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Crítica | Los archivos del Pentágono

Debate de ficción: entre la imagen clásica y la imagen invisible

Crítica ★★★★★ de Los archivos del Pentágono (The Post, Steven Spielberg, EE.UU., 2017).

Con todo lo que se ha debatido acerca de las características del llamado cine clásico, o de narrativa y urdimbre puramente clásica, deberíamos aclarar que estos resurgimientos eventuales nos impiden detonar un discurso apropiado alrededor de las imágenes contemporáneas. Cineastas como Spielberg manejan con astuta solvencia una narrativa ambigua, entre la evidencia de la puesta en forma y los intangibles en la adecuada gestión de la imagen de ficción. En este momento, igual que ocurre con otros directores de la generación de los setenta, se tiende a interpretar la optimización de los hallazgos visuales y la economía del relato como características plenas atribuibles al cine clásico estadounidense sin pararse a cuestionar que, tanto Spielberg como realizadores mucho más antiguos enmarcados por derecho propio en la edad dorada del Hollywood de estudios, ya rompieron las reglas básicas de la casualidad mediante múltiples maneras de reflexión visual, dándole prioridad a lo invisible, y apelando a una honda mirada artística a los parámetros del cine tradicional.

En uno de sus muchos artículos de cabecera, Santos Zunzunegui se refería al cine de Gregory La Cava, digamos que un autor bien posicionado dentro de los estamentos del cine de los años treinta, como el trabajo de un director casi clásico aludiendo a la definición que de este hicieron Bertrand Tavernier y Jean Pierre Coursodon en unos de los pocos estudios sobre la obra del cineasta. Estas suposiciones albergaban un estudio profundo de los mecanismos de estilo de un director que parecía romper constantemente con las reglas básicas del cine de entonces, urdiendo un estilo minimalista, capaz de alterar el estado de ánimo del espectador con arriesgadas decisiones creativas. La Cava se entregaba a espontaneas decisiones de puesta en forma que producían un ventajoso espacio fuera de cámara, acogiéndose a una dimensión irreal, que filmaba los limites mismos de la imagen. Ya entonces con películas como El despertar de una nación (1933), Mundos privados (1935), o Al servicio de las damas (1936), incurríamos a ver escenarios difusos entre lo real y lo imaginario, al brotar de ellos dimensiones metacinematográficas. El propio Zunzunegui describe en uno de sus libros el plano final de Al servicio de las damas como emblema fundamental del estilo del autor. El plano inserto de unos cortinones que oscilan debido al rastro que deja el paso del desaparecido personaje de William Powell. Una imagen invisible, fantasmal, y, según palabras del escritor, escurridiza, en la que se define mejor que en ninguna otra la poética visual de La Cava. Ahora, si con eso entonces ya podíamos debatir sobre la identidad real del cine clásico, añadiría un coetáneo como Leo McCarey para subrayar cuáles serían a nuestro juicio los primeros amagos de romper terminantemente con el clasicismo. En la extraordinaria Dejad paso al mañana (1937), hay una escena muy clarividente de hacia dónde la realidad en el cine abrazaba encuadres fantasmas para operar en la idea absoluta de la ficción. La pareja de ancianos formada por los actores Victor Moore y Beulah Bondi disfrutan de lo que será su última noche juntos alejados de las imposiciones de sus hijos. Deciden acercarse al mismo hotel en donde celebraron su luna de miel cincuenta años antes. Mientras los dos enamorados cenan en el lujoso salón del hotel, comprobamos como la cámara de McCarey rasga de una manera sutil y hermosa la cuarta pared para mostrarnos la mirada fuera de campo de Beulah directamente enfocada hacia el espectador, que asume ventajoso el privilegio de ser testigo de la escena. La mujer tímida, dejándose llevar por la emoción y por los recuerdos, se acerca para besar al marido en público; entonces, la mirada de la protagonista es la conciencia que une la realidad con la ficción. Por acotar lo que en términos cinematográficos sería una cinta de dialéctica clásica, asistimos en ese instante a una ruptura de la narrativa, y el cine clásico deja de existir dando paso a una imagen no diegética, bellísima en su contacto con lo invisible. Con McCarey y esta emotiva película se perdía eso que llamaba André Bazin de “Ver bien la realidad” y se manifestaban poéticas misteriosas, oscuras, alrededor de la imagen clásica.

