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Una mirada a la vida en un centro de detención de Inmigración en el área de Chicago

Por Marwa Eltagouri, Tony Briscoe y Nereida Moreno

CHICAGO — Desde la celda de una cárcel en el Condado de McHenry, Jesús Antonio Cruz-Martínez aconsejó por teléfono a su hijastra de 15 años acerca de un chico que le gusta en la escuela. Le escribe cartas a la familia, recientemente le hizo una tarjeta del Día de San Valentín a la familia con los nombres de sus hijos en unos corazones, la cual firmó: “De su papá que desea estar con ustedes”.

Y ora sin cesar para dejar atrás los sombríos muros de su celda y regresar a la casa de dos pisos de su familia en un tranquilo suburbio de Chicago.

Cruz-Martínez, de 40 años, quien fue condenado por DUI y posesión de drogas y deportado una vez; se consume, ya durante tres años en la cárcel del Condado de McHenry, prefiere el confinamiento antes que firmar papeles de deportación. Es uno de los muchos inmigrantes Detenidos que se ven obligados a aceptar una de las dos realidades difíciles: ser deportados de inmediato al país del que salieron o permanecer bajo la custodia del Servicio de Inmigración y Aduanas (ICE) de Estados Unidos, sin saber cuánto durarán sus casos de asilo ni cuál será el resultado.

Mientras el abogado de Cruz-Martínez presenta innumerables mociones para su liberación, la carga emocional de su detención consume a su esposa e hijos, todos ciudadanos estadounidenses.

“Mi hijo Dijo una vez: Mi papá no nos quiere, porque no viene a casa'”, recordó Cruz-Martínez en un cuarto de la cárcel donde la luz del sol sólo entra a través de una hoja perforada de metal sobre una ventana. “Cuando (el niño) dijo esas palabras, me rompió el corazón”, contó.

Ubicado en la cárcel del Condado de McHenry, el centro de detención es un lugar tranquilo donde el tiempo pasa lentamente. Los detenidos pasan los días en celdas, visten uniformes color naranja, escriben cartas, leen textos religiosos o relatos sobre cómo superar la adversidad. Muchos rezan para que nunca tengan que abordar los autobuses blancos de la prisión que los lleva al aeropuerto, para que no se vean obligados a abandonar a sus hijos nacidos en Estados Unidos.

Una foto de la familia de Jesús Antonio Cruz-Martínez, en su casa. (Stacey Wescott/Chicago Tribune)

Cruz-Martínez estaba entre los más de 200 inmigrantes detenidos en la cárcel del Condado de McHenry durante una visita de periodistas del Chicago Tribune a esas instalaciones a principios de este mes.

Más de 100 centros de detención operan en todo el

Jesús Antonio Cruz-Martínez, preso en McHenry County Jail, lucha contra su deportación. STACEY WESCOTT/CHICAGO TRIBUNE

país -dos en el área de Chicago- y la mayoría se encuentran en cárceles de Condados o en prisiones privadas. Mientras los detenidos entran y salen de estos centros, los expertos dicen que es demasiado pronto para saber si la tasa de deportaciones ha aumentado bajo la administración del presidente Donald Trump. Aunque Barack Obama deportó más gente que cualquier otro presidente, los activistas de inmigración y abogados coinciden en que las promesas de Trump contra la inmigración hacen que las deportaciones parezcan más alarmantes. Otros creen que la aplicación más estricta de la ley de inmigración de Trump “hará al país más seguro”.

A medida que el clima político cambia, Cruz-Martínez teme que sus posibilidades de reunirse con su familia puedan extinguirse.

En enero, Trump emitió una orden ejecutiva para ampliar la lista de prioridades de deportación, que ahora incluye a cualquier ciudadano que sea acusado de un delito de cualquier tipo o que sea sospechoso de cometer actos criminales. También da prioridad a los inmigrantes que, al igual que Cruz-Martínez, tienen órdenes de deportación pendientes o que han reingresado al país después de haber sido previamente deportados.

“Todavía estoy peleando, porque esta es mi última oportunidad”, dijo Cruz-Martínez. “Todas las personas con DUI (y) delitos menores, esta será la última oportunidad de estar con nuestra familia, es muy difícil”.

‘Cuatro idiomas, un Dios’

Ante la incertidumbre legal, los detenidos se refugian en la fe. Cada semana, voluntarios del Comité Interreligioso para Inmigrantes Detenidos visitan a los internos en tres centros de detención de ICE en Illinois y Wisconsin, les dan apoyo espiritual y emocional. Los voluntarios forman relaciones con los inmigrantes que ven regularmente, pero con el flujo de inmigrantes que son detenidos y deportados, nunca saben si volverán a ver a un inmigrante en una próxima visita.

