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El síndrome Scarlett Johansson (Historia de un matrimonio)

Antes de comenzar dos anécdotas que --además de la propia película-- forman parte del contexto desde el que escribo esta crónica:

1. Hace tiempo, un antiguo compañero del trabajo, solía decir que, con el tiempo suficiente (quizá menos del que pensamos), Aunque viviéramos con Scarlett Johansson en su mejor momento físico, dejaríamos de mirarla, ni siquiera cuando deambulara en tanga por la casa. Nuestra reacción, llegado el momento, sería pedirle que se apartara al pasar delante del televisor. La situación me hizo gracia y acabamos refiriéndonos a ella como el síndrome Scarlett Johansson. Seguramente la sicología ha descrito mucho mejor que yo este estado de sentimientos, y con palabras mucho más técnicas además, pero la descripción de mi colega me parece que tiene una ventaja práctica inapelable: provoca un animado debate en cualquier clase de tertulia obrera y/o no especializada.

2. El mismo día que iba a ver la película de Baumbach, por la mañana, me encontré con otro amigo, con el que hacía tiempo que no coincidía, y lo primero que me confesó es que estaba en una fase muy inicial de su divorcio (la más dolorosa precisamente, cuando crees que tu vida se deshace en pedazos y nunca podrás reconstruirla; y más aún cuando hay hijos pequeños por medio). Una triste noticia sin duda, y por eso le ofrecí mi ayuda y mi apoyo en lo que quisiera; sin embargo, con la mejor intención, y sabiendo por experiencia directa en qué punto se encontraba su vida en ese momento (y el previsible recorrido que le esperaba en los siguientes dos años), no pude contenerme y le expliqué mi teoría sobre el divorcio en Occidente: resulta que, por una inexplicable aporía de la vida en sociedad, la crianza de los hijos resulta mucho más sencilla estando divorciados que conviviendo en pareja, por la simple razón de que el reparto de tareas, gastos y responsabilidades está explícitamente pactado (a veces con jueces por medio). Es absurdo, ridículo, no tendría que ser así, y aunque no es una verdad universal es increíble la de veces que se cumple esta paradoja. En cambio, mientras se convive, todo está mezclado, implícito, el trabajo y las obligaciones autoimpuestas impiden distanciarse, descansar, repartir... Le auguré que, al cabo de unos meses (si todo iba como debía ir) estaría encantado de llevar una vida tan ordenada: esperaría los fines de semana con sus hijos con toda la ilusión y, a su vez, se desfasaría como siempre deseó estando casado cuando no los tuviera. Se reía ante mi ocurrencia, pero le profeticé que llegaría un día en que se acordaría de nuestra conversación.

Así que esa misma noche voy a ver Historia de un matrimonio (2019) con las expectativas muy altas: no sólo por tratarse del nuevo filme de mi admirado guionista/director, sino porque espero encontrar una refutación --aunque sea ficticia-- al famoso síndrome que me he inventado y, de paso, confirmar la lunática teoría que le solté a mi amigo recién divorciado.

La película se presenta como una exposición cartesiana y, a la vez, dramáticamente intensa, de un divorcio que, de entrada, ambos plantean como civilizado y cuidadoso (hay un hijo por medio), pero que acaba convirtiéndose en un tornado de emociones imprevistas y contradictorias en las que no falta el llanto, la ira, el humor, lo raro, la ironía o la ternura... Todo tan entremezclado como los sentimientos de ambos protagonistas (Johansson y Driver). Aun así, el punto de vista narrativo de la historia está más cerca del lado masculino (probablemente por los elementos autobiográficos que ha añadido Baumbach al guión), y quizá por eso, a pesar de que ambos intérpretes están de premio, a Driver se le ve más diversificado en recursos, más matizado, mientras que Johansson exhibe menos registros (aunque brillante en todos ellos). Lo cierto es que en la gran mayoría de situaciones que presenta el filme, hombres y a mujeres podrían verse identificados de una u otra manera.



El arranque es brillante: cada cual alabando sinceramente las cualidades del otro, describiendo el amor mutuo desde el que inician en camino hacia una separación civilizada, un objetivo que, debido a sentimiento y detalles que es difícil concretar en palabras, acaba malográndose. Baumbach, un consumado maestro en urdir escenas que ilustran a la perfección estados de ánimo y comportamientos humanos, despliega un enredo dramático en el que parecía inevitable no caer (los dos protagonistas acuerdan separarse de buen rollo). Los intereses personales y vitales acaban pudriendo el proceso hasta convertirlo en un trance humillante y doloroso para ambos. Y todo para acabar en una especie de limbo donde el sentido común, la responsabilidad parental y una ternura que fluye directamente de aquel lejano reconocimiento de bondades con el que arrancaba la película. ¿Que se podían haber ahorrado tanto dolor? Creo que no, como no se lo podrá ahorrar mi amigo.

Historia de un matrimonio es una película atractiva, intensa, sincera; pero también --no lo olvidemos-- una ficción cuidadosamente dramatizada y dosificada (como las interpretaciones de los protagonistas, que se disfrutan gracias a largas y meritorias tomas sin corte), y aunque el resultado no es un filme demoledor ni redondo, sí que contiene una buena disección de un tránsito tan común como desgarrador para los adultos. Esta vez Baumbach ha permitido que el drama personal forme parte de sus adorables ficciones neoyorquinas, repletas de un sutil sarcasmo, humor indie, diálogos culturetas y desencanto en dosis precisas; exactamente la clase de distracción que encaja a la perfección con nuestra idea de la existencia. Y no es que esta película le haya quedado mal, pero el resultado está más cerca de Kramer contra Kramer (1979) que de Frances Ha (2012).

Puede que en realidad accedamos a la verdadera madurez cuando sobrevivimos sicológica y sentimentalmente a un divorcio, a cualquier clase de alienación de afectos sobrevenida y/o forzosa. Una madurez que se caracteriza porque al fin disponemos de una vida anterior sobre la que teorizar y bromear, con la tranquilidad de que está cerrada, acabada y alejándose más cada día que pasa. A partir de ese momento te ganas el derecho a comenzar algunas frases con toda clase de prestigiosas muletillas: «Mi ex decía...», «Estuve allí con mi ex, pero siempre he querido volver con alguien que sí me gustara», «Con mi ex hacíamos eso, pero ahora me he dado cuenta de que...» y otras lindezas por el estilo. Un divorcio es la frontera entre nuestro yo del presente y esa otra persona del pasado que, con el paso de los días, parece cada vez más lejana e irreal. Quizá superponer las relaciones en capas, ocultando la anterior con la siguiente, sea la única forma que hemos encontrado de superar ciertos traumas, errores e inconsistencias: si no acaba bien, consideramos aquel tiempo parte de otra vida; sin embargo, cuando logramos que perdure, nunca alcanzamos la misma lucidez distante que permite reconocer sus méritos...





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