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Tema 1. ¿Qué es la filosofía?

Los conceptos de la vida y del mundo que llamamos filosóficos son producto de dos factores: uno está constituido por los conceptos religiosos y éticos heredados, el otro por el tipo de investigación que se puede denominar científica, empleando la palabra en su sentido más amplio. Algunos filósofos han discrepado mucho respecto a la proporción en que esos dos factores entran en su sistema; sin embargo, es la presencia de ambos la que en cierto grado caracteriza la filosofía.

Filosofía es una palabra que se ha empleado de muchas maneras, unas veces en un sentido amplio, otras más restringido. Quiero usarla en sentido muy amplio, tal como intentaré explicar a continuación.

La filosofía, tal como yo entiendo esta palabra, es algo que se encuentra entre la teología y la Ciencia. Como la teología, consiste en especulaciones sobre temas a los que los conocimientos exactos no han podido llegar; como la ciencia, apela más a la razón humana que a una autoridad, sea ésta de tradición o de revelación. Todo conocimiento definido pertenece a la ciencia —así lo afirmaría yo—, y todo dogma, en cuanto sobrepasa el conocimiento determinado, pertenece a la teología. Pero entre la teología y la ciencia hay una tierra de nadie, expuesta a los ataques de ambas partes: esa tierra de nadie es la filosofía. Casi todos los problemas que poseen un máximo interés para los espíritus especulativos no pueden ser resueltos por la ciencia, y las certeras réplicas de los teólogos ya no nos parecen tan convincentes como en los siglos pasados. ¿Está dividido el mundo en espíritu y materia? Y suponiendo que así sea, ¿qué es espíritu y qué es materia? ¿Está el espíritu sometido a la materia o está dotado de fuerzas independientes? ¿Tiene el universo unidad o finalidad? ¿Está evolucionando hacia una meta? ¿Existen realmente leyes de la naturaleza, o creemos solamente en ellas por nuestra innata tendencia al orden? ¿Es el hombre lo que le parece al astrónomo, a saber: un minúsculo conjunto de carbono y agua, moviéndose en un pequeño e insignificante planeta? ¿O es lo que le parece a Hamlet? ¿Acaso las dos cosas a la vez? ¿Existe una manera noble de vivir y otra vil, o son todos los modos de vida meramente fútiles? Si hay un modo de vida noble, ¿en qué consiste y cómo lo realizaremos? ¿Debe ser eterno lo bueno para merecer una valoración, o vale la pena buscarlo, incluso en el caso de que el universo se moviera inexorablemente hacia la muerte? ¿Existe la sabiduría, o lo que parece tal es solamente un último refinamiento de la locura? Cuestiones como éstas no hallan respuesta en ningún laboratorio. Las teologías han pretendido dar respuestas, todas demasiado concretas, pero precisamente su precisión hace que el espíritu moderno las mire con recelo. El estudio de estos problemas, aunque no los resuelva, es misión de la filosofía.

Pero ¿por qué —se podría preguntar— perder el tiempo en problemas tan insolubles? A esto puede responderse como historiador o como individuo que se enfrenta con el terror de la soledad cósmica.

La contestación del historiador, en la medida en que yo la puedo dar, aparecerá en el transcurso de esta obra. Desde que el hombre ha sido capaz de la especulación libre, sus actos —en muchos aspectos importantes— dependen de sus teorías respecto al mundo y a la vida humana, al bien y al mal. Esto es tan cierto hoy como en cualquier tiempo anterior. Para comprender una época o una nación, debemos comprender su filosofía, y para eso tenemos que ser filósofos nosotros mismos hasta cierto punto. Hay una conexión causal recíproca. Las circunstancias de las vidas humanas influyen mucho en su filosofía y, viceversa, la filosofía determina las circunstancias. Esta acción mutua en el curso de los siglos será el tema de las páginas siguientes.

Sin embargo, hay una respuesta más personal. La ciencia nos refiere lo que podemos saber, mas lo que podemos saber es poco, y si olvidamos cuánto nos es imposible saber, nos hacemos insensibles a muchas cosas de la mayor importancia. La teología, por otra parte, aporta una fe dogmática, según la cual poseemos conocimientos en los que, en realidad, somos ignorantes, y con ello crea una especie de atrevida insolencia respecto al universo. La incertidumbre, frente a las vehementes esperanzas y temores, es dolorosa, pero hay que soportarla si deseamos vivir sin tener que apoyarnos en consoladores cuentos de hadas. Tampoco conviene olvidar las cuestiones que plantea la filosofía, ni persuadirnos de que hemos encontrado respuestas definitivas a ellas. Enseñar a vivir sin esta seguridad y, con todo, no sentirse paralizado por la duda, tal vez sea el mayor beneficio que la filosofía puede aún proporcionar en nuestra época al que la estudia.

Bertrand Russell, Historia de la filosofía occidental

Teseo y el minotauro

La escuela de Mileto

Pitágoras

Anaxágoras

Empédocles

Heráclito

Los atomistas

Parménides

Protágoras

Sócrates

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