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GALLETAS DE COCO

A mi amiga Sol, que sabe de estas cosas.


Fue de manera subrepticia, solapada, operación hormiga. Cuando me di cuenta, el color morado ya me había invadido mi vida como una inundación de gelatina de uva. Y todo empezó con esta mujer del cabello rizado a la permanente.

         Fue por mi costumbre de ponerme a leer los anuncios del tablero en la parada del autobús. Todo el mundo lo hace. Por eso los pegan ahí: para que uno se entretenga leyéndolos mientras espera. Éste anunciaba una Feria sabatina de comida callejera. Yo no tenía nada que hacer ese fin de semana y decidí ir.

         Era en un terreno baldío en las afueras de la ciudad. Me costó mucho trabajo llegar a él porque estaba pasando una zona industrial y por ahí no había calles, sólo corredores cercados entre bodegas y fábricas. Ni una casa, ni una tienda. Y ni a quién preguntarle porque, siendo fin de semana, los obreros no trabajaban. Hacía mucho calor y todo estaba en silencio, como abandonado. Pero bueno, finalmente quién sabe cómo di con el lugar. Se veía lleno de jóvenes y, aunque se anunciaba como feria de comida callejera, había más puestos de cerveza que de comida: carpas con lonas de colores y banderines y, por todas partes, una música como de carrito de helados.

         La mujer del permanente morado tenía un puesto de Galletas de coco pintadas de violeta. Yo me habría pasado de largo, pero la verdad es que todo estaba carísimo ahí, me moría de hambre, y esas galletas eran lo menos caro. Le compré una bolsa de media docena y un refresco. Eran galletas muy raras: sabían a coco y olían a violetas. Y eran grandes; habría podido llenarme con ellas, pero estaban demasiado dulces y no pude comerme más de tres. No había otra cosa qué hacer ahí. Me sentí irritado de haber ido tan lejos para una feria tan miserable. Estaba cansado de caminar, y mi estómago empezó a gruñir porque las galletas contenían demasiada grasa.

         En todas partes había mesas con bancas donde grupos de jóvenes bebían cerveza. Olía a mariguana. Algunas muchachas, quizá por el efecto de todo eso, se quitaban la ropa trepadas en las mesas, al ritmo de esa música infantil de carrito de helados. Me senté en una llanta de camión a mirarlas y a tratar de terminarme mis galletas y mi refresco. Pasé así tal vez dos horas, tal vez más.

         —Para la puesta de sol, todos van a estar bailando desnudos —dijo una voz a mis espaldas. Era la mujer del permanente morado.

         Le sonreí nada más.

         —¿A ti no te gusta bailar? —me preguntó.

         —No sé cómo se baila esa música.

         —Como quieras. Yo ya me voy.

         —¿Y las galletas? Están muy buenas.

         —Ya las vendí todas y no tengo masa para hacer más.

         Ciertamente, se había quitado el mandil blanco. Traía un vestido amarillo con flores verdes, que dejaba ver los tirantes del brasier lila. Zapatos morados, mochila morada. Del cierre de la mochila colgaba un pingüino de peluche.

         La vi caminar hacia la salida y, sólo cuando ya estaba por perderla de vista, se me prendió el foco y corrí a alcanzarla.

         —Oye, ¿vas para la ciudad?

         —Sí. ¿Tú también?

         —Sí. ¿Puedo irme contigo? Es que cuando venía para acá me perdí y acabé caminando un montón.

         —La parada del autobús está aquí cerca.

         —Me he de haber bajado antes.

         —Vamos, pues —me dijo, y se tomó de mi brazo como lo hacían las novias en los tiempos de mi abuela.

         En el camino empezamos a platicar y luego, en lugar de tomar el autobús, fuimos a dar un paseo por la zona industrial. Nos reímos cuando nos asustó un perro, nos dejamos maravillar por la belleza de una estructura oxidada y, ya que empezó a oscurecer, consideramos la posibilidad de volver a la feria y unirnos a la borrachera de los jóvenes.  Los pájaros terminaban su día de trabajo y empezaban a volver a los pocos árboles que había.

         —Antes había urracas por aquí.

         —¿Urracas? No recuerdo haber visto ninguna.

         —Porque ya no hay. Se fueron cuando llegaron las fábricas.

         No dije nada más. No supe qué decir.

         —Crecí por aquí cerca —continuó ella—. Todo esto lo recorrí miles de veces en bicicleta.

         —¿Tenías una bicicleta? Ya sé de qué color era —bromeé.

         El cielo se había puesto amoratado, índigo. Me perdí contemplándolo y, cuando volví en mí, ya estábamos en su casa.

         Muchas personas dicen que su vida es color de rosa, otras la ven gris. La mía se había vuelto violeta.     

         Me fui a vivir con ella, a su casa de paredes moradas, llena de cosas moradas. Y aprendí a hacer galletas que sabían a coco y olían a violeta. Me acostumbré a ir de feria en feria y a hacer el amor en el puesto ya cerrado, mientras afuera la noche se embriagaba de juventud. Eso fue fácil. Lo difícil fue enfrentar el miedo de estar volviéndome loco, cuando empecé a ver manchas moradas cada vez que cerraba mis ojos. Porque luego esas manchas crecieron, escaparon por entre mis párpados y corrieron por mis mejillas como si llorara violetas: un llanto copioso, imparable, que inundó todo mi mundo.

         Lo único que me calma es estar en la cama con ella, tenerla dormida en mis brazos y aspirar el olor a shampú de uva de su pelo rizado.



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