El estreno de Los archivos del Pentágono vuelve a ahondar en la forja de un autor de dimensiones soñadoras, pese a que en este caso escape parcialmente a la sugestión y se centre en el compromiso de un relato oportuno acerca de las libertades de expresión en tiempos de oscurantismo político. A la hora de la verdad, Spielberg filma desde un ángulo similar todas sus historias, con la presencia recurrente de una perspectiva íntima, reconocible en el juego de espejos constantes a los que nos muestra sus reflejos de autor. En su cine entabla diálogos trágicos con la imagen, y para testimoniar ese digamos resplandor, el director debe manejarse entre hermosas fantasmagorías. Si volvemos por un instante a La Cava, más concretamente a la imagen escurridiza del plano final de Al servicio de las damas, con William Powell desapareciendo del encuadre, notaremos como esa huella que deja a su paso por medio del aire de las cortinas moviéndose podría enlazar con uno de los últimos planos de Lincoln. El presidente encarnado por Daniel Day Lewis vaga por los pasillos de la Casa Blanca y Spielberg lo filma en claroscuros de espaldas hasta que pausadamente se aleja del encuadre y desaparece por la puerta. Tras de sí percibimos toda una nueva magnitud, percibimos la muerte, y el misterio. Esa imagen, fantasmal, lógica y coherente con la esencia imaginaria de Spielberg, identifica los rasgos invisibles del entonces ya un cine clásico que no pretendía serlo. Hay un encuadre, diríamos que perfecto, en los primeros minutos de Los archivos del Pentágono que igualmente nos sirve de alusión, nexo y advertencia. Se trata de un bello fundido encadenado que enfrenta en el mismo plano el rostro del reportero Daniel Ellsberg (Matthew Rhys) sobre sí mismo. La escena anterior dibuja a Ellsberg tecleando en el campamento base con su máquina de escribir, y después a este sentado en un avión del gobierno con la vista perdida hacia la ventanilla. El fundido los une en un brillante plano espejo muy resolutivo e interesante, no solo por ser una de los recursos habituales del director, sino por emplazar en ese personaje todo lo invisible (la clave del relato, de nuevo filmada de forma misteriosa, espectral, escurridiza). Otro tanto sucedía recientemente con la entrada en el plano de Rudolf Abel (Mark Rylance) en El puente de los espías, con la triangulación de una cámara que capta a Abel reflejado desde distintos ángulos, tanto en un espejo, como en el lienzo del autorretrato que está pintando. Los planos espejo obran la voluntad sensible del cineasta y se opone a cualquier idea de imagen hueca que podamos mal interpretar en su depurada puesta en escena. El cine como sueño, como verdad manipulada inteligentemente.

La mujer y la masculinidad en el pensamiento Spielberg


La postura errónea altamente compartida por ciertos espectadores y críticos acerca del escaso rango de importancia que en teoría le ha dado Spielberg a la mujer en su cine choca cuando esta se reabre y expone a un estudio detallado de su obra. Lo que no quiere decir que el oportuno artefacto feminista que corresponde a la problemática del presente, y vemos en Los archivos del Pentágono, tenga que recurrir por ello a niveles de representación muy distintos de los que lleva enfocando en toda su filmografía. La mujer en el cine de Spielberg emerge como una figura fuerte y sostenible. En muchos casos, único sostén familiar frente a la ausencia masculina. Diríase que todavía E.T. asoma como tótem fundamental de la mirada matriarcal de una madre que debe imponerse ante las irresponsabilidades de un padre fantasma, presente en el relato solo por vías invisibles, fueras de campo. En Lincoln, Mary Todd (Sally Field) afronta la tragedia de un hijo muerto de manera directa y responsable mientras su marido sugiere un abandono, un carácter miedoso y débil. El eco de esas mujeres contrapone la mirada ante un hombre cobarde, subordinado en función a su competencia. Hemos asistido a esa visión en el grueso de la obra de Spielberg, porque esa visión era consecuente con su experiencia familiar, sin embargo, los personajes de Roy Neary (Richard Dreyfuss) en Encuentros en la tercera fase o de John Anderton (Tom Cruise) en Minority Report desembocan en el de Frank Abagnale (Christopher Walken), de la sublime Atrápame si puedes, absoluto punto de inflexión en el imaginario spielbergiano, al mutar esa imprudencia, en un melancólico patetismo. El hombre entonces víctima de su propia masculinidad ejerce de reflejo, otro espejo más, un legado o herencia: la mirada de un hijo que frente al dolor desea reparar el fracaso de su padre. Así la aguda conciencia del cineasta transita narrativas personales al sublimarse específicamente a lo cinematográfico. La salvedad en Los archivos del Pentágono, no por azar, reside en afrontar la muerte como implacable metrónomo de la debilidad masculina. Cuando antes, la muerte directa o indirectamente brotaba desde la enfermedad, o lo ausente del hombre provenía de furtivas carencias en lo relativo a su responsabilidad tanto como padre, marido e hijo; aquí lo accidental deviene en tragedia retratando a Katherine Graham (Meryl Streep), como la viuda de un marido que bajo circunstancias desconocidas decide suicidarse. El hombre representa el definitivo concepto de abandono, el de la voluntad, dejando a su mujer al frente del periódico que por herencia —era la empresa de su abuelo— le hubiese correspondido. Kay encara el abismo de un mundo de hombres, una mujer invisible entre sombras amenazadoras e intimidatorias, reuniones atestadas de empresarios con traje chaqueta. En resumen, el cineasta aplica un interesantísimo discurso del miedo, un cosmos femenino debilitado por el acecho patriarcal. De esa manera, la cámara inflige decisiones formales arrolladoras, como, por ejemplo, el travelling circular que acontece en la fiesta en el jardín de la casa de Kay en el que se adopta un punto de vista psicológico; y la inestabilidad de la protagonista queda ostensible mediante la cámara nerviosa en movimiento. Precisamente esa idea contrasta con el mejor plano de la película justo después de una elipsis: el ligero paneo que sigue a Katherine bajando las escaleras del Congreso ante la atenta mirada de numerosas mujeres. Una escena que Spielberg filma sin alardes, con magisterio, alegoría del gran empoderamiento que sufre la protagonista.

