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Paititi en la bruma de la historia de Carlos Neuesnchwander Landa. PDF 2.3 MB - 86 Pág.



ANTECEDENTES

A menudo me han preguntado, qué me impulsó a realizar expediciones tan arriesgadas y azarosas que interrumpían el curso regular de mis actividades profesionales como médico, docente y funcionario, desviándolas en un sentido insólito e incongruente. Pero con mas frecuencia aún, la mayoría, creía descu­brir en mi conducta extraña, síntomas de desequilibrio psíquico contagiado por mis pacientes, y, no faltaban quienes, maliciosamente, murmuraban que había abandonado el ejercicio de mi profesión para dedicarme a buscar teso­ros. La extrañeza y la suspicacia acrecentaban al comprobar que mi pertinacia se acentuaba a despecho de las dificultades_ y frustraciones.

Quizá la mas concisa y acertada explicación del por qué de mis afanes, la dio un médico colega cuando, al enterarse de que me disponía a emprender una nueva exploración, comentaba con humor comprensivo: es que está escuchando, otra vez, el grito del guacamayo. Y, no le faltaba razón, pues, cuando atingido por la preocupación del estado de salud de los enfermos a mi cargo, trataba de aliviar mi tensión espiritual, empezaba a oír con insistencia crecien­te, el lejano concierto de voces de los animales silvestres que pueblan los mun­dos salvajes de la puna y de la selva y que, tan hondamente, habían contribuído a formar mi personalidad temprana.

Cuando tenía apenas seis meses de edad, junto a mi madre y a mi herma­no, mi padre nos llevó a vivir al valle del río Inambari, situado en lo mas pro­fundo y aislado de la región selvática del departamento de Puno. Nos trasladamos viajando dos días en tren, doce días a lomo de mula, dos días en la espal­da de un quepiri y finalmente, navegando en canoa, tres jornadas más. Des­pués, a lo largo de diez años, ese tipo de peregrinaje, se repitió frecuentemen­te, llevándonos, de mina en mina, por los departamentos del Cuzco, Apurimac y Puno, hasta que me enviaron a Arequipa para que continuara estudiando, formalmente, en un colegio. Pero, aún entonces, pasaba mis vacaciones sumer­gido en aquellas comarcas primitivas de cuya influencia nunca quise ni pude librarme.

Estudié Medicina en países extranjeros y en ambientes urbanos, para adaptarme a los cuales, hube de desplegar gran esfuerzo. Así, lentamente, cicatrizaron las heridas del desarraigo y mi vida transcurrió por las salas y corredores hospitalarios y las oficinas administrativas. Tal vez, sin darme cuenta, orienté mi tendencia exploradora hacia los campos insondables de los fenóme­nos biológicos y de los conflictos psicológicos sin que, a pesar de ello, se extinguiera el rescoldo de vivencias que episódicamente atizaban mi afán de aventura. Persistía la influencia de la vida de la infancia.

De allí que al escuchar las explicaciones que se daba respecto al signifi­cado y origen de algunas ruinas del Cuzco, se creó en mí el deseo de incursio­nar en su misterio, y buscar el motivo que justificara su satisfacción. Este surgió a través de la leyenda del Paititi que conjugaba, admirablemente, mi inci­piente interés arqueológico y mi latente afición exploradora. A su impulso, reuní cuantas versiones y tradiciones pude conseguir e inicié la larga serie de expediciones que, en el futuro, realizaría.


Sustentado en la premisa de que la técnica depurada que exhibían ruinas como las de Sacsayhuamán, Quenco, Ollantaytambo y muchas otras, no había podido nacer madura, concebí la idea de que se había ido perfeccionando en el transcurso de milenios, por un pueblo que al influjo de gigantescos fenó­menos telúricos hubiese emigrado desde los llanos selváticos hasta las cumbres andinas. Era, entonces, procedente, echarse a buscar vestigios de aquel supues­to peregrinaje.


