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DIOSAS BORRADAS Y DIOS PATRIARCAL EN LA BIBLIA JUDÍA (Parte I )

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DIOSAS BORRADAS Y DIOS PATRIARCAL EN LA BIBLIA JUDÍA (primera parte)


INTRODUCCIÓN

La madre es la primera diferencia, el signo más antiguo que emerge del uróboros o espacio de sacralidad indiferenciada. Ella aparece de algún modo como clave de sentido de la humanidad, por lo menos en un plano religioso.

La historia que nosotros conocemos ha tenido y tiene una estructura patriarcal y en ella adquieren precedencia los varones. Pero antes parece adivinarse en muchos lugares una especie de prehistoria (permítase la palabra) o suprahistoria de tipo igualitario y no violento. Esta sería la fase matriarcal, un tiempo en que las madres (simbolizadas por la Gran Diosa) ofrecían sentido y marcaban un camino para el conjunto de la humanidad, como dice R. Eisler, El cáliz y la espada, Cuatro Vientos, Santiago 1989.

En esa fase matriarcal el ser humano se hallaría en contacto más profundo con la naturaleza (de natura, nascere = nacer), interpretada como materia o mater (=madre). La madre sería la gran diosa: el signo del poder originario expresado como donación de vida. ella estaría vinculada a los poderes pacíficos e igualitarios del cosmos, expresados por la agricultura.

Esta sería la gran aportación del neolítico cuando los humanos empezaron a labrar la tierra concebida en forma generante, femenina, materna; de ella viven, en ella se realizan. La tierra es la más antigua madre, vista como fuente de fecundidad y vida; ella sería el símbolo primero, el arquetipo de toda realidad. A su lado el varón vendría a mostrarse como un ser derivado. Evidentemente, la divinidad vendría a estar simbolizada por la madre.

Mujer: Madre de todos los vivientes

Pero nuestra humanidad actual (2019) tiene estructura patriarcal: está dirigida y dominada por varones. Ellos han sido los fundadores de eso que llamamos actualmente la historia: orden político expresado en formas de poder, despliegue estructurado de acontecimientos que se cuentan de una forma progresiva. Pero antes de esa historia parece adivinarse en muchas partes una especie de prehistoria (¿o suprahistoria?) dirigida y fecundada por mujeres (madres). 

Algunos movimientos feministas (de tipo religioso y social) muestran una especie de nostalgia por el matriarcado: superando el patriarcalismo actual, donde las mujeres se encuentran dominadas por varones; se dice que las mujeres querrían recuperar su importancia en el conjunto de lo humano. No quiero entrar en la polémica social, pero pienso que esos movimientos tienen por lo menos un valor religioso muy grande: nos ayudan a entender el surgimiento de los símbolos sacrales dentro del conjunto de lo humano.

El primer continente que los hombres han logrado descubrir, la primera experiencia que ha captado es la experiencia de la fuerza germinante de vida de la madre. Ella es la primera percepción, la primera realidad concretizada que los hombres descubren y formulan con gozo sobre el mundo.  La madre es el signo primero de lo humano, es la imagen privilegiada de lo divino en cuanto tiene poder sobre la vida. Pero debemos recordar que ella se encuentra todavía (muchas veces) cerca de la serpiente que muerde su cola: por un lado se encuentra cerca de la naturaleza englobante de forma que aún no tiene aspectos precisos de personalidad individual; pero, al mismo tiempo, empieza a diferenciarse pues da a luz a los hijos y les ofrece un tipo de distinción humana. Ella es principio y fin, crea y destruye lo creado, engendra y desengendra, en una especie de inmersión sagrada donde todos los seres nacen y perecen (sin individualidad o sentido propio).   

Ciertamente, en un sentido esta gran madre no debería llamarse aún mujer pues no es femenina, ni persona, en el sentido posterior (actual) de la palabra. Ella es por ahora el signo de la vida germinante y vivificadora (si se permite el término). En el gran caos sin distinciones ha surgido (o se ha encontrado) una primera distinción: los seres nacen y mueren y es sagrado el principio de engendramiento, la gran madre. Ella está cerca de la physis primigenia de los griegos (de la naturaleza, de natura/nascere, nacer); ella es la materia como mater, madre, de las cosas.