Un martes reciente en la cárcel, alrededor de una docena de detenidos caminaron en fila a un aula donde se sentaron con los voluntarios interreligiosos. La hermana JoAnn Persch tomó lista de los presentes y revisó las cuentas de cada preso. Si una cuenta tenía menos de $10, la organización le donaba $10. Los detenidos usan el dinero para llamadas telefónicas a sus seres queridos, productos de higiene o placeres simples como un café.

Algunos reclusos recogieron tarjetas de oración que había sobre una mesa con la imagen de San Judas Tadeo, el santo patrón de las causas perdidas. Algunos intercambiaron sonrisas con los voluntarios que reconocieron de visitas anteriores. Casi no sostenían contacto visual, se escuchan con las cabezas inclinadas.

Cada semana, los reclusos escriben solicitudes de oración que los voluntarios envían a grupos religiosos.

“Es conmovedor, dan ganas de llorar cuando ves por lo que están orando: uno por el otro; por nosotros, por sus familias, porque el juez tenga un corazón y mente abiertos; por su abogado, si tienen la suerte de tener uno”, comentó Persch.

Ese día, María Cristina Yuquilema-Yantalema, de 24 años, una detenida, que dijo haber sufrido violencia doméstica en Ecuador, su tierra natal, oró por Trump.

“Ella quería orar por su familia, y rezar para salir libre”, y para que el presidente Trump “escuche a Dios”, mencionó la hermana Rita Specht.

Pero principalmente, no quiere volver a su casa.

Yuquilema-Yantalema conoció a su marido de 41 años de edad cuando ella tenía 15, y se casó con él cuando tenía 17, contó durante una entrevista con el Tribune. Sus mejillas brillaban, estaban cubiertas de lágrimas y su voz temblaba cuando relató su historia entre sollozos. Un guardia le trajo un fajo de servilletas.

María Cristina Yuquilema-Yantalema, salío de Ecuador huyendo de la violencia doméstica. Inmigración la arrestó.
(Stacey Wescott/Chicago Tribune)

“Iba caminando a casa de la escuela, arrastraba unos zapatos rotos, cuando me di cuenta de que me miraba fijamente, me saludó, y yo le dije que no tenía dinero”, contó. “Así que me compró un par de zapatos y me ganó”.

Una vez que se casaron, su esposo se volvió física y emocionalmente abusivo, contó Yuquilema-Yantalema. “Me pegaba, no me dejaba salir, me decía que nadie más me querría … porque yo era muy fea”, contó.

Para diciembre, ya había tenido suficiente y se puso en contacto con un amigo de la familia que le instó a venir a vivir en Nueva Jersey.

“Temía por mi vida”, dijo. “En mi país no tenemos ayuda, no hay apoyo para las mujeres”.

Ella fue detenida por oficiales de inmigración en febrero cuando iba a Indiana, donde había aceptado un trabajo en una fábrica. La Policía detuvo un camioneta con placas de Texas en una carretera fuera de Indianápolis. El oficial “sospechó tráfico humano” y llamó a Inmigración, según funcionarios de ICE.

Yuquilema-Yantalema, que fue detenida porque estaba en el país ilegalmente, dijo que se negó a firmar una orden de deportación voluntaria como todos los demás en el vehículo porque estaba demasiado asustada para regresar a casa. Ya no está bajo custodia, según una base de datos de ICE. Ese martes todavía esperaba solicitar asilo pero no tenía abogado para defender su caso.

“Es muy difícil”, dijo, secándose las lágrimas. “Si vuelvo, podría encontrarme, podría hacerme daño”.

Al concluir la sesión de oración, un voluntario llevó a las mujeres a recitar un pasaje del libro de los Salmos. Muchos leyeron en voz alta al unísono en inglés. Dos mujeres oraron en francés, un número en español y uno en árabe.

“Cuatro idiomas, un Dios y una familia”, dijo un voluntario al cierre.

Vida en detención

Cuando las pesadas puertas de metal de la cárcel se cerraron, el ruido aún retumba a lo largo de los pasillos oscuros. Los detenidos se alojan en cuatro divisiones de la cárcel de acuerdo a su clasificación. Pasan la mayor parte de su día dentro de sus celdas de dos niveles, con mesas y sillas en el nivel inferior. Alrededor de sus muñecas llevan pulseras con sus números del registro de extranjero (Alien Registration Numbers) y su foto.

