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QUE CINCUENTA AÑOS NO ES NADA


 

¡No puedo siquiera suponer lo que uno puede ver en medio siglo!
Cincuenta años es tanto tiempo para aprender, observar, sentir y, sin embargo… ¡Es tan poco!
En realidad, no puedo suponer lo que uno puede ver en medio siglo porque apenas consigo imaginar lo que hubiera hecho yo con ese tiempo si hubiera sido mío. Digamos que hasta los siete años, la vida no nos pertenece. Nuestra infancia es la vida de nuestros padres, su madurez, el camino que han  elegido y, por ello, si la infancia fuera nuestra presumo que seríamos felices simplemente con la libertad de movimiento y el recogimiento cuando el cansancio se hiciera con nosotros. Lo veo en casi todos los niños cuando vamos a pasar un verano entero a un pequeño pueblo de la costa. Parecen incansables y se despiertan preguntando si pueden salir ya. Todo lo que aprendes en esa fase de la vida es porque la vives, no porque la estudias.
 


 
Sin embargo, desde el inicio de nuestra existencia anhelamos la protección, el cuidado, el amor y la compañía que, normalmente, apuntan a la madre y al padre. Seguimos buscándolo a medida que nuestro cordón umbilical va rompiéndose. Pero ahora intuimos que, para alcanzarlo, tenemos que ofrecer algo. Ya no es gratuito como el amor de los padres si es verdadero, ahora hay que dar algo a cambio, sonrisas, belleza, simpatía, contacto y todo aquello que es propio de la juventud que, sin saber que está probando, prueba.
Todo lo que ocurre alrededor es como un paisaje en el que estás pero no lo observas, no lo disfrutas si es bello y tampoco te atormenta si no lo es. Simplemente está ahí y un día, cuando han pasado muchos años, en el repentino documental que echan en televisión sobre aquellos años que compartiste con otros millones como tú, entonces te reconoces en ese paisaje que te parece tan familiar sólo porque estuviste allí.
 
 
Eso me pasa, al menos a mí, cuando retrocedo en la historia hasta donde llega mi recuerdo, cuando el hombre pisó la luna, el hombre del tiempo, eurovisión, Franco, Nixon, Ford, Suarez, Carter, y yo con quince años llegando de una boda tarde a casa sin percatarme siquiera de que mi conducta tendría una consecuencia que hoy no podría decirse públicamente y que todas las madres practicaban, cruzarte la cara a tortas.
Así pasa el tiempo que nos lleva al final de nosotros mismos mientras en el recorrido sentimos la piel cálida del verano o temblorosa del invierno y en nuestra cabeza se han instalado conceptos como las vacaciones, el trabajo, la hipoteca, el novio, la boda, bautizos... Pero… ¡Llega la Navidad! El mejor invento del siglo para los niños que tienen una vida normalizada.
Te dejan comer lo que quieres, juegas, sales, ves la televisión y no te lo prohíben, deambulas algo aburrido sin saber qué hacer hasta que aparece tu amigo de siempre y te bajas a la calle con un balón. Ah, la Navidad cuando tienes vacaciones, de las de verdad, de esas en las que tus padres te dejan hacer casi todo y tu bicicleta, los patines y todo aquello que deseas está a tu alcance.
 
 
Aunque nada es para siempre…
Con esas horas que corren detrás de tu vida, el mejor invento empieza a ser de otros, de los niños que te rodean, los que te arrancan una sonrisa o los que te provocan lágrimas cuando recuerdas a los hijos que no están, o a los que no llegaron, a los que nunca estuvieron porque no nacieron… La vida ya ha crecido lo suficiente en uno mismo y con ella las decepciones, las frustraciones que van más rápidas incluso que las horas y para deshacerse de ellas, hay quien rompe fotografías porque no reconoce su cara en el espejo cuando las arrugas llenan su piel y con cada arruga hay un desamor. Está quien no se cree todavía que le haya pasado lo que realmente le ha pasado y sigue deambulando como si esa vida suya no le perteneciera. Por supuesto, está el que finge que todo va bien porque no quiere la compasión de quien ha participado en su tristeza. Siempre está el que sabe que en este valle de lágrimas, al que aludía siempre su padre, solo le toca seguir luchando. O aquel, como dijo un querido profesor mío, que se cansó de ser bueno y, por ello, todos le llegaron a considerar mala persona sólo porque aprendió a defenderse de sus más próximos semejantes. También el que no quiere recordar sus ilusiones, sus esperanzas y mucho menos que su memoria exista más allá de lo que le hizo feliz así que, desprendiéndose de todo, coge una simple maleta y cruza el océano para empezar el resto de su vida, cuando ya su respiración se entrecorta con el paso de sus pies por las aceras.
Y la vida en la que debías aprender tantas cosas si durabas al menos cincuenta años se repite bastante salvo cuatro momentos que la definen en su destino porque necesitamos un mínimo de cincuenta años para aprender sólo un poco.

 

 

Abimis 2

 


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