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PIEL DE HADA



Ilustración y prosa de Oswaldo Mejía.

  (Derechos de autor, protegidos)




La incapacidad de sentir “amor de pareja” fue otra secuela que me dejó la temprana muerte por suicidio de mi hermano Carlos Miguel, pasé mi juventud, imposibilitado de enamorarme. Mi alma siempre se vio alertada por una voz interior persistente que me repetía “Las niñas hacen daño y si te enamoras pueden hacer que te suicides por ellas”.

Con apenas quince años de edad ya había devorado a García Márquez, Edgard A. Poe, Hermann Hesse, Julio Cortázar, y otros. No sólo los había leído, sino que la fantasía de su literatura se había anidado en mí alimentando mi delirante visión del mundo, era un joven demente con una locura culta sustentada por una filosofía autodidacta pero honesta conmigo mismo. Era casi un delincuente juvenil y sin embargo tenía la capacidad de apreciar a mi manera, el dramatismo de las esculturas de Giacometti, o los delirios de Margritte, Giorgio de Chirico, Hyeronimus Bosch y Dalí.  En lo que respecta a la música escuchaba a Hendrix, Janis Joplin, Black Sabbath, Jefferson Airplane, Iron Butterfly y otros grupos musicales de aquella fructífera época. No los escuchaba por diversión, lo hacía para volar con ellos a cielos perturbadoramente desconocidos pero que me sabían deliciosos. Todo ello me alimentaba el espíritu, me Estaba gestando como un artista.

Por aquel tiempo en Casa estaban haciendo unas reparaciones en mi dormitorio y por tanto habían instalado momentáneamente mi cama en una habitación que servía de almacén de insumos para un centro de enseñanza de repostería que funcionó en nuestra vivienda por un tiempo, y que mi madre administraba y dirigía. Fue entonces que llegó a pasar una temporada en casa una señora de veinte y seis años a fin de ayudar a mi madre con sus quehaceres.

La joven señora, a quien llamaré “Emerita”, era una voluptuosa mujer de piel muy blanca y unas piernas divinas que apenas si las cubrían las diminutas y ajustadas minifaldas que solía usar.

Una tarde en que me hallaba durmiendo la siesta fui despertado por el ruido que hicieron sus tacones al andar; medio somnoliento, la vi recostada sobre una enorme mesa que se hallaba justamente frente a mí, con el torso apoyado sobre el tablero, y tratando de coger insumos que no estaban muy al alcance de su mano; esta posición dejaba expuestos ante mis ojos sus hermosos muslos y parte de sus nalgas al desnudo. Estuvo largo rato moviendo de lugar bolsas y cajitas mientras yo seguía muy concentrado en los movimientos ondulantes cual danza ritual erótica que sus piernas y nalgas ejecutaban. Una vez conseguido lo que necesitaba, se irguió, se fue y yo me quedé con el regalo del recuerdo de aquella deliciosa visión. Para mi sorpresa, al día siguiente, como si se tratara de un guion, la escena volvió a repetirse. El ruido de los tacones anunciándome que el espectáculo estaba por comenzar: La faena de buscar, ordenar y rebuscar objetos, siempre tendida sobre la mesa y el seductor bamboleo de su magnífica anatomía para mi deleite visual. Era una cita no pactada con palabras a la que ambos asistíamos todas las tardes, yo como espectador y Emerita como la única protagonista de la obra. Con mis quince años, aún era casto y lo que me estaba ocurriendo eran experiencias completamente desconocidas.

Claro que la voz interior seguía alertándome sobre “lo peligrosas que podían resultar las mujeres”, pero los dictados de nuestras hormonas son imperativos y mi humanidad no era la excepción de la regla. Lógicamente sentía una inmensa atracción por las mujeres, pero desde una posición defensiva “Ve con ellas, busca su piel, pero sólo eso o te harán daño”.

Ahora mi obsesión eran las piernas de Emerita pero me sentía incapaz de hablarle del asunto, la veía como una señora a quien ni por asomo debía faltarle el respeto.

Quedan esclarecidas en este relato, las obsesiones recurrentes que invasivamente acompañarían cuanta expresión artística abordarían en mi vida: La soledad, la ansiedad, la depresión y mi devoción por el cuerpo femenino. Mi taller se iba atiborrando de hojas de papel con garabatos y dibujos sobre las formas femeninas mostrando su desnudez, lo cual no era una simple manifestación de morbo o lascivia; en mi subconsciente el desnudo simbolizaba sinceridad. Aún era un niño iletrado y sin la erudición necesaria para estar a la altura de las circunstancias, sin embargo ya iba armando mi arsenal de simbologías a través de las cuales me pronunciaría artisticamente: Los cuellos alargados darían majestuosidad y las piernas con muslos regordetes y canillas desmedidamente largas, serían emblema de languidez y delicadeza.