El vestíbulo y el estacionamiento afuera de la cárcel de ladrillo se congregan los visitantes que intentan reunirse para entrar y encontrarse con su ser querido. Las familias no pueden visitar a los detenidos en persona, usan una estación de video, que cuesta 50 centavos por minuto después de los primeros 30 minutos. A un costo más económico, los detenidos pueden pagar para usar teléfonos o escribir cartas.

Sólo los capellanes y los abogados pueden visitarlos en persona. Cuando Cruz-Martínez y su esposa tuvieron su ceremonia de matrimonio civil en la cárcel para corregir el papeleo de su matrimonio original, estuvieron separados por un muro de vidrio.

Durante las horas designadas, los detenidos pueden investigar sus casos en la biblioteca de la cárcel. Los que no hablan inglés y quieren desafiar su situación de detención o inmigración tienen que lidiar con la escasez de materiales en otros idiomas.

La mayoría de los días están reglamentados. Se despiertan y se les asigna tiempo para ducharse. Tienen una hora de recreación interior, jugar juegos de mesa o ver la televisión.

En un día promedio del año pasado, alrededor de 1,055 personas estaban detenidas en Illinois, Indiana, Wisconsin, Missouri, Kansas y Kentucky, según estadísticas preliminares del ICE de 2016. A mediados de febrero, la duración media nacional de la estancia de un detenido era de unos 36 días. Esto incluye a los inmigrantes que agotan sus apelaciones en tribunales de inmigración y aquellos que provienen de países donde es difícil asegurar documentos de viaje, dijo un portavoz de ICE.

En 2016, 2,326 inmigrantes fueron deportados de la región de seis estados del Medio Oeste, y 240,255 inmigrantes fueron deportados a nivel nacional, según funcionarios de ICE. Durante su campaña, Trump prometió deportar hasta 3 millones de inmigrantes que tienen antecedentes penales o viven ilegalmente en el país, un plan acogido con beneplácito por muchos que creen que las leyes de inmigración deben ser más estrictas.

“En esencia, el presidente Trump está pide a los oficiales de inmigración, a la Patrulla Fronteriza, que hagan cumplir la ley … hacer cumplir las provisiones, no renunciar constantemente a ellas, no ignorarlas”, dijo Hans von Spakovsky, jurista de Heritage Foundation.

Mencionó que es importante deportar a personas que, como Cruz-Martínez, tienen antecedentes criminales.

“Una persona que violó nuestras leyes para llegar aquí no debería tener prioridad sobre los inmigrantes legales que cumplieron con las reglas para intentar entrar en el país y convertirse en ciudadanos”, dijo. “Y no creo que el hecho de que te alejes por infringir la ley durante años, de repente te pueda dar inmunidad de esas leyes, no tengo simpatía por las personas que están aquí ilegalmente”.

El pasado te alcanza

Cruz-Martínez era un adolescente cuando vino a los Estados Unidos por primera vez. Fue deportado en 2002 tras ser declarado culpable de posesión de cocaína. Permaneció en México durante tres años, hasta que fue amenazado por dos miembros del cartel mexicano de drogas Los Zetas en 2005.

Llegaron a su casa en busca de uno de los hermanos de Cruz-Martínez, según documentos judiciales. Cuando no pudieron encontrar al hermano, dijeron que iban a responsabilizar a Cruz-Martínez por sus acciones. Dos meses más tarde, Cruz-Martínez pagó a un contrabandista $3.000 y se unió a un grupo de migrantes en una caminata de cuatro días a través del desierto para entrar de nuevo a Estados Unidos.

Un año más tarde, Cruz-Martínez volvió a ponerse en riesgo de ser deportado después de otro enfrentamiento con la ley.

Se declaró culpable de un delito grave con agravantes a un oficial de policía y DUI agravado sin licencia de conducir, y sirvió varios meses en la cárcel del Condado de Cook. Pero Cruz-Martínez dijo que su encarcelamiento lo cambió: se benefició de grupos de apoyo al abuso de sustancias, estudio bíblico y clases para aquellos que aprenden inglés como segundo idioma.

Después de conocer a Cerila Cruz en 2007, Cruz-Martínez continuó su camino hacia la redención que lo alejaba más y más de su pasado y hacia una nueva vida de paternidad. Él cobijó a los tres hijos del matrimonio anterior de Cerila Cruz con un calor que los niños nunca antes habían tenido de su propio padre, contó la mujer. Después de un año de salir juntos, se mudaron juntos a una casa estilo rancho en Bolingbrook, que a lo largo de los años adornaron con tanques de peces, perreras y fotos de la familia.

Cruz-Martínez enseñó a sus hijastros a andar en bicicleta, a pescar, a encontrar la baratija adecuada en una venta de garaje. La pareja eventualmente tuvo un hijo propio, Jesús Anthony.

