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EL PRECIO









Una mujer pequeña entró en el aula, sus canas parecían incipientes, pero sólo eran el resultado de que su cabello había crecido sin haberlo teñido, aun así, no tenía un aspecto descuidado, lo recogía en un moño bajo que le dejaba el rostro totalmente libre, sin cabellos que se deslizaran sobre su mirada con gafas viejas de concha. Las perlas amarilleaban en sus lóbulos en contraste con una camisa blanca que hundía dentro de una falda gris tan larga que le llegaba casi a los tobillos recortados por unos zapatos de cordón.

Llevaba sobre sus brazos cruzados un paquete envuelto y atado con dos gomas haciendo una cruz que dejó sobre la mesa de la Profesora, se remangó la camisa dejando a la vista un reloj diminuto de correa estrecha, negra pero algo agrietada sobre sus muñecas delgadas. Observó a sus alumnas aburridas, somnolientas, casi inertes y balanceó sus manos arrugadas y huesudas, moviéndolas de un lado a otro buscando una tiza en el soporte de la pizarra, luego dio la espalda a la Clase y escribió en el encerado una palabra en mayúsculas que subrayó dos veces, El PRECIO.

Al volverse frente a la clase arrastró sin querer el borrador que cayó al suelo elevando una ligera nube de diminutas y compactas partículas blancas de tiza que salpicaron su falda oscura y la clase se rio. Como si no fuera con ella, musitó el nombre de Adela y una adolescente se acercó a recoger el borrador, pero la dirigió con la mirada al paquete mientras ella levantaba el borrador.
        
 - Distribúyelas- le ordenó- Una en cada primer pupitre de cada columna. Y vosotras- dijo mirando a toda la clase- pasad cada revista a la de atrás.

Todo el colegio sabía que Cinta María, que llevaba el nombre al revés por deseo de su padre que se negó a llamarla como a las Marías Cintas de su época, deletreaba su nombre en su primera clase para que nadie lo escribiera con h e y. Cinta, - repetía- no Cinthya.

Aquella mujer diminuta se había labrado con esfuerzo y constancia la reputación de ser una de las mejores profesoras de la ciudad, escribía artículos en el periódico de la provincia porque fue fundado por su abuelo y el joven director era hijo de unas de sus compañeras del colegio. 

Llevaba más de cuarenta años enseñando Historia, se hospedaba con las monjas, pero como seglar y se decía que tuvo un amor imposible y que estuvo a punto de consagrarse a Dios porque supo que nunca volvería a amar a un hombre como ya lo había hecho. Las monjas del colegio le convencieron de que no tenía vocación porque la fe no podía someterse a críticas racionales ya que siempre perdería. Fue así como todas le hicieron un hueco en sus vidas y fue dejando su juventud entre aquellas paredes que la vieron enseñar a otras mujeres mientras la veían envejecer rodeada únicamente de sus libros.

Cinta María se dirigía a sus alumnas como una actriz en el escenario frente a todo su público, de su pequeña figura emergía una voz alta y clara con la que iba detallando sus lecciones. Todos los años, en la primera clase, informaba de su condición de profesora de Ética para quienes habían optado por la Ética y no por la Religión, recordaba que su asignatura era parte de la filosofía, con una estrecha vinculación con la moral, porque trataba del bien y del fundamento de sus valores, pero no con la religión que se basaba en la existencia de la divinidad.  Era el año setenta y seis y aquella mujer pasaba desapercibida hasta que empezaba a hablar. Aquel día, una vez repartidas todas las revistas, cogió una para mostrar su portada con una mujer semidesnuda en postura erótica.


La dejó sobre el primer pupitre pidiendo a su ocupante que la pasara a la de atrás.  La fotografía paseaba por los pupitres provocando risitas y miradas pícaras de quinceañeras que creían haber descubierto algo prohibido. Cuando la revista regresó a su dueña, preguntó - ¿Alguna de vosotras ha abierto la revista? - Hacia atrás, casi pegada a la pared de la clase, una mano solitaria se alzó esperando a que le dieran voz. - ¿Y? - preguntó la profesora dándole permiso para responder.
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   - La revista contiene varias páginas de una mujer desnuda, pero también habla de política y de asuntos sociales- dijo una alumna anodina, poco dada a destacar por sus conocimientos o estudios.

