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Pequeña meditación de la tarde de hoy:




Ciertamente a veces me he preguntado el porqué de esa rara situación en la que suelo acabar en cualquier grupo social, o con cualquier otra denominación, en los que suelo caer. Casi siempre expulsado, casi siempre después de vérseme bien, viene el enmudecimiento; incluso ya no se me saluda y se me da por perdido al habérseme encontrado.

Por desgracia me es imposible vivir solo. (En esta apreciación no entra mi familia). En mis tiempos universitarios, mi largos momentos de soledad pertenecían a la más autentica existencia de mi ser. Parecía que el resto de las criaturas comprendían y amaban mejor, infinitamente mejor mi persona, y dedicaban sus horas a colmar mi vida de dicha y de una serenidad cargada de una gran potencia de luz. Para que esta peculiar y única situación fuera posible, hacía falta algo fundamental: el silencio. Mediante el silencio todos los demás “hablan”. Pero —y es cierto— para entender a dichos seres magníficos del silencio, ellos deben hablar tu mismo idioma. Mejor dicho, debes hacerles hablar en tu propia lengua. No obstante conseguir tener un idioma que ellos puedan reproducir, no es nada sencillo para cualquier tipo de personas. Hace falta haber hablado primero con los lotófagos o con las hespérides; hace falta sentirse pertenecer al Argo; hace falta haber querido de niño, ser abandonado en alguna gruta frente al mar, y jamás volver a ser visto por nadie...

En los pocos momentos de aquel tiempo, en que me era obligado salir de mi habitación en aquella región inaccesible del mundo, procuraba tener el menor contacto con los demás. Intentaba no mirar a nadie, intentaba no tener que dirigir la palabra a nadie. Presurosamente volvía con el deseo de una purificación… Pedía disculpas a mis venerables amigos.

Suelo ser amable. Suelo “caer bien”, entablar alguna conversación que sea manejable, realizar alguna actividad que no sea incómoda con los demás. Todo esto durante un corto tiempo. Luego me aparto de todo y me alejo lo más que puedo; o simplemente, no se me quiere cerca en ningún otro momento. Corto todos los caminos que llegan a mí, y como Hamlet, me hago inaprensible, o tal vez me muestro horrendo como las gorgonas... Qué más da lo que sea, en todo caso… Estoy aquí, pero no me siento perteneciente a este mundo. Yo debería estar en la teogonía, mis días deberían transcurrir sin ocasos. Lo flotante debería ser mi elemento; mis discursos debería consistir en la voz de Natura; debería morir como mueren los lobos... O como hablo en boca de uno de mis personajes:

Felón

Dios de la traición. Surgiendo en el espacio, con una serpiente sobre su hombro izquierdo.

Desnudo y agitado he llegado;

desde Mis Islas flotantes,

donde cada cual tiene su sol.

Donde los encantos soeces

se comportan irreprimibles,

siendo puros en su lascivia.

Con mi aliento sublimo toda negrura.

Hago divinos a los terribles monstruos.

De mis islas: a una,

la ilumina un cubo insustancial;

a otra, un rombo hídrico.

Mi favorita cuelga de una pluma esférica;

y la de mi amada, salta sobre un rugido plano.

Dos asteriscos de rubor, rondan la cercana;

cinco triangulares peces, nadan la lejana.

Y la de en medio, inferiores,

se ilumina con un embrión de águila;

pues sabe rutilar, sostenido en lo alto…

Yo soy Felón, cubierto de hialino fluir.

Del mundo impreciso vengo,

contando las cuentas brillantes

en que su camino transita;

pues he de mostrarles

que en lo impreciso,

el tiempo retoma su antiguo poder.


(Fragmento de Dafne, segunda parte).

Lo fabuloso es mi mundo. Vivo en una montaña rodeada de un abismo y los animales no ven en mí a un hombre...



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