Durante su detención, la hijastra de Cruz-Martínez, Anna, intenta llenar el vacío dejado por su ausencia charlando con él regularmente por teléfono, mencionó.

“Cuando me llama y me habla, simplemente dice: ‘Asegúrate de cuidar a tus hermanos y hermanas’ y ‘Asegúrate de cuidar a tu mamá. No sé cuándo volveré a casa, pero (Cuando lo haga), les ayudaré, iremos a algún lugar e iremos de vacaciones y nos quedaremos juntos como una familia de nuevo, y nada más podrá suceder “, contó.

Una montaña rusa de emociones

Después de años de limbo, ICE emitió órdenes para la deportación de Cruz-Martínez hace dos semanas.

El día antes de su deportación, Cerila Cruz volvió de reunirse con el abogado de su marido en estado de shock. En los años en que su marido fue detenido, había sido hospitalizada con depresión. Sus hijos mayores estaban devastados, y Jesús Anthony, ahora de 7 años de edad, nunca había entendido por qué su padre se había ido la mitad de su vida.

Empezó a elegir la ropa que esperaba que nunca tuviera que empacar – seis camisetas, pantalones cortos, jeans, y pantalones deportivos- en una mochila que Cruz-Martínez llevaría consigo a través de la frontera mexicana. Levantó la mochila y la sacudió, con la esperanza de que pesara las 40 libras asignadas por ICE.

Su mente reconsideraba sus opciones. No podía llevar a sus hijos a vivir con Cruz-Martínez en México, pensó en voz alta; Ambos pensaron que era demasiado peligroso. No podía soportar no saber cómo su esposo, que ha sufrido dos ataques al corazón, podría pasarla.

Recordó un incidente de febrero en el que un mexicano deportado por tercera vez, saltó de un puente a su muerte en la frontera de Estados Unidos y México, cerca de Tijuana.

Más tarde ese día, las preocupaciones de Cerila Cruz fueron aliviadas, aunque sólo momentáneamente. Recibió la noticia de que un juez del Séptimo Circuito emitió una suspensión de emergencia, lo que le dio a Cruz-Martínez otra oportunidad de permanecer bajo custodia estadounidense. Fue trasladado al Centro de Detención del Condado de Pulaski, seis horas al sur de Chicago. Cerila Cruz estaba contenta. Desempacó la mochila.

El miércoles, sin embargo, se le informó que Cruz-Martínez fue trasladado a una instalación en Louisiana. Habló con su marido por teléfono.

“Suena como si estuviera deprimido, había estado llorando, ambos estábamos hablando y llorando juntos”, dijo. “Ahora está lejos, muy lejos, esa instalación está más cerca de la frontera, a Texas y México, casi está allí”.

El último viaje en autobús

Para otros casi 70 detenidos, la expulsión era inminente.

Sentado en dos autobuses de la cárcel en Kankakee en un viernes reciente, esperaron a que los conductores comenzaran el viaje de una hora al Aeropuerto Internacional Gary / Chicago, donde el grupo abordaría un avión dirigido a la frontera mexicana.

En el primer autobús, dos mujeres se sentaron en el frente. El resto eran hombres. Llevaban pantalones vaqueros, y algunos llevaban las capuchas de las sudaderas. Sus manos estaban esposadas y una cadena envuelta alrededor de sus torsos.

Algunos echaron un vistazo a través de los agujeros de las ventanas con barrotes, no vieron nada más que los campos vacíos que rodeaban el Centro de Detención de Jerome Combs. Otros miraban hacia adelante, con los ojos perdidos. Sabían lo que les esperaba: serían llevados a la frontera con pocas pertenencias, apartados de la vida que habían pasado décadas construyendo en Estados Unidos.

Levantaron la mirada con cautela cuando una mujer subió al autobús y se acercó a la puerta de metal que separaba a los detenidos de la zona del conductor. Elena Segura, directora de la Oficina de Asuntos Inmigrantes e Inmigración de la Arquidiócesis de Chicago, les habló a través de una caja en la puerta.

Durante unos minutos, ofreció a los inmigrantes una luz de esperanza. Les contó acerca de las casas de hospitalidad administradas por los católicos a lo largo de la frontera, donde los trabajadores sociales podrían ayudar a los detenidos a obtener transporte a cualquier ciudad a la que necesiten ir. Ella les dijo que la vida es una cabalgata – y este viaje será sólo parte de ella.

“La esperanza los acompaña, aférrense a la esperanza”, les dijo. “Ustedes no están solos”.
—Chicago Tribune



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