Debemos recordar que aquí tenemos una madre sin padre (sin pareja complementaria); esta es una materia donde la engendradora de la vida se presenta, al mismo tiempo, como potencial de muerte de los seres que ella misma ha suscitado. Lo divino es, según eso, fuerza germinante y pereciente de la vida: es principio y fin, lo que nos hace brotar y lo que, luego, nos recoge al terminar nuestro camino. Estrictamente hablando no vivimos (no somos realidad individual): la naturaleza nos vive y nos muere. Ella es madre más que mujer, fuerza natural más que persona. La primera religión (y filosofía) recoge esa experiencia.

Esto es lo que ha entrevisto y dicho de forma genial Gén 2-3 al sostener que en el principio, en la culminación original del ser humano se encuentra Javah, es decir Eva,  madre de todos los vivientes (Gen 3,20). Estrictamente hablando, Eva sólo puede realizar esa función y ser ´em kol jai (= madre de todo lo que vive) siendo signo antropológico de Dios y expresión humana de su maternidad sagrada. El Adán precedente (humanidad sin diferencias de varón y mujer) carecía de individualidad. El primer individuo (agente) de la historia es Eva, la mujer, la madre de todos los vivientes.

Mujer, diosa

 Quizá podamos añadir que en el principio el todo (Todo=Dios) aparece con rasgos de madre. En esa línea,   debemos recordar que el ser humano nace "prematuro": es un viviente que en sí mismo carece de futuro: es frágil, le hacen falta largos meses (años) de cuidado materno (alimento, calor, limpieza, aprendizaje en el plano del afecto y la palabra) para realizarse: le hace falta madre.

Según eso, la madre es más que una estructura biológica: ella es sentido fundante de la vida, es hierofanía o manifestación del poder sagrado, principio y sentido de toda realidad para los hombres. Vendrán después otras manifestaciones de lo divino; se podrá ver como sagrado el bosque o la montaña, el mar o la llanura, los astros o los muchos animales. Pero ellos sólo han podido recibir rasgos sagrados y tomarse como manifestación de lo divino porque antes ha estado allí la madre.

Así lo muestran muchos signos religiosos antiguos a través de la figura de la Diosa-Madre, engañosamente llamada a veces Venus (signo de atracción erótica), pero que debe tomarse más bien como gran madre no es eros sino fuente de vida, una mujer de fuertes pechos y de vientre extenso. Ella es el signo de la maternidad, el don de vida que se expande (vientre) y el cuidado por aquella que ha nacido (pechos). Ella es la vida especializada en clave de maternidad humana: es madre porque cuida, acompaña, alimenta, ofrece la palabra. El ser humano ha descubierto su existencia peculiar por medio de la madre: ella es la diosa originaria, el símbolo fundante de eso que en palabra posterior pudiéramos llamar la gracia de lo humano.

Tanto los restos arqueológicos (estatuas o amuletos...) como la experiencia antropológica nos hacen descubrir (y postular) el influjo de la madre: el ser humano no se hace por violencia, como muchos dijeron y otros dicen todavía, al afirmar que nuestra cuna es la batalla. No nacemos de la guerra de los dioses (teomaquia) ni tampoco de la guerra interhumana (antropogonía como antropomaquia) sino de la ternura engendradora de la madre que nos hace crecer y realizarnos desde la debilidad primera.

Ciertamente, el símbolo madre reasume elementos de la tierra, interpretada ya como "materia" (de mater, madre) y fuente de existencia. Por eso, la religiosidad matriarcalista está profundamente vinculada a los cultos telúricos (de tellus, tierra o suelo). Ella está unida al proceso de la vegetación y también a los ciclos de las estaciones, tan ligados en su entraña con la tierra. En esta línea puede hablarse también de madre/physis (de phyein, brotar o germinar) o de madre/naturaleza (de nascere, nacer): la misma realidad del cosmos (totalidad armónica) se entiende así como proceso vital de surgimiento.

En un nivel humano, la madre ya no es simplemente el poder preconsciente de la generación animal. Quizá pudiéramos decir que la generación toma en ella conciencia, se vuelve persona: la physis/naturaleza se hace madre. Esto es lo que hemos indicado ya diciendo que Eva, mujer y madre original, es el principio de todos los vivientes (cf Gen 3,20). En esta perspectiva, el Adán/varón (que Gen 2 presentaba al parecer como importante) viene a presentarse en realidad como subordinado.

