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La premonición de Seurat no fue en la técnica elegida sino en la forma en que la sociedad acabaría convirtiéndose.


 El Impresionismo había surgido apenas quince años Antes de que Seurat compusiese su obra premonitoria. Había surgido el Impresionismo de la visión rupturista de los pintores por mostrar una parte del mundo, esa que nunca antes nadie se habría detenido a exponer claramente en un cuadro. ¿Qué visión era esa tan deconstruida por entonces? Pues la del momento fugaz añadido antes eventualmente a cualquier evento del mundo mínimamente relevante. Porque todo lo representado antes había sido o la vitalista escena humana prodigiosa o la grandiosa parte más natural de un paisaje del mundo. Nunca se había fijado en una obra pictórica aquella parte del mundo que no tenía nada importante que describir. Nada importante, excepto aquella sobrevenida forma luminosa que, ahora, vibraba insigne o curiosa en un lienzo artístico. Era ahora, con el Impresionismo, la estética sin más. Era el motivo del medio transmisor no del emisor ni del receptor en lo visible del mundo. Era todo lo que no se paraba nadie a mirar antes, a menos que no tuviera nada significativo que mirar... Los pintores impresionistas hicieron la revolución estética más sobrecogedora que se pudiera crear en aquellos años finales del siglo XIX. Porque con ellos se acabaría de golpe el sentido, se acabaría el mensaje, se acabaría el contenido, se acabaría todo por lo que los creadores habían mostrado antes la pasión estética más arrebatadora que pudiera existir: el éxtasis artístico de lo más grandioso. Así que, ahora, a cambio, cuando los seres humanos, cansados de la agitación de la imagen artística grandiosa, fueron a buscar ya la más sosegada, distante, elusiva, marginal, evanescente y sesgada imagen que se pudiera obtener del mundo, alcanzaron a componer la intención estética más exitosa que un incipiente Arte moderno tuviera a bien hacer por entonces. Porque el Impresionismo fue el Arte moderno de la segunda mitad del siglo XIX. El rechazo fue absoluto por los críticos y el público, nadie pensaría entonces (1870) que ese Arte marginal pudiera progresar. Sin embargo, los impresionistas nunca se desanimaron y llegaron a evolucionar, con múltiples variaciones de su propio estilo, la forma en la que la luz pudiera reflejarse en un lienzo. Pero, además, en la propia manera en que ese mismo reflejo pudiera expresarse, sin desmerecer, con sus fugaces alardes estéticos. 

Georges Seurat (1859-1891) sería uno de esos innovadores impresionistas que se obsesionaron con el modo en que el color se representaría en un lienzo. Los colores antes de los impresionistas se habían compuesto siempre en su paleta por los pintores de la historia. Antes de que el color final decidido se fijase en el lienzo artístico, se obtenían ya sus resultados en la paleta del pintor, nunca en el propio cuadro ni, por supuesto, en el ojo sensible del espectador. Esto último fue lo que el Impresionismo lograría verdaderamente: que los ojos del receptor de una obra fueran el agente efectivo del resultado final de la tonalidad de una parte del mundo. Seurat iría incluso mucho más allá todavía. Entendería el original artista francés que la composición de una obra de Arte no tendría nada que ver con las formas geométricas tradicionales, ni con las líneas, ni con las gradaciones, ni con las manchas, ni con las pinceladas ni con las matizaciones. No, tan sólo con el punto geométrico... Así, ahora, con los puntos diversos y sus colores representados en el lienzo se formarían la trama, la forma, la audacia artística o la expresión más determinada de una impresión estética. El Puntillismo, sin embargo, no fue más que una innovación pasajera en el Arte, no consiguió más que hacer de una tendencia artística una novedad técnicamente curiosa. Fue la adaptación científica de los colores y de sus combinaciones para obtener, con todo ello en el propio lienzo, la creación artística más impresionante. Pero, a diferencia de lo que Leonardo da Vinci había teorizado ya en el siglo XV, el Puntillismo de Seurat revolucionaba ahora el sentido estético de los colores absolutamente. Lo hacía con el tiempo, elemento impresionista por excelencia, pero también con el espacio... Ahora, con el Puntillismo de Seurat, había que alejarse lo bastante para no confundir el color con los meros puntos geométricos, la técnica con el objeto final, o el sentido inexistente con la forma estética... A diferencia del Impresionismo, el Puntillismo era formal o plásticamente más geométrico, más equilibrado, aséptico, rígido, antropomórfico o desnaturalizado. Así lograría el pintor francés Georges Seurat en el año 1886 finalizar una obra paradigmática del Neoimpresionismo puntillista, Una tarde de domingo en la Grande Jatte. La técnica puntillista ahora es totalmente visible, no la ocultaría el autor francés con nada que pudiera dejar de sentir aquel espíritu innovador de una forma estética equilibradamente científica. 

