Get Even More Visitors To Your Blog, Upgrade To A Business Listing >>

El perro que no calla

(Ana Katz, 2021)


Todo empieza cuando los vecinos van a hablar al departamento de Sebastián porque la situación con el Perro se volvió insostenible. El perro no se calla durante las horas en que se queda solo y eso despierta la inquietud de los vecinos de Sebastián. Se trata de una situación de convivencia muy común entre personas que viven en departamentos pegados. Siempre hay estas tensiones a propósito de ruidos, de mascotas, de una cercanía malsana e inevitable para personas con la plata justa para vivir pero sin la plata necesaria para vivir a una prudente distancia. No es una tragedia, es un incordio de clase media. La clase media argentina quiere a sus mascotas pero lleva vidas difíciles que sus perritos también sufren. Los vecinos de Sebastián no están exactamente furiosos contra él porque el perro no se calle, más bien están angustiados por el sufrimiento del perro. Hablan en un tono discreto, sin gritos ni  gestos de odio sino preocupados. Sebastián tampoco es necio, entiende la preocupación de sus vecinos y también está preocupado por el perro, por los vecinos y por su vida misma. A todo esto, cuando la película ya dedicó varios minutos a esta situación ligeramente graciosa e incómoda, el perro está en el plano pero no lloró ni hizo escalar el conflicto. No lo hará por el resto de la película.


Para una mirada más vil que la de Ana Katz, digamos, para alguien que fuera capaz de hacer Relatos Salvajes o El hombre de al lado, este punto de arranque podría dar lugar a una explosión de odio y de violencia sádica. Pero resulta que Ana Katz es una cineasta delicada y sensible y desconoce el camino de la vileza. Cuenta una situación que la mayoría de los habitantes de las grandes ciudades puede entender: el conflicto no es terriblemente dramático pero en personas desbordadas podría llevar a una catástrofe. En manos de cineastas viles también podría llevar a catástrofes artísticas. Es decir: Ana Katz empieza por plantear un conflicto sencillo de solución difícil, pero lo filma con la delicadeza suficiente para que entendamos la preocupación de los vecinos, la dificultad de Sebastián y también el sufrimiento del perro. La película no exacerba ninguna de estas posiciones, por lo cual, además de filmar los problemas de la vida común de una clase media atribulada, sin querer o queriendo, Ana Katz filma su posición de cineasta y también filma el cine. Muestra que la vida de sus personajes es algo triste pero eso no los habilita para ser miserables y tampoco la habilita a ella para ser miserable con Sebastián, con sus vecinos, con el perro o los espectadores. Existe efectivamente una crueldad sistemática que nos acorrala, pero Katz nos muestra que no hace falta que el cine añada más crueldad para mostrarlo. 


Sin querer o queriendo, Katz nos muestra también que los recursos del costumbrismo no son los únicos a los que se puede apelar para filmar el malestar continuo -como un perro que no calla- que tiñe la vida de las clases medias. Hay una magia involucrada en su decisión de evitar los clisés, la indignación o el grotesco; digamos, esto no es Esperando la carroza. No aparece una tía gritona ni un cuñado cretino. No se lleva la situación para el lado de la puteada ni de la frase canalla. Eso se nota no después de una hora de película sino ya en los primeros minutos, en el tono afectivo con que los personajes conversan del problema, en los silencios que se toman para pensar, en el hecho de que el perro no ladre ni llore durante esos minutos.


Para los que vieron las películas anteriores de Ana Katz no es sorpresa: en Los Marziano, Mi amiga del parque o Sueño Florianópolis ella fue refinando los recursos para mirar y escuchar la vida de una clase de manta corta, obligada a resbalarse continuamente hacia el absurdo. Sus películas son sencillas de entender, por eso nos producen sonrisas un poco tristes y dejan una grieta por la que se cuela alguna luz.


Se trata de la inconsistencia de la organización económica y afectiva de las clases medias, lo que hace que su cine sea político y no grotesco o costumbrista. Cuando se juntan dos hermanos peleados, cuando una pareja que quiere separarse se va de vacaciones con sus hijos adolescentes, cuando un grupo de mujeres solas llevan a pasear a sus hijos al parque, cuando hay que arrodillarse para poder respirar no se trata de disfunciones psíquicas sino de una inconsistencia política y existencial, en medio de la cual hay personas que hacen fuerza para seguir funcionando. Katz filma vidas de una tenacidad inagotable para encarar esa adversidad. Su poética reside en todo lo que se abstiene de mostrar, lo que se manifiesta en que al perro nunca se lo escuche ladrar ni llorar. Es decir: la clave de la película está en sus elipsis, las que, de ser explicitadas, podrían derivar en el grotesco, el costumbrismo o la crueldad. En los pasos elididos la película piensa.


Que Sebastián no pueda dejar solo al perro mientras él trabaja pero tampoco pueda llevarlo todos los días al trabajo desencadena una deriva que lo hace pasar por sucesivos intentos de mantener la vertical, no desmoronarse, no abandonar al perro ni matar al vecino, no ponerse a putear ni suicidarse. Los ojos de Sebastián están un poco tristes pero también apacibles. Esa desesperación suave parece volverlo indestructible. ¿Será así? Renunciar al trabajo, volver a vivir con su madre, cuidar a una persona más desvalida que él, empujar un camión, entrar en una cooperativa de trabajo, pasar hambre, comerse el sánguche que una nena dejó sin terminar en el asiento del tren en la estación Darío Santillan y Maximiliano Kosteki de la línea Roca (en una escena que Nicolás Noviello analiza sensiblemente en La Tierra Tiembla, también una inequívoca marca histórica que fastidia a la derecha cinéfila), ponerse de novio con una chica que le gusta cómo baila, casarse con ella y tener un hijo son muchas de las cosas que Sebastián, que parece invencible en cualquier circunstancia, es capaz de hacer para mantener la vertical. Pero el mundo puede desquiciarse más todavía y desafiar la determinación de un pibe como él acostumbrado a sobrevivir a casi todo. Es algo que estamos experimentando en estos años de neoliberalismo y peste. La enumeración que hice en este párrafo no parece seguir un orden de causa/ efecto, sino una serie de variabilidad infinita que Katz resuelve mediante sutiles omisiones.  


El crecimiento artístico sostenido del cine de Ana Katz se funda en una mirada en la que la inteligencia y la emoción no se chocan, en su vocación para manejar códigos muy abiertos que le dan a sus películas un potencial popular que no se enrosca sobre sectas cinéfilas y en su capacidad para sentir la experiencia de personas de vidas de manta corta, resistentes, tenaces hasta el tope de lo absurdo. Su cine es popular, a pesar de las desastrosas políticas de exhibición del INCAA que obligan a que una película tan exquisita como amable vaya rebotando de sala en sala y de un horario a otro desde su reciente lanzamiento. La película podría beneficiarse por la recepción que conquista de boca en boca si no fuera que el INCAA le hace las cosas tan difíciles. Aún así, El perro que no calla se parece bastante a Sebastián, su protagonista, y uno espera que aún las condiciones más adversas no logren derribarlos. Ya se anuncia su inminente reposición en el MALBA.



This post first appeared on La Otra, please read the originial post: here

Share the post

El perro que no calla

×

Subscribe to La Otra

Get updates delivered right to your inbox!

Thank you for your subscription

×