Sobre ese fondo viene a explicitarse ya la primera dualidad o diferencia: la madre con el hijo. Esta es una relación polar de carácter jerárquico. La madre tiene ahora sentido prioritario: ella se despliega y existe para suscitar al hijo. El hijo, en cambio, existe por la madre, como expresión de su fecundidad y resultado de su acción educadora. Antes que la relación varón/mujer, en las raíces de lo humano, parece haberse desplegado la díada simbólica de la madre con el hijo. Este es uno de los signos fundantes de lo religioso.

La madre acoge, troquela y madura al indefenso niño en un proceso de creatividad que rompe el plano del instinto (equilibrio con los otros seres del medio) y le conduce al nivel de la autonomía personal, ofreciéndole símbolos, palabras, experiencias que le capacitan para realizarse como persona. De esa forma es lógico que ella aparezca como el primero de los grandes signos religiosos: educa al niño par que se vuelva independiente; así es matriz y contenido fundante de toda la cultura.

A este nivel, la religión puede entenderse como evocación materna: es recuerdo, memoria actualizada y permanente de esta intensa experiencia positiva en el origen de lo humano. Reconocer a la madre, eso es religión; proyectarla como símbolo primero en el origen y sentido de todo lo que existe, eso es experiencia de misterio para el ser humano.

Conforme a esto la primera demostración (o mostración) humana de Dios es la existencia de la madre. Ella es el punto de partida más significativo, el campo de inflexión y cambio más profundo en la experiencia de los hombres. Por medio de ella, la misma realidad originaria se explicita como fuerza creadora, ofrece rasgos maternales, como potencia cariñosa que nos hace realizarnos como humanos. En el principio de todo no se encuentra la lucha ni la angustia; en el principio está el cuidado fundante de la madre. Ella aparece así como signo original de lo divino: es clave que nos capacita para aceptar, comprender, asumir y recrear todo lo que existe.

En el principio no está el ser como han pensado algunos metafísicos. Tampoco está la nada o las ideas eternas, generales. Al principio, como signo fundador y garantía de toda realidad, viene a mostrarse ya la madre. Ella es el símbolo más alto, es la imagen (llave significadora) que nos capacita para situarnos ante el mundo como seres que pueden entender lo originario. Partiendo de ella (visto en su trasfondo) Dios se viene a desvelar como la hondura y verdad, la garantía y sentido de aquello que encontramos en la madre.

En esta visión de la "primera madre" falta todavía la dualidad personal: la visión del hijo ya crecido que se pone frente a ella como independiente y capaz de responderle; falta igualmente la figura del varón esposo que dialoga con la esposa en gesto de relación personal. Y falta, sobre todo, la individualidad de la misma mujer/madre, como viviente con autonomía que aparece, se realiza, libremente en un proceso en el que ofrece personalidad y vida al niño (al hijo).

Madre en compañía

La historia simbólica (mítica) de la madre (de la diosa) ha pasado por varias etapas que, en un sentido general, pueden condensarse así:

‒ Gran Madre, pura maternidad. Es un símbolo clave de la historia que ha representado a Dios desde el neolítico como mujer en gestación, “gran Venus”, amplio seno, caderas abundantes, vientre y pechos, casi sin rostro (identidad) y sin manos (no importa lo que hace). Es la Divinidad generadora, madre-materia, gestando y alimentado a los hijos. Esta imagen de la mujer-madre-diosa no representa todo lo divino (como seguiré indicando), pero está en el fondo de una exaltación del proceso de la vida, que nos vincula al cósmico del que procedemos y en el que nacemos y morimos, apareciendo como así como absoluto originario.

‒ Madre Asesinada. Esta imagen aparece después de la anterior, para indicar el rechazo que ha podido suscitar una figura dominante, a la que sus mismos hijos matan, como evoca la “historia” de Tiamat, Gran Madre de Mesopotamia, cuyos hijos estaban encerrados en su seno engendrador. Pues bien, en un momento dado, ellos se sintieron oprimidos y se alzaron, y el más audaz, Marduk, derrotó y descuartizó a su madre, y con su cadáver construyó este mundo. La nueva cultura humana habría nacido, según eso, cuando los hijos mataron a la madre, en asesinato/matricidio, que ellos interpretaron como un acto libertador, independizándose de ella, para organizarse como “fratría” en libertad, o para caer de nuevo bajo el poder de un padre aún más violento que la madre.

