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261. El desempleado

261. El Desempleado

    En el Centro Comercial es donde el Desempleado se toma su café con leche. Hoy dispone de unas monedas y decide aprovechar. Las mañanas de julio siguen siendo cálidas pese al descenso de las temperaturas. Nada parecido a su estado anímico, piensa.

    En el Centro Comercial Hay un bar y una zona de recreo. El desempleado recuerda cuando en el bar podía comprar droga blanda y una de las drogas más duras que existen. Nadie se molestaba por ello, a no ser que consumieras la droga blanda dentro del establecimiento, puesto que hace años que está prohibido. También hay opio visual, prensa sectaria de derechas y prensa tendenciosa de izquierdas. 

    Hace tiempo que esto último dejó de importarle.

    Más allá, en la zona de recreo, por un euro hay un caballito que trota durante medio minuto y un cochecito que no va a ninguna parte. El desempleado ve cómo una madre castiga a su hijo pequeño. Ni él ni el pequeño saben si es por caerse o por caerse donde no debe. Al parecer, el niño llora por la bofetada, no por la caída. El desempleado piensa que la madre está amargada. Luego cree que es estrés. Puede que el padre del pequeño también sea un parado de larga duración, y el recibimiento que le espera a la madre es más de verdugo que de marido. Pero qué sabrá él. Los que sí deben saberlo son los vecinos. Esos que siempre callan porque nadie es valiente. 

    Ahora son las once. En el centro comercial hay unos cuantos guardias de seguridad. Dos de ellos recelan de una mujer y una niña que hurgan en los contenedores de basura. Al verlos, el desempleado se pregunta cuándo agotaron su dignidad, cuánto tiempo le queda a la suya y cuándo empezará a experimentar la verdadera desesperación. El desempleado intenta no pensar en ello, pero no puede evitar un estremecimiento, cuando ve al tipo de al lado vaciar su cartera en la máquina tragaperras como agua por un sumidero.

    En un acto reflejo, uno de los guardias se lleva la mano al pinganillo de la oreja izquierda. Al momento siguiente, le hace un gesto a su compañero y ambos echan de malos modos al mendigo enjuto que hay en la entrada. Han recibido una orden, y es que hay cosas que no se pueden tolerar.

    Ahora, el acceso al centro comercial está limpio, que es lo importante. Listo para que su interior sea transitado por cientos de personas entrando y saliendo, con sus alegrías y tristezas; sus triunfos y sus derrotas. De repente, el desempleado siente unas ganas imperiosas de largarse de allí. Ya no es por la música ambiental, ligera y nauseabunda. Ni por sus grandes cristaleras por las que entra un sol que abrasa las retinas. Tampoco por el rumor odioso de las rampas eléctricas descendiendo a las entrañas del complejo. Ni por los tubos serpenteantes de ventilación, vomitando todo tipo de inmundicia microscópica.

    Echa de menos algo a lo que aferrarse. Puede que una mujer que no lo deje cuando las cosas vayan mal; una amistad que no le dé la espalda; un trabajo de más de dos semanas; fe en algún dios, en algún equipo de fútbol. Ese tipo de cosas que hacen la vida más llevadera a las ovejas del rebaño más afortunadas que él. Y es entonces cuando llega la tristeza, cada vez más aplastante. La misma que devorará a familias que dejarán de ser tales antes de que acabe el año. A mujeres solas, rotas por dentro. A hombres solitarios y desengañados. A escandalosos niños y niñas que descubrirán demasiado pronto el sabor de sus lágrimas. A  risueños chicos y chicas que nunca podrán emanciparse. Y hasta a los viejos y viejas que les robaron el parque que aquí hubo una vez.

    Así es como vuelve el desempleado a su piso minúsculo, pendiente de desahucio, bajo el sol resplandeciente de julio. Sin nada que perder y nada que esperar. Cada día más pequeño, caminando por la acera rota, dirección a su barrio empobrecido y deprimente, de papeleras quemadas por adolescentes descreídos. Esquivando las cagadas de perro y evitando las miradas como la suya, abismos de incertidumbre.





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