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Mi suegra y el ginecólogo

Hola. Soy Marianella. El silencio, que sé de buena fuente, sufre de insomnio como yo, se pasea una y otra vez frente a mi, coqueto el chucha, levitando a unos metros del suelo, sin sacarme los ojos de encima esta madrugada sin tiempo. El techo parece más lejano ahora que parecer no estar.

Mi simpático, grande y ruidoso reloj de pared ha sido desechado. Arbitrariamente reemplazado por uno pequeño y mudo. La más negra oscuridad se contorsiona y se acomoda en el regazo de las recién colocadas cortinas black out de mi habitación. Los beneficios de esta nueva adquisición siempre me parecieron desventajas. Una de ellas, que mis ojos no vean antes de cerrarse voluntariamente.

Escribo con una mano. Ana se ha robado mi brazo izquierdo, y no tiene intención de devolverlo. Ha reducido mis dedos a simples protectores de su hombro contra el frío. Parte de mi pecho, ha sido tomado también por asalto, pero él, prolífero de emociones, se resigna con felicidad inmuta, a contener la suave brisa de la respiración de la mujer que amo.

No puedo ver Netflix, porque Ana no puede dormir con la televisión prendida. Los audífonos bluetooth de rebaja en eBay, han podido eliminar el ruido, pero no la molestia del brillo de la pantalla. No la entiendo. Sin el arrullo sublime del brillo y ruido de una película de Coppola o de Julio Medem, ¿cómo puede dormir?

Así que aquí estoy otra vez, aprovechando la acogida de ser leída por ti, para poder protestar a digital grito pelado, en este huequito de la red, llamado “Té Encontré”.

No hay té esta madrugada por que ando estreñida desde que bebí unas tres tazas, de té de coco, regalo exquisito de un simpático muchacho de sonrisa amable, llamado Raúl. He quemado el material gráfico de esta historia, por razones verdaderamente sinceras.


Este es mi contexto. He cuidado de mi desde siempre. Mis padres trabajaban mucho. Mis hermanos menores y yo crecimos entre empleadas domésticas y cuanto curso extraescolar podíamos aprender, para así mantenernos ocupados y acompañados. De chica solucionaba mis problemas como podía. Si me caía me levantaba y me curaba sola.

Aunque mis padres son personas ejemplares y cariñosas, no contaba con ellos para decisiones de casi ninguna índole. Así me acostumbré. En cambio a Ana, mi novia, le duele un dedo y se arma un escándalo de padre y señor mío. Todo dolor para su familia amerita estado de emergencia.

La familia entera se entera de el estrepitoso dolor de dedo casi telepáticamente. Las llamadas, mensajes de consuelo y recomendaciones no paran hasta que le crece la uña. ¡Ah! y si el caso lleva sangre, se entera el presidente de la república.

Por supuesto, por consecuencia, esto ha hecho que Ana sea tan nerviosa con las enfermedades, que por una gripe ella ya se siente en su lecho de muerte.

Este asunto también se ha adherido a mi, inevitablemente.

Hace tres meses más o menos, fui al baño y sentí un ligero ardor al orinar. Con sigilo y sin que nadie me viera, fui a la farmacia de la esquina de mi casa, saludé a la señora farmacéutica que atiende allí, con la que converso de vez en cuando. Le pedí una receta para curar mi pequeño malestar, explicando mis síntomas.

En ese preciso momento sentí un perfume que reconocí inmediatamente y sin aún voltear, traté de cambiar de tema, pero la señora me hizo un gesto de rendición y no me quedó de otra que girar. Ana Estaba allí, parada con cara de asombro. Fue para comprar pastillas de Vitamina C y había escuchado suficiente de la conversación, como para entender perfectamente qué hacía yo allí. (#TaQuePiñaCsm)

Veinte minutos más tarde yo ya iba de copiloto en el auto, con cara de pocos amigos, directo al médico. Odios las clínicas.

Me dieron cita en ginecología para el día siguiente, en un horario en el que recién voy agarrando sueño. Ya no podía salvarme de esta.

Por la noche, ya acostadas, cariñosas como de costumbre, a minutos de dormir, Ana me dice que se había olvidado que tenía una reunión importante con uno de nuestros clientes y que no podría acompañarme. Nada estaba mal, hasta que me dijo que su mamá vendría a buscarme y llevarme al ginecólogo.

  • ¿Es una puta broma no? ¿Cómo me va a acompañar tu mamá? – Le increpé. – Qué vergüenza. ¿Acaso no puedo ir yo sola?
  • No – Me dijo. – Estuve contándole que yo no podría acompañarte y se ofreció. Tú sabes como es ella de atenta. Te quiere. Además, va a llevarte a su ginecólogo. Me ha dicho que es buenísimo.
  • Se me hizo chicharrón el hígado y dije – ¿Por qué tienes que contar eso? ¿Y encima tengo que ir a otro ginecólogo? Suficiente tengo con la mía. No me acostumbro aún, y ¿Quieres que vaya a otro? ¿Y encima hombre?
  • Bueno, ya no le puedo decir que no. Llámala si quieres y dile que no quieres ir con ella.

La vida como la conocía, ya no tenía sentido.

Mi cuerpo se levantó a las cinco de la mañana. Mi mente se quedó un rato más en algún paraje desconocido entre mis sábanas. Me olvidé que estaba molesta y le di un beso a Ana. Me acordé de lo sucedido la noche anterior, le dije que le retiraba el beso y ella se río. Mi suegra me recogió tan puntual como un reloj suizo y nos fuimos.

La mamá de Ana es una señora peculiar. Tiene una insana afición por los perfumes y siempre se hace laceado japonés. Llueva o truene, siempre la verás lacia y regia. Prepara todo tipo de comida y cuando te sirve, te queda mirando en el primer bocado, para ver tu reacción y preguntarte: ¿Qué tal está?

