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Desde Bolivia, un día imperfecto

Un día imperfecto

Sentado sobre un tronco muerto, Marcelino hace círculos en la arena con su dedo índice, sería difícil marcar la tierra con el pulgar y, de hecho, índice y pulgar son los únicos que le quedan. El trapiche se llevó los otros dedos, esa jornada fue perdida, no pudieron hacer la jalea con el jugo de caña porque la sangre lo había teñido. Pero hasta ahora, o mejor, hasta la noche anterior, no puede quejarse, el índice le ha sido de gran ayuda, amigo fiel, prolongación de su hombría, con él hurga en los placeres de Carmen hasta hacerla gemir y llorar. Sí, también llorar. 
 Los dos niños lo miran en silencio, Marco con una mirada agrandada, como si las siderales distancias entre el niño y el hombre se resumieran, en él, en un sentimiento que la infancia no sabe descifrar, pero que le dilata las pupilas. La niña, en cambio, a quien por hacerle gambetas a la muerte continúan llamándola así: “niña”, abre la boca, hace pompas con su saliva y no pregunta. Los dos niños, sus hijos, miran los círculos que Marcelino va dibujando en la arena, y que se encaraman en galaxias desordenadas, como los sentimientos, como la rabia y el amor, y esas ganas de hacer gemir a Carmen. De pronto, el índice huérfano, descolgado de la axila del Pulgar, se detiene. No hay indecisión en la mano monstruosa.
Continuar leyendo en TSSP.
Giovanna Rivero.


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