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El sentimiento, el arte, el deseo, la necesidad..., o la prestidigitación más sublime de lo incierto.



No se trataría tanto de alcanzar la verdad sino Ahora más bien de algo verosímil acerca del mundo... De un relato vital que, de tanto repetirlo, los seres humanos lo tuvieran a mano siempre para poder resistir los duros reveses de la incertidumbre. En los inicios de la humanidad el amor sentimental fue un concepto ideado para satisfacer, según algún tipo de ley natural, una necesidad misteriosa en la vida humana: la de que el ser humano ha de amar con todo su ser a aquello que no ignora que se lo debe todo. Porque para existir el hombre había de haber sido creado antes, y la fuerza poderosa de ese Sentimiento de amor llevaría al ser humano a componer el sentido misterioso de un poderoso creador. A la conciencia de una deuda tan grande le correspondería, por lo tanto, un amor extraordinario. Ese amor para el hombre lo constituiría todo, sería como un estado de derecho personal ineludible, de integridad total con su propia naturaleza más íntima. Es por lo que, si le faltase ese sentimiento poderoso alguna vez, no tendría ya que ver esa falta con su esencia sino con alguna circunstancia accidental ajena a su naturaleza. Y así fue como buscaría entonces una reparación para tratar de volver a sentir lo mismo de antes... Esta fue la representación metafórica del Génesis bíblico, de aquel relato donde se describía la caída y redención posterior -restitución de aquel sentimiento amoroso- del primer hombre en la figura de Adán. El creador sería así el garante de la restitución tan querida por el propio ser vulnerable. Fue llevada a cabo porque existía una imagen y una semejanza entre lo creado y el creador. La imagen consistía en la misma capacidad de los dos seres -criatura y creador- ante la necesidad universal ofuscadora de la libertad; porque ésta, la libertad, a la vez la personal y la sagrada, impediría que la necesidad universal fuese algo inevitable. La semejanza, por otro lado, era la capacidad poderosa frente a la maldad y la miseria humanas -el sufrimiento-; y ambas cosas serían sojuzgadas por la libertad de esa naturaleza tan semejante con el creador. La libertad ante la necesidad no podía perderse nunca porque formaba parte siempre de la naturaleza del ser. Pero, las otras dos capacidades, la libertad ante el mal y la libertad ante la miseria, sin embargo, podían llegar a perderse por la falta accidental de aquel sentimiento sagrado. Porque se puede elegir ahora el bien -o no elegirlo- y complacerse también así luego de estar libre de miseria. Es por lo que, como en la metáfora bíblica, el ser humano con la redención de su amor estaría ya libre del mal y de su satisfacción ante la miseria. 

Cuando el mundo cambiase en el siglo XVIII la forma en la que los seres viesen el sentimiento, ya no como una debilidad racional sino como una exaltación poderosa, la sociedad empezaría a querer sustituir aquella redención bíblica de antes por otra más cercana, terrenal o menos temerosa. Así fue como el Romanticismo arrasaría con la forma en la que el sentimiento fuese representado y vivido ya en el mundo. Y fuese utilizado además para entenderlo con la misma apariencia de aquella teología sentimental, esa relación que siempre habría servido para comprenderla o enaltecerla con el mismo afán amoroso emocional. Porque ahora, a cambio de una divinidad trascendente, el objeto del sentimiento amoroso humano era el propio ser humano mismo. Los conceptos de imagen y semejanza eran sustituibles además, ya que existían también en el mismo ser humano, iguales en su sentido sentimental con los dos sexos. ¿Lucharían entonces ambos sexos del mismo modo ya contra la maldad y la miseria atávicas? ¿Ejercerían del mismo modo también aquella libertad los dos seres humanos para poder prosperar en el mundo? ¿Caerían desesperados ambos a la búsqueda de una posible redención, al parecer en su caso del todo imposible? El amor era la misma fórmula utilizada tanto para unirse a lo sagrado inasible como a lo efímero terrenal. La diferencia estribaba ahora en la caída... En un caso, la caída metafísica, era un accidente ocasional salvado ahora por la libertad personal tan poderosa; pero, en el otro, en la caída física, era una parte integrante de su propia naturaleza malograda. Porque ahora la falta de amor humano, a diferencia de aquel sentimiento teológico fallido, estaba íntimamente unida a la naturaleza tan cambiante del ser efímero. No sería ya un accidente casual lo que llevaría al desamor en los seres enamorados terrenales, sería la propia esencia interior tan inconsistente de los humanos la que dispondría así de ese sentimiento pasajero. No hay redención, por tanto, en la caída del amor humano terrenal, como sí la había, a cambio, en la caída sagrada de un sentimiento universal. La imagen terrenal representada de efusión amorosa ante las figuras convulsionadas de una pasión sentimental, no era más que la manera de expresar un deseo romántico que, socialmente ya en el siglo XIX, aventuraba por entonces una nueva frontera cultural diferente. Por eso el pintor francés decadentista René-Xavier Prinet compuso así de extraordinario el ímpetu amoroso del deseo humano más pasional en su decadente obra romántica. No pudo expresarlo mejor que con los símbolos estéticos de la desesperación más apasionada entre las sombras artificiales de un silencio apenas comenzado. Porque justo es ahora, al terminar la música propiciatoria, cuando inmediatamente empezaría ya el amor sentimental tan desaforado. No habría ahora sentido ya, por tanto, nada más que un impulso desabrido ante las deterioradas notas, todavía inexistentes, de una melodía aún por empezar. 

