pulmón izquierdo y que se lo está chupando de a poquitos.

Ella, que fue tanta vida, me traía ahora el desgraciado anuncio de una muerte que lo trastocó todo. Ella, lejos. ¿Quién sabe hasta cuándo? La muerte aquí pasando y yo con estas ganas de viajar por el mundo, de escribir el libro pendiente, de cambiar de casa, de visitar a los míos, de escaparme para hacer vida con mi amor bonito y justo se le da a la muerte por llevarse al abuelo de Alejandro.

Justo ahora que él está cantando en el cuarto, justo ahora que íbamos a ver la última película de Star Wars. Tenía que ser ahora cuando nos disponíamos a pedir un par de combos de hamburguesa para escaparnos de los acostumbrados platos de la semana.

¿Y ahora? ¿Cómo le digo? Cómo me convierto, de nuevo, en mensajero de otra mala noticia.

- ¿Alejo? ¿Quieres hamburguesa doble o sencilla?, le pregunto mientras él juega una partida de parchis con sus amigos en línea.

¡Carajo! qué difícil resulta ser cómplice de los anuncios trágicos. ¡Justo ahora! que no hay manera de que Alejandro pueda viajar para despedirse del abuelo que tanto lo consintió, que tanto tiempo invirtió en él, el abuelo que solo tuvo sonrisas, juegos, complicidades y alcahueterías con este nieto que le sacaba las mejores alegrías y que fue su consuelo durante tanto tiempo.

-Un combo sencillo, me contesta-.

¿Alejo? ¿Todo bien? lo interrogo.

–Sí, pa, todo bien ¿por qué?

– Nada hijo, por saber no más-. 

¿Y ahora, cómo le digo? Me tocará cruzar la cocina, atravesar la sala, entrar al cuarto, detenerme al borde de la cama, llamarlo, tomar aire y sin mirarlo a los ojos decirle de un solo disparo – se murió tu abuelito-. 

Entonces pienso que llorará sin consuelo, que se sentirá culpable, que perderá el apetito, que se abrazará a mí con todo el peso de sus 175 centímetros de estatura, con su altura de joven gigante, pero de corazón destrozado. Minutos más tarde me enteraré que la cuarentena se extenderá hasta junio. Pasarán entonces otros cuarenta y siete días, otras seis semanas; llegarán las noches de insomnio, el llanto incansable de Alejandro, la incertidumbre del futuro de ella, mi necesidad de gestionar recursos, el afán de cada nuevo día; las tareas de historia, los trabajos de inglés, las lecciones de lenguaje, los días sin internet; los aburridos domingos, las ganas de salir corriendo de un niño desesperado que se agobia por no poder ver a sus amigos buscando consuelo por la pérdida repentina de su abuelo. Así sumaré ciento dos días sin final, ciento dos días viviendo en el mismo lugar, ciento dos días sin mi soledad.

¿Y ahora, cómo le digo?




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