Luego cruzó el pasillo, bajó al sótano y mató al prisionero. Pero antes pasó horas en la cocina discutiendo consigo mismo. Igual que en tantas otras ocasiones. ¿Por qué necesitaba hacerlo? ¿Por qué no podía controlarse? Y, por encima de todo, ¿por qué no sentía remordimientos? Entonces bajó al sótano. Para tratar de conocer el arrepentimiento. Aunque sólo fuera por una vez. Nada. Lo mismo de siempre. Transcurrido un rato no era capaz de sentir nada. Un cuerpo ensangrentado sobre el suelo de hormigón. Nada más. Desesperado, cayó sobre sus rodillas y empezó a llorar. Era esa frustración la que le impulsaba a seguir matando.
(Escuchando: The Black Crowes - Ozone Mama)