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Oh «Dea Mater»!

Hay una deificación primigenia e ineludible que todo ser humano asume en su primera infancia. Esta es la diosa madre (Dea Mater), y se define por representar la fuente de nutrición original,  la fuerza generatriz de la existencia o el vehículo del amor incondicional.

Los sonidos y aromas, colores y formas que un niño percibe a temprana edad moldean drásticamente su cerebro, y es la base que sustentará a la persona que un día llegará a ser. Tales estímulos cincelan las raíces de los significados y determinan en quién se convertirá. Por ello, no es de extrañar que el círculo, en su perfección —perfección patente en su geometría de porte divino, sin ángulos ni concreciones ni límites—, sea la forma que encierra al pezón, si no es el pezón y la abundancia que para el niño representa, lo que realmente atrapa al misticismo del círculo. Con un trasvase símil del mundo físico al psíquico,  el abrazo materno sobreviene una liturgia del amor, y su calidez  inconmensurable puede que sea la emoción escurridiza que algunos adultos persiguen hallar en la religión y su mística. Porque buscar a dios, puede ser en muchos casos una forma de buscar a la madre perdida, intentando recuperar ese afecto infinito que el niño suele sentir al acurrucarse en el regazo de quien le dio la vida.

Como ocurre en la infancia más temprana, también en los albores de la humanidad se veneraba a las diosas madre. ¿Acaso emanarían tales divinidades primitivas de la idealización que el bebé manifiesta por  la madre? Pues es una posibilidad, y bastante plausible, ya que el mundo de los hombres es eminentemente simbólico —«una jaula de fantasía» poetizaba hace algún tiempo—, y numerosos rasgos externos de nuestra cultura provienen directamente de oscuros y lejanos abismos de la infancia, o en su defecto, de instintos convenientemente maquillados de civilización y costumbre. Miedos y placeres primitivos afloran bajo los fenómenos culturales más sofisticados o en los comportamientos de las más insignes personas. Y  en tiempos prehistóricos, justamente, esta vinculación entre la cultura y los instintos más básicos del ser humano resulta incluso más evidente. Son los instintos, entonces, los que definen los mundos simbólicos de los  grupos humanos, y no otros motores más dignos.

En la antigüedad, estas Diosas Madre eran comúnmente asociadas al elemento tierra, producto de la asimilación con el ciclo vegetal y la germinación. Las madres se asemejaban a la tierra, que acoge en su vientre la semilla, que brota del suelo y crece. Así ellas pasaron a ser  las primeras diosas, a la par que el primer anhelo de abundancia ante la carestía de una vida salvaje: ellas, sin duda, fueron Pandora. Y pese a que pueda creerse que las diosas madre, por su asociación con la tierra, procedan del neolítico y el nacimiento de la agricultura, no es así: son diosas anteriores, antiguas y elementales, quizás las primeras que hubo. Hay que saber que los pueblos cazadores-recolectores que han pervivido, y por simpatía los arcaicos, conocían bien el ciclo de la vida y cómo funciona la naturaleza. Y si no explotaron el potencial de la agricultura es porque no les era rentable debido a cuestiones climáticas, orográficas, o porque no disponían de la técnica adecuada. 

Enfrente de las diosas madre paleolíticas, en contraposición, hallamos los dioses solares. Vinculados estos sí a la cosecha y al neolítico. Son dioses que blanden el estandarte del patriarcado y alientan la guerra por el territorio, pues es la tierra sobre la que descansa el poblado la propiedad capital a defender ahora. Y son ellos los que  suplantaron a las antiguas diosas madre durante el período en que se difundió la agricultura. Su investidura como deidades principales supuso un giro mental profundo para aquellas gentes, un cambio del cual aún sufrimos las consecuencias y define en gran medida las sociedades modernas.

Pero por suerte las diosas madre no desaparecieron por completo con la llegada de los dioses solares. Pervivieron en varios lugares disfrazadas de hijas o esposas de los demás dioses, cambiando de nombre y de aspecto, aunque manteniendo su esencia simbólica. Una buena muestra de ello es el culto a la Virgen María que se practica en la actualidad tanto en España como en otros puntos del globo. Resulta por lo menos curioso descubrir que para la tradición cristiana, la madre de Jesucristo, María, no es santa. Se trata simplemente de una persona normal —obviando que fue fecundada por un dios—, sin embargo se la venera en varios países. En el caso de España esta devoción procede de la asimilación de las diosas ibéricas pre-cristianas que se adoraban anteriormente en la península. Diosas que nos remontan al paleolítico, y a esas diosas madre que nunca terminaron de sucumbir bajo el reino de los dioses solares. Los nombres cambian, pero las tradiciones perviven, y más allá de los símbolos externos, nos queda su significado subyacente. Un significado que nos habla del papel de las madres, de las mujeres y de la naturaleza, y ha sobrevivido entre vírgenes y brujas.

Ahora que viene la navidad, qué menos que un pensamiento de afecto para esas diosas madre que nos engendraron: nocturnas, lunares y acuáticas, en posesión de secretos inmemoriales  —de ahí ese socorrido «te lo dije...»—  y hasta iracundas, a veces.



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