«Spielberg continua en la búsqueda esencial de lo profundo y misterioso, lo impresionante es que hasta en sus trabajos más urgentes adolezca de una creatividad fuera de toda duda. Un artista que busca su definitiva imagen invisible, su definitiva imagen escurridiza».


Será también Spielberg el que asuma cierto grado de minimalismo en un marco escénico vertical en línea con la arquitectura art déco de los edificios, y el uso cromático en escalas de grises. Colores fríos, gélidos en el exterior para la ciudad, azules en los interiores de la redacción con detalles en el vestuario de Ben Bradlee (Tom Hanks), los cuales difieren con los ocres, amarillos, mucho más cálidos, para filmar el hogar de los Graham. Incluso la música de Williams queda disimulada por un exilio sonoro en la épica del relato, manifestándose en el desenlace. El director abre la cinta con la música de la Creedence Clearwater Revival, siendo una manera de rendirle tributo a los delirios de la guerra y a sus arquetipos en el cine sobre el Vietnam. Las texturas setenteras formulan estrategias claramente emparentadas con el cine periodístico, algo que no es ajeno en la educación cinéfila de Spielberg que decide acabar su obra donde podría nacer un remake de Todos los hombres del presidente (Alan J. Pakula, 1976). Los archivos del Pentágono construye un paisaje discreto, por contra lo etéreo, lo invisible coexiste como identificación de autor. Son varias las escenas en donde el teléfono opera de conductor o corriente del mensaje; un dispositivo, en este caso el hilo telefónico, altavoz de los gobernados. Clara muestra de ello son en primer lugar la secuencia en casa de Katherine donde llegamos a simultanear hasta seis interlocutores distintos, o minutos antes la tensa escena en las cabinas telefónicas donde uno de los reporteros quiere contactar con Ellsberg. Asombra más si cabe el compromiso del cineasta al habitar una atmósfera de ensueño y combinar los extensos diálogos con una escritura muy precisa de contornos melancólicos (las reuniones en los bares de hotel, las emotivas miradas al vacío de Streep o la afligida descripción de lo cotidiano). Spielberg continua en la búsqueda esencial de lo profundo y misterioso, lo impresionante es que hasta en sus trabajos más urgentes adolezca de una creatividad fuera de toda duda. Un artista que busca su definitiva imagen invisible, su definitiva imagen escurridiza. | ★★★★★ |


David Tejero Nogales
© Revista EAM / Badajoz


Ficha técnica
Estados Unidos, 2017. Título original: «The Post». Director: Steven Spielberg. Guion: Liz Hannah, Josh Singer. Compañías productoras: Amblin Entertainment, DreamWorks SKG, Pascal Pictures, Participant Media. Distribuidora: 20th Century-Fox. Fotografía: Janusz Kaminski. Música: John Williams. Montaje: Sarah Broshar, Michael Kanh. Reparto: Meryl Streep, Tom Hanks, Bruce Greenwood, Bob Odenkirk, Tracy Letts, Sarah Paulson, Matthew Rhys, Alison Brie, Carrie Coon, Jesse Plemons, Bradley Whitford, David Cross, Michael Stuhlbarg, Zack Woods, Pat Healy, Deirdre Lovejoy. Duración: 116 min.




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