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Los niños teníamos un mundo propio, hecho con la materia de las siestas y los
juegos, pero también de la resaca melancólica de los cumpleaños, las fiestas
familiares, los recreos; el tedio de las visitas forzadas a casas de parientes lejanos; el
asco que nos provocaban los besuqueos de mujeres extrañas con olor a cosméticos y
a tintura para el cabello; la vergüenza de los atuendos ridículos: los moños en el pelo,
las medias con puntillas, los pantaloncitos de pana, los pulóveres hechos con restos
de lanas viejas, los parches en las rodillas y en los codos; la resistencia que
oponíamos a relacionarnos con otros niños para no darles el gusto a madres, tías o
abuelas: entre niños se entienden, decían, los niños con los niños, la mesa de los
niños, la vajilla de los niños… como si todos fuésemos iguales por el simple hecho de
ser niños. El Mundo de los adultos nos interesaba poco y nada, a lo sumo nos provocaba una
cierta curiosidad de entomólogo. Los grandes con sus razones arbitrarias, con sus
motivos importantes, sus gestos, sus maneras, sus enojos, sus castigos absurdos, el
mucho o poco amor que nos daban según el caso, sus premios y sus penitencias, el
derecho que creían tener sobre nosotros. Los queríamos, pero había una suerte de
compasión en nuestro afecto.
Desplegábamos nuestro mundo a sus espaldas. Un mundo luminoso donde
convivían animales parlantes, criaturas nacidas de cruzas imposibles, insectos
grandes como vacas y vacas pequeñas como escarabajos, ropas que a la noche en el
tendedero se convertían en fantasmas, árboles que tenían garras en vez de ramas,
batallas de flores, germinadores, faroles chinos alimentados de luciérnagas. Cuanto
menos supieran ellos de nosotros, mejor.
Selva Almada. Fragmento de Niños, un cuento que hace parte de El desapego es una manera de querernos.