Mi taller de arte estaba en una habitación contigua al dormitorio de Emerita. Esa mañana mis padres se habían ausentado de casa; yo me encontraba arrodillado puliendo una de mis esculturas, cuando ella apareció con todo su esplendor, luciendo una minifalda marrón muy apretada que amenazaba con reventar ante las caderas y muslos que a duras penas contenía. Embriagado por la tentadora visión de esa hermosura, con unas ojeras que delataban la modorra de quién recién abandonó la cama. La simple observación de su apetecible anatomía que con tanto descaro enseñaba, ponía mi sangre en ebullición, ya no podía pensar, sólo perturbarme ante sus caderas, sus muslos, todo aquello que me enloquecía de manera lujuriante mientras la desnudaba con los ojos enrojecidos, ávido de deseo.

- ¿Qué haces?- preguntó a la vez que se acercaba a mí. Parecía flotar en el aire, yo nunca la vi dar un paso, sólo reparaba en sus muslos frotándose entre sí, cada vez más cerca. Cuando llegó a mí, se puso de cuclillas y fue entonces que descubrí que no llevaba ropa interior. Sabedora de mi apetencia, la muy astuta tomó mi cara con ambas manos y me besó en la boca en el preciso instante en que oímos unos ruidos en el primer piso. Emerita se puso de pie y rauda se fue a su dormitorio.

Instantes después la oí bajar. “Ah, no, esta vez no te me escapas” pensé y la seguí hasta la cocina. Cuando la tuve a mano la abracé por la espalda, pero ella me detuvo con hosquedad y dijo: -¡No, vete!- No conseguía entenderla, no comprendía nada, entonces insistí pero las negativas continuaron ¿Cómo era posible que la mujer que hacía unos momentos se mostró tan dispuesta, me rechace así, tan rotundamente? Metió la mano entre en sus senos y sacó unos billetes.

- ¡Toma! - me dijo, haciéndome un guiño que estimé sarcástico - Con esto puedes ir a uno de esos sitios donde encuentres una puta que te de lo que quieres. -

Sus palabras, su desprecio, fueron un cachetazo a mi dignidad como varón; me hirió de tal manera que arrojé los billetes al piso con el mismo desprecio con que me los entregó, sumando rabia e impotencia.

- ¡No quiero a ninguna puta, te quería a ti! - Y me fui rumiando mi ira y la contrariedad de saberme humillado. A mi corta edad estaba enfrentando sensaciones y emociones muy encontradas y retorcidas.

Al día siguiente Emerita se fue de casa, casi me atrevería a jurar que fue por el incidente que acabo de narrar. Se marchó dejándome con la idea de que era así como dañaban las mujeres: Te tientan, te seducen, se ofrecen y luego, cuando caíste en su juego, te niegan y desprecian; con desdén, con crueldad, así, con esa frialdad, conseguían que un joven o un hombre se mate.

Pasaron casi dos semanas. Me encontraba solo en casa trabajando en mi taller, cuando escuché unos toquidos a la puerta, y su voz - ¡Hola! -. Mi ritmo cardiaco se aceleró; era ella, Emerita, la mujer que me tenía a maltraer, la hembra que anhelaba con toda mi castidad convulsionada. Corrí, bajé las escaleras y la vi, tan esplendorosa y deliciosa como siempre. Debo destacar que Emerita no era una mujer muy bonita, pero de la cintura para abajo era realmente una tentación que avivaría el fuego de cualquier hombre.

Pletórico de entusiasmo, la saludé y ella me correspondió con igual frenesí. Entonces la besé y la arrinconé contra la pared, y empecé a manosearla con frenesí. - ¡Aquí no! - sonó la voz imperativa y cortante de Emerita en el instante mismo en que le subía la falda. - Vamos a tu taller. Espérame aquí, yo te llamo y subes. - Mi corazón amenazaba con desbocarse al tiempo que sentía mi miembro inflamado ¡Estaba a punto de completar mi iniciación como macho humano! Esperé unos minutos que se me hicieron una eternidad. Me preparé mentalmente para menguar en algo mi ansiedad.

la espera se me hizo insoportable Esa eternidad concluyo cuando escuché su llamado, subí, abrí la puerta, y ante mi mirada estaba Emerita completamente desnuda, con el porte de una Diosa. No tardé en recuperarme de mi estupor y ágilmente me acerqué para besarla con desesperación, llenando mi boca con su aliento, mezclando nuestras salivas, mis manos apretando su blanca piel al tiempo que mi ropa iba cayendo. La cargué en brazos y la acosté en un amplio sillón que usaba para descansar; Emerita no presentó resistencia, al contrario, se mostraba dócil y dispuesta, no desaproveché la ocasión y sucedió lo que tanto ansiaba, penetrar en su interior, sintiendo cabalmente el hechizo que posee una mujer cuándo entrega su cuerpo.

 Me sentí hijo, me sentí padre, me sentí un “Semi-Dios”, indivisible, esencial. Ya era todo un hombre… Había adquirido la sabiduría sobre ello para expresarme a través de mi arte… Con mis manos de artista podría hablar de lo que simboliza ser “UN SER HUMANO”.



 (Pieza única. Año 2016. Medidas: 80 X 53 cms. Precio $.600 dólares americanos)




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