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La salvación está en el equilibrio entre aceptar y elegir salvar a otros de lo mismo.



La leyenda tiene la cualidad de poder adaptarse a cualquier final heroico, épico o sabio que su autor y sus propósitos deseen plasmar para el futuro. El Arte, luego, tiene la de expresar con belleza o emoción la pasión, el sentimiento o la reflexión que llevarán o al mayor momento de dolor o al más placentero instante de esperanza ante alguna salvación. Los seres humanos serán manejados a veces por un destino ingrato consecuencia de la decisión cruel de algunos de sus semejantes. No es Ahora la voluntad de un universo intangible  sino  el desatino malévolo  de una voluntad humana lo que llevará a propiciar un destino tan terrible. Aun así, los deseos misteriosos de un universo sorprendente llevarán luego a salvarse ante la cruel  amenaza de un designio indiferente.  Fue el caso mitológico de Ifigenia y de toda su trágica familia atrida. Cuando su poderoso padre Agamenón decidiera marchar hacia Troya para ganar una guerra, los auspicios le dijeron que sólo podría izar las velas de sus naves ante una tormenta tan fiera sacrificando a Ifigenia. La leyenda es como el universo sorprendente, puede tener ahora tantas lecturas como autores diferentes. Inicialmente la hija de Agamenón moriría en el cadalso de su sacrificio griego, pero otros poetas idearon luego que se salvara ella mejor cambiada al final por un ciervo gracias a una amable diosa. En cualquier caso, las naves griegas izaron sus velas y navegaron decididas hacia Troya, a la vez que una vida era sacrificada por la cruel decisión de un augurio indiferente. La diosa Artemisa salvaría en un último momento a Ifigenia llevándola luego al país de la Táuride, donde acabaría convertida en una sacerdotisa de su propio templo, un cruel ahora sagrado personaje que sacrificaría, a su vez, a otros humanos que osaran profarlo. 

El pintor francés François Perrier llevaría a Francia el Arte barroco tan decorativo de Italia. En el año 1633 compone su obra El sacrificio de Ifigenia. Es una composición barroca extraordinaria porque diversos elementos iconográficos se combinan ahora para producir emoción y belleza justo en el mismo  momento anterior a la tragedia. Vemos a la diosa Artemisa con el ciervo que sustituirá a Ifigenia en su propio sacrificio. La pintura barroca maneja aquí las formas y los colores de una manera muy expresiva. Hay diversas formas mezcladas en la obra, muchas formas diferentes representadas ahí: regulares, curvas, humanas, atmosféricas, terrenales, divinas, materiales, aviesas o salvadoras... Hay colores también de casi todos los matices cromáticos: verdes, ocres, rojos, amarillos, blancos, grises, marrones y azules... La composición está muy aglutinada por la propia configuración tan ajustada de la escena dramática. Todos los elementos de la escenificación de aquel sacrificio están aquí juntos plasmando, casi en un único plano, el sentido más artístico de una obra barroca. Están ahí la crudeza, la violencia y su decisión por un lado, pero, también estarán la aceptación, el ruego, la adoración o el candor por otro. Hay dolor y hay esperanza. Hay movimiento y hay quietud. Hay maldad y hay bondad en ese cruel instante dramático. La leyenda de los Atridas es la historia de la leyenda del linaje trágico de Agamenón, consecuencia de una maldición de sus antepasados que determinaría así el futuro trágico de toda su familia. Al sacrificio de Ifigenia se uniría luego el parricidio y el matricidio más terrible. Después de tanto tiempo como se prolongaría la guerra troyana -casi diez años- la esposa de Agamenón, Clitemnestra, acabaría enamorada de Egisto, un primo de Agamenón. Deciden entonces ambos asesinar a éste a su regreso de la guerra. Cuando Orestes, hermano de Ifigenia, conoce a los autores de la muerte de su padre, elije acabar con la vida de los asesinos, aunque uno sea su propia madre. Este matricidio sería fatal para Orestes ya que su propia conciencia y las  furiosas Erinias -seres míticos femeninos vengativos perseguidores de culpables- acabarían así por gravemente trastornarle.

