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órdenes de caballería bajo un mismo mando




El 27 de noviembre de 1095, durante el Concilio de Clermont(Francia), los asistentes experimentaron una mezcla de sorpresa, estupefacción y entusiasmo al oir la insólita alocución del papa Urbano II. Aunque el emperador bizantino Alejo I Comneno había lanzado una dramática petición de ayuda ante el avance musulmán nadie esperaba escuchar aquella arenga que animaba a la cristiandad a tomar las armas para proteger a los fieles que viajaban en peregrinación a los Santos Lugares, que recientemente habían caído en manos de un Islam en plena expansión. Bajo el lema Deus vult (Dios lo quiere), pregoneros y monjes como Pedro el Ermitaño recorrieron Europa proclamando la cruzada.

A la convocatoria respondieron príncipes, nobles y campesinos; estos últimos fueron los que al año siguiente se dirigieron a Oriente, al imperio bizantino, para frenar a los turcos selyúcidas. En la práctica, aquel ejército al que se identificó con la Cruzada de los Pobres se convirtió en una horda incontrolable que avanzaba sembrando la destrucción, el asesinato de judíos y el saqueo, así que el emperador lo embarcó directamente para Turquía y allí la mayoría fue fácilmente masacrada por el enemigo.

Entretanto llegó a Constantinopla otro ejército, éste compuesto por caballeros, guerreros profesionales muy diferentes en orden y experiencia a sus predecesores, conociéndoselo como Cruzada de los Barones. Ayudada por Alejo I, esta tropa sí pudo llegar a Tierra Santa y conquistar Jerusalén en 1099, adueñándose a lo largo de los doce años siguientes de toda la franja sirio-palestina. Así pues, pese al tropezón inicial, la Primera Cruzada había concluido con éxito. Ahora tocaba prepararse para preservar lo conseguido ante la previsible reacción sarracena y la forma de tener una fuerza permanente para ello en un lugar tan alejado fue a través de las órdenes de caballería.


La caballería había alcanzado su cénit en el Medievo a pesar de que era inferior a la de otras épocas en cantidad y variedad. Ello se debió a su identificación con la clase dominante, al establecimiento de un código de valores ético-religiosos que llegaban a constituir todo un modo de vida y que era a la representación de hecho del sistema feudal. Pero, dado que los caballeros eran señores de feudos, principados, reinos y otros tipos de territorios, y tenían unas responsabilidades de gobierno con ellos, resultaba imposible que estuvieran alejados de forma perenne. La alternativa fue la creación de órdenes que combinaban el aspecto militarcon el religioso.

La primera en aparecer fue la del Santo Sepulcro, seguida de la Hospitalaria de San Juan de Jerusalén, el Temple y la Teutónica. A partir de ahí y a lo largo de los siglos se fue creando un rosario de órdenes militares que llegó a alcanzar el centenar. Las que nos interesan aquí son las citadas, dedicadas a proteger Tierra Santa, porque aquella región que la Primera Cruzada había vuelto a colocar bajo control cristiano no pudo mantenerse y, tras el fracaso de las sucesivas cruzadas siguientes (hubo siete en total), se terminó perdiendo el 18 de mayo de 1291, cuando cayó en manos del sultán Al-Ashraf Khalil el último bastión, Acre.

Fue entonces cuando se puso en tela de juicio el sistema de las órdenes militares, cuya atomización las presentaba como ineficaces, y brotó la idea de unificarlas bajo un mando únicoque debería encarnar algún notable de probada virtud, con vistas a iniciar una reconquista. De todas las propuestas que circularon por entonces la más estudiada y completa fue la elaborada por el célebre sabio mallorquín Ramón Llull (cuyo séptimo centenario de su muerte se celebra este año), que la desarrolló no cómo una tesis concreta y explícita sino través de varias cartas y tres de sus obras, en las que bautizó el concepto con el nombre de Rex bellator (Rey guerrero).