Es esposa de militar, por ende su grupo social es muy conservador. Sin embargo, es una mujer decidida y de armas tomar. Si no le gusta algo te lo dice como le salga y le llega al tuétano si no te gustó. Creo que a veces me siente muy lenta y quiere pellizcarme.

Llegamos al hospital donde ella se atiende. Todos la saludaban con cariño. Sabía exactamente a donde ir. Parecía una extensión de su casa. El doctor nos esperaba con una gran sonrisa y una bata blanca que no era de su talla.

De pronto ella se sentó frente al escritorio del médico. Por supuesto él hizo lo mismo. Me quedé parada unos instantes sin entender que hacíamos los tres allí. Esperaba que la cita la hiciera sola y que la mamá de Ana me esperara afuera. Empecé a sudar frío.

Ella me miró y con la mano hizo un ademán para que me sentara. Me senté despacito. Yo estaba en short y la silla fría envió una alerta a mi cerebro.

¡Maldita sea! ¿Qué mierda estaba sucediendo?

Mientras ellos conversaban de los amigos en común que se divorciaron, se volvieron a casar, se fueron al extranjero o murieron, yo estaba con el alma en un hilo, escribiéndole a Ana por whassap: ¡AUXILIO! ¡AUXILIO!

La mamá de Ana me presentó como su sobrina y le dijo exactamente mis síntomas al doctor, con una precisión que me dio escalofríos. Allí me di cuenta que no se iría y que Ana le contaba absolutamente todo a su mamá.

Llegó el momento de la revisión. Entré al baño a ponerme la bata. Quería llamar a Ana. Mi celular se quedó sin batería justo cuando Ana me respondió: ¡Aló!

Por la mismísima mierda. ¿Qué diablos estaba yo pagando?

Me miré al espejo. Respiré por la nariz y boté aire por la boca algunas veces para tranquilizarme. Nunca desee tanto hasta ese día, un trago de tequila para darme valor.

– No es para tanto – me dije a mi misma. – ¡Conchuda nomas Nella, conchuda!

Salí agarrándome la bata por detrás. El doctor se puso los guantes y me invitó a la camilla.

La mamá de Ana seguía bien sentadita en el escritorio que estaba algo separado de donde ahora me encontraba. Me acomodé con delicadeza. El doctor me jaló como un saco de papas hacia delante y colocó mis piernas en los fríos fierros separadores.

Quedé expuesta. Desnuda. Con el poto al aire. Esperando que la camilla me comiera de un puto bocado.

En ese instante, como para amenizar mi tortura, la mamá de Ana se acercó como si nada estuviera ocurriendo. Yo estaba en medio de un colapso nervioso, que iba a desembocar seguro en un ataque cardíaco y ella estaba allí, parada a mi lado, sin la menor intención de moverse.

Se puso a conversar con el doctor sobre cualquier tema mientras yo convulsionaba de terror.

El doctor, que tenía el tacto de un camello, me puso el espéculo de tal forma que sentí que alguna criatura por designio divino saldría por allí.

Mientras revisaba una parte de mi, que jamás volverá a ser la misma desde aquella vez, el doctor inició una ronda de preguntas, que bajo la situación en la que estaba y en presencia de la mamá de Ana, hubiera preferido comer caca antes que contestarlas.

  • ¿Cuántos años tienes?
  • 33.
  • ¿Practicas sexo regularmente?
  • … Eh… Sí.
  • ¿Tienes una sola pareja?
  • Sí. Sí… Una. Una sola.
  • ¿Utilizan preservativo?
  • (Silencio). No. No usamos.
  • El doctor hizo una pausa – ¿Utilizan algún otro método?
  • Eh… No, no, ninguno. Es que…
  • ¿Estás tratando de quedar embarazada?
  • Bueno, yo… Uhmm… No. Yo… Ósea…

En ese instante la mamá de Ana interrumpió al doctor y se lo llevó a un lado. Yo estaba ya sin pulso, pensando en que mi epitafio diría: “Sin duda alguna, la mejor novia del mundo”.

Luego vino el doctor y amablemente me dijo que eso había sido todo y que podía ir a cambiarme. ¿Qué le había dicho la mamá de Ana?

Ya en el escritorio, felizmente vestida y con la moral en el piso, tímidamente pregunté que es lo que tenía. Me dijo que una ligera infección bastante común, que se presentaba por usar ropa interior sintética, pantalones apretados o por “haber nacido mujer” simplemente.

La mamá de Ana preguntó por distintos escenarios y pidió recomendaciones.

Mi estado de somnolencia no me permitió más que escuchar parte de la conversación como un eco.

Al salir ella adquirió la medicina, me dio dos bolsitas separadas y me dijo:

Yo hablé con el doctor sobre el caso de Uds. en particular. Esta es tu medicina y la de la otra bolsa es la de Ana. Si tú tienes infección, lo más probable es que ella también. Cuando viaje les voy a traer calzones de algodón, ya no usen Victoria´s Secret porque hace daño. Mucho tiempo en la piscina también es malo. Tienen que cuidarse más. Ya le he dicho a Ana que no use los pantalones tan apretados. Tú tampoco uses. Hay que ver cuales son y donarlos.

La última vez que hablé sobre algo íntimo con mi mamá, fue hace más de veinte años, cuando le dije que me comprara un brassiere formador y tuve que enseñarle la razón de porque lo necesitaba.

Sé que la confianza que Ana le tiene a su familia es inmensa, y es algo que valoro de ella, pero que antes me parta un rayo en dos carajo, si tengo que repetir otra vez esa experiencia.

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El post Mi suegra y el ginecólogo fue publicado originalmente en Lesbicanarias. por Marianella Castro



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