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300. Paseando al perro

300. Paseando Al Perro

    Como cada mañana, Cañardo, inquieto de naturaleza y de apretones estomacales centrifugados, espera ansioso su paseo crepuscular. Su mirada, aunque canina, deja entrever una inexplicable humanidad y la nada. Y por consiguiente la misma opacidad que percibo en el noventa por ciento de mi entorno social y en el cien por cien de la casta política. 

    Por otra parte, tan singular sabueso carece de gustos sofisticados: le basta con comer a deshora y dislocar el hombro de Eufrasio, su dueño, cuando arranca de su posición para olfatear los esfínteres de otros canes. En los momentos de sosiego, Cañardo orina en lugares inaccesibles para el humano, se lame el escroto con fruición, y ladra a los vehículos con rotativos luminosos y a los pizzeros motorizados.

    Esta mañana, Eufrasio y yo nos miramos y ratificamos que Cañardo, que también nos mira intuyendo nuestra debilidad, va a utilizar todo su repertorio. De modo que nos pertrechamos con todo el equipo de supervivencia, consistente en un látigo, un collar asfixiante, un puño americano y una bolsa de plástico ignífuga XXL, puesto que el chucho no sólo depone en lugares indebidos, sino que sus heces son del tamaño de la rueda de un tractor. 

    También ropa cómoda y adecuada para la lucha de especies: un gorro de invierno cuya palabra estampada no es otra que la amigable y universal motherfucker; una gastada sudadera en la que apenas se aprecia la portada de un disco de Anthrax del 83; una chupa de cuero toda parcheada con logotipos de grupos de metal que mire por donde se mire parece el cartel del Hellfest; unos tejanos con más kilómetros de rodaje en la lavadora que el nardo de tito Siffredi en el porno, y unas botas de recio cuero por si hay que patearle el costillar o la huevada.

    Así pues, vamos los tres transitando la calle bajo un desapacible cielo invernal, cuando de súbito, los noventa y tres kilos de Cañardo esprintan hacia una farola cuya base está bautizada con meadas añejas y recientes. En tan enérgica acción derriba a Eufrasio que a su vez me derriba a mí, y ambos aterrizamos en una acera moteada de chicles y escoria diversa. Mientras recobramos la compostura y  Cañardo olisquea, haciendo footing aparece nuestra vecina Preciliana, una hippie recauchutada de cincuenta y siete años de edad reconvertida a profesora de yoga.

    —¡Anda, si son dos tontos muy tontos! ¿Qué pasa? ¿Las nueve de la mañana y ya vais cocidos?
    —No. Estamos paseando al perro y nos ha tirado —contestamos al unísono mientras nos ponemos de pie.
    —¡Mira que bien! Y yo que me pensaba que era un Tiranosaurio Rex —bromea Preciliana desde una distancia prudente y corriendo sin moverse, sabedora de la destructiva efusividad de Cañardo.
    —Cuidado con lo que dices, Preciliana, no vaya a ser que Cañardo te quiera dar un lametón y te joda los chacras —contesta Eufrasio sonriendo mientras sujeta las riendas que Cañardo tironea con ahínco.
    —¡Ni se os ocurra tirarme esa cosa encima, mamones! —exclama Preciliana reanudando su carrera matinal.

    Al tiempo que Preciliana se aleja, Cañardo contrae los cuartos traseros, deja caer la lengua a un lado, y un hedor denso como el ectoplasma obtura nuestras fosas nasales. Eufrasio y yo miramos escalofriados, pues la ciclópea cagada de nuestro querido cánido, presenta la consistencia del hormigón armado y los vapores mefíticos del más rusiente Averno. En un gesto de acostumbrada resignación recogemos la titánica deposición, sabedores de que el hedor que desprende persistirá largo tiempo en nuestros ropajes. 

    Acabado nuestro acto de civismo en pro de la higiene pública, continuamos el paseo por la parte céntrica de la ciudad, que a esas horas de la mañana ya respira a todo pulmón ofreciendo una bullente actividad. Al cabo de varios metros nos encontramos con el antagonista de Eufrasio y Cañardo: un anciano de rasgos similares a los de Saruman, que pasea algo parecido a una barrica peluda. Dicha criatura, en consonancia con el caminar de su dueño, que se mueve a la velocidad de lo inanimado, avanza por instinto un nanosegundo por encima de la velocidad de su amo, sacándole así Tres Metros de ventaja merced a la correa extensible y al paso de los años.

    Cada vez que nos cruzamos con el abuelo y su barrica peluda, los tres metros de nailon suponen un arma de destrucción masiva. Eufrasio y yo ignoramos el atractivo animal que despierta en Cañardo la presencia del ponzoñoso ser que pasea el anciano. El caso es que Cañardo, cegado por sus feromonas o por una ambigua homosexualidad gerontofílica, arremete vigoroso contra esas dos formas de vida que se mueven en ultralentitud, y se enreda de nuevo en los tres metros fatídicos de nailon. 

    El viejo y su criatura peluda permanecen inmóviles como si estuvieran atrapados en un fotograma congelado de Matrix (1999). Eufrasio abre con cautela los dedos del viejo y yo cojo la correa y la libero. El anciano parece disecado y no parpadea. Comienzo a desenredar las correas de los canes con el pulso firme. No así como mis orbiculares que vibran incontrolados. Entretanto Preciliana vuelve a aparecer con su deportivo trote y sin detenerse nos obsequia su dedo medio y una sonrisa dentífrica. A su vez Cañardo aúlla y Eufrasio y yo nos miramos horrorizados: ese sonido es la señal previa a la monta. Cañardo se dispone a solazarse con el pobre bicho, que al igual que su amo se encuentra en estado vegetativo.

    Mi amigo y yo nunca hemos sido partidarios de la necrofilia con el propio sexo, por lo que nos apresuramos en el desenredado del correaje para liberar a Cañardo, y de paso salvar la retaguardia de la barrica peluda. Después continuamos nuestro camino, dejando atrás las siluetas inanimadas del viejo y su cuadrúpedo, mientras que Cañardo, sabedor de que ha vuelto a ganar, nos mira sonriente y satisfecho.


    P.S.: Cabe aclarar que la expresión «patearle el costillar o la huevada» es la única parte del relato que corresponde a la ficción, así como la tenencia y uso de utensilios denominados puño americano, látigo y collar asfixiante. 


    P.P.S.: Cañardo es un mastín español perfectamente socializado que no humanizado, que desde el minuto uno de su nacimiento se le han dispensado —y dispensan— todas las atenciones y estímulos pertinentes según su genotipo y fenotipo. 

    P.P.P.S.: Si tú eres de aquellos que no sabes ni el perro que tienes y lo que querías era un animalito que no te diera trabajo, haber adoptado un virus, que hasta hace poco estaba de moda.




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