Cuando el Barroco de Murillo quiso elogiar un desenvolvimiento místico ante las enajenadas falsedades de un mundo miserable, el pintor español compuso entonces la escena de un sentimiento tan sagrado como la rémora impenitente de aquella redención universal. Ahora el ser abrazará a su amado creador con la matización reverente de un sentimiento poderoso. No hay finalización ni desarraigo en ese sentimiento, como no hay tampoco pasión ni estremecimiento en su modo trascendente de experimentarlo. La semblanza de este sentimiento amoroso era la misma que la libertad creadora propiciara antes de aquella caída frente a la necesidad, a la maldad o a la miseria. Es el ser expresando ahora su sentimiento ante el ser permanente que lo crease.  Existen entonces así dos sentimientos, el terrenal, cuya impresión expresiva es momentánea dada la misma naturaleza de la que además estará compuesta la miseria; y el sagrado, cuya expresión representada es eterna por ser una imagen exacta de una esencia permanente cuya circunstancia accidental sólo cambiará parte de un devenir aún más poderoso. El sentimiento en este último caso no tendría un fin porque no tendría un principio, ya que es parte consustancial de la esencia universal de los seres relacionados. Así fue como el pintor español del barroco sevillano compuso su obra mística tan extraordinaria, con el componente extemporal de un sentimiento ahora sin medida. No hay ahora aquí comparación alguna con el sentimiento humano terrenal del Romanticismo decadente del pintor francés. Uno nos demuestra una necesidad angustiosa y el otro una libertad salvadora. Porque para el deseo impetuoso de pasión romántica terrenal no hay libertad posible, ya que ambos seres humanos están llevados ahora por la necesidad más universal. Para el sentimiento de amor sagrado, a cambio, es la libertad lo que permitirá ya esa unión tan poderosa para siempre. No hay más que libertad elogiosa en el cuadro barroco porque la emoción trascendente de luchar vencerá así la fuerza desastrosa del desarraigo y la maldición más caprichosas. Una emoción que surge ahora de la verdad y que no ocultará ya sus sentimientos nunca, que no huye tampoco, que no siente temor, ni ofuscación, ni descomposición, ni deseos insatisfechos ni inclementes. Pero, sin embargo, para cuando la música emotiva romántica volviese a sonar otra vez con fuerza melodiosa en la visión del cuadro decadente, la capacidad de ese amor pasional tan romántico acabaría ya diluida para siempre entre la verdad temporal más veleidosa de sus propios sentimientos tan dramáticos.

(Óleo La sonata Kreutzer, 1901, del pintor romántico-decadentista francés René-Xavier Prinat, Colección Privada; Lienzo barroco San Francisco abraza a Cristo en la cruz, 1669, del pintor español Murillo, Museo de Bellas Artes de Sevilla.)



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