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La invasión de las liebres. Sumisión

Adrian Sandu


Curioso, aún no había amanecido en las puertas y fueron saliendo, al principio de uno en uno, con argumentos variados, incluso creíbles, en tropel después, sin compostura, sin gracia, sin adioses, sin ni siquiera un gesto con el dedo corazón.

Eso sí, dejaban las agujas y los violines.

En la primera parte del homenaje éramos amigos, quizás por los paraguas o por el refugio bajo el almácigo, todavía no sabíamos lo de las Liebres.

El aviso fue en el entreacto.

En la segunda parte llegaron los bárbaros, los incapaces, los advenedizos y nada fue como era, el vergel se convirtió en páramo y estar se convirtió en un destino absurdo de tensiones y paz estrangulada, con curiosos silencios apiñados en la ventana.

No hay árboles, dicen.

Ni hierba pacífica, digo, tampoco rododendros, ni ligustros, limoneros o higueras, solo pinos y arbustos sin nombre.

Y silencio.

La verdad, lo que procede ahora es abrirse el pecho en tres pedazos y dejar fluir lo que quema y duele, vísceras y penas, orgullo caducado y miedo.

Digo todo esto para no tener que decirlo.

Ay, cuando lleguen las liebres.



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