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Crepuscular sensación de amor



Miércoles en escena. Retratos de escritores sonámbulos reaparecen entre las teclas empolvadas. Comentarios, oraciones inteligentes, onomatopeyas. Las escuelas fueron abandonadas, o más bien desintegradas, de ellas sólo quedan muros y ventanas oxidadas con sus cristales rotos. El polvo que uniforma los colores de todas sus superficies, es un extranjero que, como un parásito, cubrió paulatinamente al ser vivo de su interior hasta liquidarlo por completo. Tal vez los monitores encendidos reproducían actos criminales y los alumnos salieron a buscarlo en un día único. Los profesores poco a poco renunciaron a su vocación y prefirieron las distintas y variadas modalidades “online”, invento adecuado para salvarse de las miradas agresivas y de esas voces... esas voces horribles de engendros humanos incapaces de razonar y de sentir empatía. Pero tampoco esta moda dio resultado, pues también poco a poco las clases a distancia comenzaron a declinar. Nadie supo a fin de cuentas, qué fue de los profesores, a dónde partieron, qué hicieron con sus vidas. Si ya no estaban en un lugar específico de la Tierra, y después tampoco estaban en la virtualidad, ¿A dónde más podrían haber ido? Las cámaras sólo quedaron apuntando a un vacío doméstico, una silla, un refrigerador al fondo, un cuadro con un paisaje ficticio; la única resistencia física que quedaba albergando historias y corporalidades genuinas. Las habitaciones comenzaron a oscurecerse, como extensión de los sepulcros genitales, y desde esa oscuridad, desde esa interminable y cada vez más profunda oscuridad, empezamos a distinguir nuestras extremidades, el tacto, los fluidos y esta crepuscular sensación de amor.


Y una canción surgió entonces, desde un megáfono que no habíamos descubierto, codificada en clave morse y como un frágil susurro:


Perlas vírgenes entre telarañas emulan
el pentagrama triste de las solitarias cicatrices.
En el nombre del padre huelo tu carne,
una vez que firmé mi renuncia a todas las herencias.
El perfume es excusa. En realidad te mastico.
Te mastico como prueba de esta sentencia, de elegir
porque sabemos qué elegimos. Y sin tocar sabemos
qué tersura nos invoca,
qué tersura nos invoca,
qué tersura nos invoca.
La boca besa la boca y el ojo se vacía en el ojo,
y entre piernas nos pacificamos
como porcelanas en la vitrina de la anciana. 








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