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Personas sin culo

Entre los años 2016 y 2018, por alguna razón que no alcanzo a comprender, me quedé sin Culo.

La afirmación no es metafórica ni hace referencia a la falta de suerte para, por ejemplo, ganar algo en el casino; la expresión es literal.

Yo ya venía sospechando que algo no andaba bien en la zona trasera porque cada vez se me caían más seguido los pantalones, pero Ahora ya es un hecho confirmado: me quedó el dorso liso de tanto estar sentado.

La prueba definitiva se me presentó en mi última compra de ropa, esta semana.

Me decidí por las prendas de oferta de la góndola de un supermercado (700 pesos por un jean no está nada mal), y cuando di un giro frente al espejo, el reflejo acusó la ausencia de carne en mis posaderas con una contundencia indiscutible.

–¿Y mi culo? –dije y me escuchó también mi compañera, que se encontraba removiendo buzos de frisa en otra batea, llenándose de estática.

–Es que estás muy flaco –diagnosticó sin mirarme–, pero se puede arreglar.

–¿Cómo que se puede arreglar? –quise saber mientras giraba hacia uno y otro lado frente al espejo.

–Con un poco de gimnasia; los glúteos son músculos y se pueden entrenar –me explicó sin mirarme.

–¿Como los influencers de Instagram?

Nuestra cultura tiene una relación de larga data con la turgencia de las posaderas. El influjo de los cuartos traseros nos ha bombardeado durante décadas desde las tapas de las revistas y desde los programas de televisión protagonizados por Emilio Disi o Francella, pero ahora ese fenómeno se trasladó a las redes sociales.

Nuevos medios

Dime cómo vienes de atrás y te diré cuánto vales, parecen decir algunas cuentas temáticas en las que jóvenes millennials llenos de colágeno y elastina le muestran a sus millones de seguidores qué rutinas siguen para tener el culo como el de una estatua renacentista.

Yo ya estoy grande para hacer sentadillas y filmarme tomando agua en un gimnasio como se hace ahora y eso me pone de mal humor.

–¿Vos no les decías a las chicas que no hay que prestarle tanta atención al físico? –me chicanea mi compañera.

–Son cosas que tenemos que decir siempre los padres –le explico mientras pellizco los bolsillos traseros del pantalón y sólo encuentro piel sobre huesos–, pero la verdad es que en esta sociedad moderna, no tener culo es una tragedia.

La relación que tenemos con nuestro físico nos condiciona.

En una serie que sigo con atención y que se llama Euphoria, me emocioné con el capítulo en el que una joven con un cuerpo bastante alejado de los cánones hegemónicos por fin se acepta como es.

La escena es una epifanía y me recordó a mis propias experiencias.

Memoria adiposa

Entre los 10 y los 15 años fui gordo. No es que estuviera rellenito: me apodaban “Tanque”, a secas, y cuando caminaba rápido se me paspaba el cuero del interior de los muslos.

Tal vez por ansiedad, quizá porque así lo requería mi anatomía en la previa de pegar el estirón de la adolescencia, comía como lima nueva y sólo me invitaban a jugar al fútbol si faltaba un arquero.

Mi dicotomía por entonces superaba los límites entre dulce o salado; yo sólo quería comer y hacía estragos con los alimentos.

Podía empezar por el postre o por el plato principal y me daba lo mismo. Lo único que importaba era tragar y tragar para calmar las ansiedades.

Mi madre intentó de todo para morigerar mis ansias. Primero, apelando a cuestiones relacionadas con la salud cuando mencionaba patologías como la diabetes, la hipertensión y no sé qué otras cosas que a esa edad te tienen sin cuidado.

Y después usando las argumentaciones con raíz estética, generalmente coladas entre charlas desmotivadoras en las que dejaba en claro que, con una figura tan poco agraciada, jamás conseguiría novia.

Mi respuesta era siempre la misma: meterme más cosas en la boca y tragarlas rápido, sin masticar.

Durante muchos años comí como un animal sin freno, me salió papada y me movía con dificultad, coqueteando con la celulitis mórbida.

Después de comerme un alfajor santafesino (entero) que un tío dejó unas horas en custodia en casa mientras hacía unos trámites, me empezaron a controlar la dieta.

Mi relación con la comida era grotesca y desmedida. Y todo cambió cuando, ya bien entrada la adolescencia, fui a comprar libros escolares a la peatonal.

Había un grupo de chicas que vendía textos usados en una galería del centro. Fui con un compañero que era muy fachero y ellas le presumieron todo el tiempo en la transacción.