Una modernidad avanzada fue el Puntillismo de Seurat, una técnica impresionista que aturdiría en los años finales del siglo XIX. Sin embargo, no prosperaría en el Arte. Los pintores postimpresionistas ganaron, finalmente, la batalla artística a los neoimpresionistas. Cuando los pintores impresionistas más díscolos, los postimpresionistas, descubrieron la emoción del momento impresionista, no solo su evanescencia sino su emoción más humana, obtuvieron del público su aceptación artística más elogiosa, aunque ésta ellos nunca la sintieran mientras pintaron. Fue el caso de Van Gogh, de Gauguin, luego de Cezanne... Pero, antes de eso, apenas solo unos años antes, el pintor más entusiasmado con la forma coloreada causada por multitud de puntos articulados, conseguiría llevar a cabo la premonición más distanciada y profética de todas las habidas alguna vez en la historia del Arte, de todas aquellas que en una obra de Arte pudiera haber tenido alguna vez el mundo antes. Y no lo fue ya por la composición asimétrica de la obra ni, tampoco, por su estática forma milimétrica de componerla. Tampoco lo fue por la sensación de quietud o de calma que se apreciaba en la obra puntillista. No lo fue siquiera además por su perspectiva cónica, tan profunda o desentonada. No lo fue tampoco por la crítica social a unas maneras burguesas hipócritas, como la que se pueda deducir de la acompañante femenina (con la extravagancia del mono domesticado que se asociaba a una meretriz sexual) del caballero altivo del primer plano. No lo fue del mismo modo por el contraste de diferentes clases sociales, ahora unidas aquí, pictóricamente apenas, por el instante estético compartido en la sombra. No lo sería tampoco por el sombreado de una parte del lienzo, la más cercana al espectador, opuesta ahora a la de más atrás, símbolo esto tal vez de una sociedad más atribulada frente a otra más animosa (los colores cálidos mostraban en el Puntillismo, decía Seurat, más alegría frente a los fríos, que designaban un más seco histrionismo). No, no fue por todo eso por lo que el pintor neoimpresionista Seurat se adelantara, con su premonición estética del futuro, a lo que sería la sociedad humana muchos años después, esa sociedad que él apenas representaría simbólicamente... Una sociedad ahora sin atisbos de comunicación física, sin emociones, sin desencantos siquiera, sin mezcolanza, sin masificación. Con distanciamientos, con soledad apenas compartida, con la languidez tan obtusa de la meditación subjetiva de cada uno de los detenidos miembros de la misma. Así la presintió Seurat sin proponérselo incluso, sin entenderlo por entonces, solo con los meros alardes pictóricos de su audaz técnica impresionista. Pero, sin embargo, con los atributos estéticos más desasosegados e inquietos de una representación premonitoria, de una profecía terriblemente autocumplida... ciento treinta y cuatro años después.

(Óleo sobre lienzo Tarde de domingo en la isla de la Grande Jatte, 1886, del pintor neoimpresionista francés Georges Seurat, Instituto de Arte de Chicago.)




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