Informado por narradores cusqueños y por los relatos del padre Bovo de Revello, configuré mi primer objetivo: encontrar los caminos que había segui­do la hueste del Inca Yupanki en su incursión a los musus, por la cordillera de Paucartambo. La tradición recogida afirmaba que tal camino se iniciaba al borde de una laguna negra situada en dicha cordillera, cerca al paraje llamado Colla Tambo. Orientado por mi ex-condiscípulo Alberto Apiani y acompa­ñado por los innatos exploradores Agustín Ocampo, Justo Paliza Luna y Ernesto Von Wedemeyer, emprendimos una expedición que duró cuarenta y un días y, aunque parezca mentira, hallamos la laguna negra y el camino de lajas que parte de ella, el que seguido tenazmente nos llevó hasta las cabeceras del río Chunchosmayo, pasando cerca del cerro Apu Catinti y nos permitió, además, descubrir cercos y casas derruidas en la cabecera de Selva donde se originan el Callanga y el Yungari.

Luego, apareció en el grupo de mis informantes, Angelino Borda, un calqueño que aseguraba conocer una gran ciudad oculta entre los repliegues de una quebrada que se originaba en el macizo de Toporake, en el confín nororiental de la Cordillera de Paucartambo. Para poder encontrarla, por primera vez, conseguí el apoyo de un helicóptero de la Fuerza Aérea del Perú, ayuda­do por Manuel Mujica Gallo y apoyado, económicamente, por el diario La Prensa de Lima. Esta expedición no llegó a su fin y se interrumpió en Quilla­bamba. Mi viaje a Estados Unidos, para seguir estudios de perfeccionamiento, creó un suspenso de un año en la prosecución de las expediciones.

El relato de las primeras exploraciones, así como la hipótesis que había venido elaborando, están contenidos en el libro Pantiacollo que escribí en Mia­mi y que, como ganador de un concurso, fue publicado en 1963 con el auspi­cio de la compañía de aviación Faucett.

Desde entonces he realizado veintisiete exploraciones por la vasta región comprendida entre los ríos Madre de Dios, Manu, Paucartambo, Yanatile, Uru­bamba, Cosireni y Apurímac. Las diez que considero más importantes, cons­tituyen el material de este nuevo libro Paititi en la Bruma de la Historia.

Los datos y las comprobaciones adquiridas en cada una de las expedi­ciones, daban pié al planeamiento de, la próxima y así se fue eslabonando la larga cadena de aventuras que crearon en torno a mi persona, la apariencia de un iluso obsesionado por una quimera arqueológica o, por la búsqueda de fabulosos tesoros. De otro lado, la resonancia pública que la prensa nacional dio a mis exploraciones indujo, a muchos, a efectuar viajes similares, estable­ciéndose una suerte de competencia que no rehuí y que, más bien, acicateó mi perseverancia. Sin embargo actué siempre con desventaja porque, por una parte, con excepción de los treinta días de vacaciones que destinaba anual­mente a las exploraciones - que eran insuficientes para culminarlas-no dispo­nía de mas tiempo. En efecto, a diferencia de lo que la gente pensaba, mis esfuerzos transcurrían dentro del campo de mi actividad profesional que se obstinó en cambiar la orientación de la salud pública con un sentido mas integral, preventivo y social; en modificar los programas académicos de la Facultad de Medicina y, en ampliar y mejorar la cobertura de servicios de la Seguridad Social, entre otros afanes.

De allí que siempre me encontrara en el dilema de no saber como repartir mis energías y mi tiempo, entre mis perma­nentes objetivos médicos y mis periódicos intereses de exploración arqueoló­gica. Por otra parte, los recursos económicos propios de que disponía fueron siempre escasos para financiar debidamente las sucesivas expediciones y para competir con mis ocasionales adversarios.

Dentro de esas circunstancias, han sido muchísimos los obstáculos que he tenido que sortear e incontables los sinsabores y frustraciones. Pero, también, invalorable el apoyo, la fe y la confianza que me brindaron personas y entidades, allegadas y hasta desconocidas, a todas las que expreso, antes de iniciar el relato, mi sincera gratitud ó mi conmovido recuerdo. No obstante, incurriría en ingratitud si no remarcara el valioso apoyo que me otorgó siem­pre la Fuerza Aérea del Perú y el que, como póstumo aliento, me sigue ofre­ciendo mi dilecto camarada de aventuras, Ernesto Von Wedemeyer, a través de la empresa que relevantemente contribuyó a forjar y que hace posible la publicación de este libro.

En Arequipa, enero – junio de 1983

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