Llull ya había tratado el tema de las órdenes en su Libro del Orden de Caballería, en el que definía al caballero como «elegido entre mil» a causa de virtudes como «sabiduría, caridad, lealtad, verdad, humildad, fortaleza, esperanza y otras…», así como su oficio era «mantener y defender la Santa Fe católica» porque «el dios de la gloria ha elegido caballeros que, por fuerza de las armas, venzan y se apoderen de los infieles que se afanan en destruir la iglesia». Bien es verdad que, a medida que fue envejeciendo, Llull fue atemperando su postura hasta hacerse fraile e ir de misionero a las mezquitas, pero parecía ser el idóneo para acometer la cuestión.

El caso es que, según su plan, ese Rex bellator, que debía estar libre de lazos familiares, se pondría al frente de una unión de las órdenes militares en la que tendrían mayor peso aquellas más poderosas, como hospitalarios y templarios. A esa fuerza se sumarían otras de procedencia diversa, caso de las órdenes peninsulares e incluso los almogávares, formando un gran ejército que sería embarcado en los barcos de la Corona de Aragón para cruzar el Mediterráneo y desembarcar en el norte de África. Al menos ésa era la idea desarrollada en dos libros: uno, escrito en 1292 a raíz de la caída de Acre, fue Quomodo Terra Sancta recuperari potes(Cómo se puede recuperar Tierra Santa), que entregó al colegio cardenalicio reunido para la elección del nuevo Papa tras la muerte de Nicolás IV; el otro llevaba por título Liber de Fine y, una vez más, lo compuso justo después de un desastre militar, la pérdida de Arwad (una isla frente a la costa siria) en 1302.

Lamentablemente, no sólo las órdenes iban cada una por su cuenta. Ese segundo libro de Llull, entregado al papa Clemente V en 1305, puso en alerta a los franceses al conceder tanto protagonismo a los aragoneses de Jaime II, así que en menos de un año se publicó en el país vecino De recuperatione Terrae Sanctae (Sobre la recuperación de Tierra Santa), firmada por Pierre Dubois, quien proponía la paz entre todas las naciones cristianas, una reforma de las órdenes militares que redujera sus ingresos, la formación de un cuerpo de lingüistas especializados en lenguas orientales (algo copiado de Llull) y, la más importante diferencia respecto a Llull, la figura del rey Felipe IV de Francia como líder y soberano de esa coalición occidental. Rex pacis, lo llamó, en vez de Rex bellator.

En realidad había otra razón más para que los franceses tuvieran su propio proyecto y era que el monarca ya llevaba tiempo planeando cómo hacerse con las riquezas del Temple y transferir la jurisdicción eclesiástica a la corona gala. Seguramente también pesó el rechazo a su petición deingresar en la orden, realizada tras quedar viudo e imitando la intención del hijo de Jaime II (que así podría ser el Rex bellator). Y, en efecto, al poco tiempo (en 1307) se desató un proceso contra los templarios que implicaba múltiples cargos y supuso la muerte y/o encarcelamiento de muchos de ellos, así como la disolución de la orden. El príncipe Jaime tuvo que entrar en la de Montesa.

Retomando a Ramón Llull, aunque su plan había sido aprobado por Bonifacio VIII no llegó a ponerse en práctica porque el pontífice no quiso arriesgarse a dejar el poder de la cristiandad en manos de un príncipe temporal. Pero en 1309 aún trató el tema del Rex bellatoren una tercera obra titulada Liber de Acquisitione Terrae Sanctae. Dada la reacción francesa y la desaparición de la orden del Temple, la nueva propuesta se basaba en un doble frente en el que Felipe IV y los hospitalarios avanzarían hacia Tierra Santa pasando por el Imperio Bizantinomientras los aragoneses llevaban cabo el plan descrito de avanzar por la costa mediterránea africana y atravesar Egipto.

Por una cosa o por otra, al final ninguno de esos planes se llevó a cabo. Felipe IV se conformó con expoliar al Temple mientras Jaime II se centraba en combatir al Islam en la Península Ibérica con la conquista -fracasada- de Almería, así que la idea del Rex bellatorquedó como mera formulación teórica y terminó olvidada. Nunca se recuperaron los Santos Lugares y, con el tiempo, los cristianos establecidos allí acabaron a la greña entre ellos hasta el acuerdo de statu quo de 1852.


@Jorge Alvarez/La Brújula Verde


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