‒ Madre desposada, matrimonio y fraternidad. Diversas culturas vinculan al Padre con la Madre, como símbolos complementarios, Señor y Señora de la dualidad (cultura náhuatl de México). Pero, normalmente esa primera pareja suele aparecer en muchas religiones como divinidad “jubilada” y ociosa, que ha perdido su poder y permanece arriba, separada del conflicto y batallas de la historia. Éste símbolo es antiguo (y parece superado), pero ha seguido influyendo de varias maneras, a veces con predominio del esposo, pero a veces también con igualdad entre ambos. Es un símbolo muy positivo, pero debe precisarse con cuidado, pues puede faltarle hondura personal, ya que tomados en sentido radical (como pura pareja), dios y diosa son sólo engendradores, “en el principio de las aguas”, es decir, del proceso de la vida, como muestra el mito cananeo al hablar de Él y Ashera. En este contexto de dualidad (dios y diosa) pueden introducirse también otras variantes en una línea de comunión interpersonal, como la Trinidad, donde hay comunión originaria entre Padre e Hijo (no entre padre y madre).

‒ Madre con Hijo, mujer Reina (Isis). Este signo aparece también en muchos pueblos, tanto en el cercano oriente como en Egipto, donde emerge Isis (o una diosa equivalente) con el hijo divino. El padre (Osiris) ha desaparecido o está bajo tierra, de manera que ella ocupa el centro divino, con signos lunares (es diosa de la noche), con el niño en brazos o sobre sus rodillas, ofreciendo un testimonio persistente del valor de la mujer sagrada, que se hace importante por ser madre, Señora y Diosa (en hebreo Gebîra). La mujer no importa como esposa (las esposas pueden ser intercambiables), sino como Madre de un Hijo importante. En esta perspectiva, aún vigente en ciertas culturas patriarcales (en especial entre los árabes), la mujer carece en sí de identidad, pero se vuelve grande por su hijo... De todas formas, en el principio y centro de la comunión trinitaria cristiana no está una madre divina con hijo, sino el Padre con el Hijo Jesucristo, rompiendo así el modelo tradicional.

 Resultado de imagen de DEMÃTER

‒ Madre con Hija, Deméter sufriente. Este signo puede unirse al anterior, pero en una perspectiva exclusivamente femenina: La culminación o plenitud de la Gran Diosa no es aquí un Hijo rey, sino otra mujer, hija suya. Deméter, reina y diosa de la tierra, ha engendrado con Zeus, su esposo y hermano, una hija querida, Perséfone, a la que Hades, dios del subsuelo, ha raptado para hacerla suya. Deméter la busca, llora por ella y lucha incansable hasta encontrarla y llevarla consigo. Las dos mujeres forman una preciosa pareja divina, madre e hija, unidas y defendiéndose, en un mundo de duros varones, entre los que destaca el padre Zeus que desoye el gemido de Deméter, y el tío Hades que rapta a su sobrina. Pero ellas luchan y consiguen “liberarse” al menos por un tiempo del año: La madre podrá disfrutar con su hija seis meses, mientras que los otros seis meses tendrá que dejarla en manos del raptor-esposo. Frente al Padre y el Hijo de la Trinidad se eleva aquí la madre con su hija, marcando el itinerario de una historia de mujeres.

‒ ¿Simple mujer? Diosa sin niño ni esposo. En principio, la religión más antigua de Grecia habría tenido un carácter materno, como la de Egipto (su figura dominante sería Deméter, gran madre).Pero en un momento dado, superando ese nivel, los creadores de la religión olímpica, habrían venerado la belleza y vida femenina, simbolizada en una serie de diosas sin consorte estricto, en la línea de Anat (diosa cananea) y de Isthar de Babilonia. Así aparecen en Grecia Atenea, Artemisa y Afrodita, una trinidad femenina, en la que cada una simboliza y preside un campo de la realidad: Atenea es la sabiduría y el orden ciudadano; Artemisa es la naturaleza; Afrodita, el amor... Ellas son independientes, sin un marido que las domine, en un mundo dominado por varones. En esta línea, algunos teólogos modernos han querido presentar al Espíritu Santo como mujer en general, o con rasgos de María, la Virgen inmaculada.

(Continuará en próximas entregas)
@Xavier Pikaza/feadulta.com


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