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Mariposas



Ella inclinó el Cuerpo sobre el mío y bajo su piel voló una mariposa. Yo tenía una mano entre sus muslos y con nuestros suspiros apenas pude ver los aleteos. Después, tendidos uno al lado del otro, cansados, hablamos de esto y aquello y se me olvidó.

Fue el viernes siguiente, ella volvía de un viaje a Bruselas y cada noche yo la había anhelado como si no nos quedasen más noches. Le quité la ropa despacio y acaricié su espalda, sus caderas, sus mejillas, me perdí en su mirada distraída. Ven, dijo, y mientras abría las piernas un remolino de Mariposas azules giró alrededor de su sexo. Entré en ella como en la noche y sentí los mordiscos de la sospecha mientras nos amábamos. Estaba tan atado al deseo que no pude sino derramarme en dulces espasmos que disolvieron cualquier sensación ajena a nuestro abrazo.

El tiempo ha pasado y me he acostumbrado a las mariposas de la duda, ya han traspasado su piel y giran sobre nuestras cabezas, nos acompañan en nuestras ternuras, se posan en sus nalgas, en mis hombros, en su pelo. Sé que algo me quieren decir pero aún no entiendo su lenguaje, no tengo tiempo, sigo enfrascado en descifrar este amor.

Anoche ella dormía, levanté la sábana y admiré su cuerpo. Justo debajo del omóplato las mariposas formaron con sus alas un rostro serio que me miraba. Distinguí con nitidez a Pedro.

Creo que él también me reconoció.



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