- - ¡Efectivamente! – asintió la mujer mirando al resto con parsimonia. - La primera lección de hoy- dijo- es que hay que arañar la superficie para encontrar lo que se encuentra en la profundidad, en el interior de nosotros, de la sociedad, de una lectura o de lo que sea. Pero, la inmensa mayoría se conforma con ver solo la portada. Es lo que habéis hecho vosotras, pero lo que también hacen vuestros mayores, la sociedad en su conjunto. La segunda lección de hoy es “el precio”. Si estuviéramos en una clase de economía, diríamos que el precio del dinero es el interés del Banco de España. Pero estamos en una clase de ética y ¿Cuál sería el precio que tendría que pagar alguien, desde la perspectiva de la ética, por hacer algo que perjudique a otro ser humano a cambio de dinero?
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  - A ver... Margarita, tú que viste el interior de la revista- dijo señalando a la alumna de la última fila – dinos cual es el precio.
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  - La conciencia- aseveró la adolescente.
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- - Sin embargo, si ese alguien hubiera tenido conciencia, no habría hecho lo que hizo. Entonces, ¿cuál sería el precio?- le preguntó.
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  - Depende- respondió Margarita- si ese alguien estuviera en una guerra y perjudicara a unos para salvar a muchos más con ese dinero, quizá su comportamiento no fuera tan injusto. Si es un ladrón que perjudica a otro, lo pagará con la cárcel. Si es un gran banco, quizá no pague precio, sino que se convierta en una gran empresa.
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- - Buena reflexión Margarita, - asintió la profesora - buenas ideas, - musitó con la convicción de que alguna alumna pensaba, aunque se sentara en la última fila de la clase y elevando el tono de voz concluyó. - El precio dependerá de las circunstancias o incluso de la civilización, pero siempre se paga un precio, incluso el banco, porque si sus plazos son abusivos, o los intereses y comisiones que aplica, quizá, en lugar de convertirse en un gran banco ahuyente a sus clientes.

La profesora continuó explicando algunos ejemplos. Se dirigió a las alumnas para recordarles que, en la actualidad, sería insostenible construir pirámides con la función que tenían en su época, contener la esencia del rey difunto para toda la eternidad. 
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--  ¿Y el precio de su construcción? - preguntó intentando hilar sus argumentos – Presumiblemente, los impuestos que debía pagar el pueblo por la creencia en la eternidad. Esa eternidad es la que hizo que millares de hombres, de los que se ha descubierto que no eran esclavos sino hombres libres pagados y que trabajaban por turnos, dedicaran toda su vida a esta construcción para ser compensados con ser enterrados en una necrópolis junto a las pirámides, compartiendo la eternidad de su rey. El precio de las pirámides fue la imposición de los más poderosos sobre los más débiles por una creencia religiosa. El de hoy, seguramente sería el mismo pero diríamos que da empleo y eso crea riqueza.


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--¿Cuál es el precio del arte? Preguntó mirando al aire.
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- ¡Dinero!- Gritó la mayoría de la clase.

Una sonrisa algo torcida se reflejó en los labios de la profesora. - ¡Y el dolor! – exclamó haciendo callar a la clase- Prostitutas aseándose en preciosas pinturas, bailarinas sobre sus pies doloridos, hombres y mujeres coloreados con óleos convertidos en una personificación de la soledad. ¿Hay mayor belleza que las mujeres esculpidas en columnas sosteniendo el entablamento de la tribuna de las Cariátides en el templo Erecteión? Quizá creamos que Mnesicles o a Calícrates, autores del templo, se les ocurrió que las columnas podían tener forma de mujer, pero, en realidad, se inspiraron en las damas de Caria, ciudad que se unió al imperio persa contra los helenos y que fue arrasada. Sus mujeres fueron condenadas a llevar grandes cargas en su espalda y cabeza.

La profesora apuró los últimos minutos de la clase para apuntar una frase en el encerado: “Todo tiene un precio”. Recordadlo.

Cuando el timbre sonó Cintia María recogió las revistas, las empaquetó de nuevo y como ya no tenía más clases se dirigió al edificio anexo al colegio donde tenía su habitación. Entró en ella, se quitó los zapatos y se tumbó sobre la cama, luego se recogió en su lado izquierdo y vio una fotografía en blanco y negro de toda su familia, todos sonrientes vestidos de ceremonia en la boda de su hermano el mayor, todos unidos por el vínculo de la sangre que se perdió unos años después de la toma de la foto. Una foto preciosa que ocultaba el dolor que vendría después con la separación entre hermanos.




Abimis 2




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