Huyendo de las Erinias por el mundo trataría de encontrar pronto solución a su tormento. El dios Apolo le vaticinaría que la única forma de salvarse era ir al santuario de Artemisa en la Táuride, tomar la estatua de la diosa y traerla a Micenas. El santuario se encontraba en el reino de los tauros, hacia el este a través del Ponto Euxino (mar Negro) hasta llegar al Quersoneso. Iban con él varios compañeros de Micenas y todos ellos fueron descubiertos al acceder al templo de la diosa. Artemisa había ordenado a Ifigenia que sacrificara como sacerdotisa a todo aquel que osara entrar a su templo. Cuando los autores del sacrilegio son presentados a Ifigenia, ambos hermanos se acaban reconociendo, pero ella comprende que debe silenciarlo si desea salvar a Orestes del sacrificio. Es entonces cuando en la estética del mito la reflexión decidida sustituirá a la pasión malévola. Para esto qué mejor representación de Ifigenia que la del pintor clasicista alemán Anselm Feuerbach (1829-1880). En su obra neoclasicista vemos la figura serena de Ifigenia reflexionar ahora segura sobre el destino que le acontece, ese mismo destino que, ahora solo entre sus manos, podría salvar a Orestes. Piensa así cómo convencer a los pobladores del reino y sus gobernantes para poder huir y salvarse con Orestes y sus acompañantes. Como su hermano a contaminado a la diosa en su intento de tomarla, les dice a todos los pobladores de la Táuride que la estatua debe ser purificada con agua de mar. También que ante la afrenta sacrílega no debían salir ellos de sus casas para no ser contaminados tampoco. Llevará a los asaltantes con ella hacia un barco para también ser descontaminados. Al final, en la tragedia griega o en los relatos posteriores, se  dejaría a Ifigenia pronunciar esta sutil alabanza: Oh, hija de Latona, sálvame esta vez de ser sacrificadora. Condúceme a la Hélade, lejos de esta tierra bárbara, y perdona mi latrocinio. Tú que amas a tu hermano, diosa, piensa que también yo amo al mío...

Era la transformación estética de una realidad trágica por la decisión compasiva de una realidad muy distinta. Era la pasión del Barroco de Perrier convertida ahora en la reflexión del Neoclasicismo de Feuerbach. Dos emociones estéticas, la pasión y la reflexión, muy difíciles de reconciliar siempre en la vida, más aún en un mito que trataría de ofuscar las acciones de una familia en su afán por salvarse. Pero, sin embargo, la tragedia abandonaría por un momento la crueldad insalvable, esa misma que gravitaría siempre infame entre la maldad de los hombres. Lo haría ahora para, olvidándose Ifigenia de su anterior sufrimiento, poder elegir salvar a otros de lo mismo que ella había sufrido un tiempo antes. En la obra neoclásica el equilibrio de las formas contrasta con el poder mayestático del maravilloso desequilibrio estético de la barroca. Ahora, Ifigenia es ella misma eligiendo en libertad ante la visión sosegada de un paisaje de esperanza. No Hay Otra Cosa que esperanza en la visión de la obra clásica de Feuerbach, pero una forma de esperanza muy decidida, auspiciada así conforme a la realidad de un mundo, sin embargo, ahora algo más complaciente que el de antes. Porque aunque no hay otra cosa que maldad en las decisiones de los humanos que afrentan a otros, no hay más que salvación, sin embargo, en las decisiones humanas que ahora piensan en otros. Para el Arte la visión de ambas obras llevará a comprender el sentido de la vida frente al sentido de la muerte. En un caso es desde la pasión desenfrenada, en el otro desde la reflexión más serena. ¿Cuántas decisiones no podrían haberse salvado siempre así de acontecer esta última? La postura de la vida que toma el Arte es la de mostrar, equidistante, las dos caras opuestas del acontecer humano. Para vivir hacen falta conocer las dos, para la belleza, sin embargo, tan sólo una es necesario comprenderla. Entre medias, la salvación seguirá languideciente a veces estando apenas vaticinada por la serena indecisión menos compasiva de los hombres.

(Óleo El sacrificio de Ifigenia, 1633, del pintor barroco François Perrier, Museo de Bellas Artes de Dijon, Francia; Cuadro Ifigenia, 1862, del pintor neoclásico Anselm Feuerbach,  Darmstadt, Alemania.)


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