A mí sólo me miraron al último, cuando terminaron con él y me preguntaron “¿Vos qué buscabas, gordi?”.

Desde entonces decidí que enderezaría mis hábitos.

Giro y giro

Me quedé girando frente al espejo un rato más hasta que vino un muchachito joven que hizo lo que hacen todos los vendedores: mentir descaradamente.

–Te queda pintado, varón –sentenció.

–No tengo culo, mirá –le dije mostrándole mi parte trasera–, es como si la espalda pasara derecho hasta las piernas; ¿cómo me vas a decir que me queda bien algo que evidentemente me queda horroroso?

Mi compañera se acercó para interceder ante mi tono de voz, que se elevaba en una mezcla de queja y resentimiento.

–Te queda bien –terció ante el vendedor–, por el calce y por el precio.

Le hizo señas al muchacho para que se fuera y me propuso empezar ese mismo día con una rutina de gimnasia para tonificar.

–Por favor, no le digas nunca a las chicas que estoy en este período tan frívolo con mi cuerpo, me siento un boludo quejándome por esto, pero viste cómo soy de inseguro, imaginate ahora sin esto –dije palmeándome los cantos.

Como el traste

–Estás amargado –observa mi compañera mientras aguardamos nuestro turno en la caja.

Yo tengo la vista perdida en un estante que está lleno de Mantecol y otras golosinas. Me pongo a pensar si no sería mejor volver a engordar.

–Estoy sorprendido –le respondo–, no entiendo en qué momento pasó; ¿será porque dejé las harinas?

Tal vez la dieta modificada (además de barrerme la papada, la flacidez estomacal y las tetas que había ganado a fuerza de tomar Coca Cola y comer criollos) también se había llevado puestos mis glúteos.

Está bien, yo antes no era Julio Boca, pero digamos que tenía un trasero discreto que podía engañar al prójimo si le sumaba un pañuelo y una billetera.

Durante años cimenté parte de mi autoestima sobre los cachetes de atrás después de que una amiga me iluminara con que las chicas se fijan también en esa parte de la anatomía.

Y me quedé tranquilo porque ella me dijo que tenía con qué defenderme.

Pero ahora ese escudo doble que antes me permitía resistir los embates de la inseguridad había desaparecido por completo: visto de atrás parecía, incluso con un pantalón nuevo, un corcho sobre dos palillos.

Culocracia

El culo en Argentina es sinónimo de salud y belleza.

Honramos esa zona de la anatomía humana como las tribus primitivas adoraban los volcanes, y siempre los culos de la gente son tema de conversación, ya sea que venga del cine, el deporte o la farándula.

Vamos hasta el auto en silencio, acomodamos los bártulos y arrancamos.

–Está bien que yo no era Rafael Nadal ni el otro ese que te gusta, ¿cómo se llama? –le explico mientras ella revisa el ticket de compra.

–Zlatan Ibrahimovic –contesta con una sonrisa cómplice en los labios.

–Claro; bueno, no tenía un tujes de esos pero estaba decente, ahora siento que en el medio de la espalda sólo me queda el hueco del c…

–Nos cobraron mal –me interrumpe–; llevamos seis botellas de Taconni pero nos marcaron cuatro.

Me concentro en manejar mientras evalúo la cantidad de bolsas en función del monto de la compra. Ya no sé cuánto hace falta para llenar un carrito, todas las cifras me parecen groseras en relación a los bultos con los que volvemos.

La última vez que puse a tope un changuito es un recuerdo nostálgico.

–¿Hablo yo o pasa un tren sin culo? –le contesto.

Ella se acomoda en el asiento y me mira con atención.

–Ya sé –le digo–, vas a salir con que me querés independientemente de si tengo o no tengo culo y todas esas cosas.

Ella asiente con paciencia.

–Vos me gustás así –explica–, aunque te parezca un cliché, en el fondo sabés que lo importante es cómo somos por dentro; ahora decime: ¿qué hacemos con las botellas que nos cobraron mal?

Me quedo pensando. En las botellas y en los cuerpos de las personas.

En mi familia nadie tiene culo. Es como una epidemia hereditaria. A la hora de ponernos inyecciones corremos riesgos de que nos trepanen los huesos.

Qué extraño es este mundo, pienso mientras mi compañera me mira esperando una respuesta.

En el fragor de la batalla diaria ganamos y perdemos todo el tiempo.

–Nena, me parece que además del culo también se me está por desaparecer la honestidad.



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