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Dominaciones culturales: los íconos y el uso

Jorge Ángel Hernández

Publicado en Cubaliteraria, Semiosis (en plural)

¿Son limitantes para una condición Cultural los patronímicos de popular, o nacional? ¿Se halla lo popular entre los residuales del gusto y, por su parte, pertenece lo nacional a estancos arbitrarios de dominación ideológica?

Una respuesta desiderativa dejaría claro, y alto, que ambas condiciones son parte de la cultura genuina y que al sacarlas a específicos contextos se asume un ejercicio discriminatorio que la teoría de la posmodernidad denuncia como persistencia de los paradigmas ideológicos. Sin embargo, una respuesta que indague en el uso de las concepciones teóricas, de fondo y superficie, muestra hasta qué punto la norma discriminatoria relega tanto la condición de popular como la de nacional a derivaciones dependientes, o espurias, de lo cultural.

Para Jean Baudrillard, “la ética de la acumulación y de la producción material, la santificación mediante la inversión, el trabajo y la ganancia”, características que resume como el espíritu del capitalismo, constituyen la “inmensa empresa moderna de conjuración de la muerte”[1]

Lo simbólico, según Baudrillard, jamás se confunde con lo real ni con la ciencia. El reino del símbolo se halla en el reverso que la idea moderna de la muerte impone al individuo. Y esa consecución del espíritu del capitalismo ha generado la iconografía del éxito en el propio proceso acumulativo de dominación de propiedades y fortunas. Un proceso que se entiende global, fuera de ataduras nacionales y dueño del espectro ideológico de lo popular. No es cultura lo que se transmite en la iconografía triunfalista del capitalismo sino, por el contrario, resistencia a los estamentos éticos de la cultura, sobre todo a aquellos que la modernidad erigió como estatutos de control social. El ruedo ético que con dificultades cercaba a la industria cultural, se ha colapsado en sus fronteras y se ha contaminado en sus esencias simbólicas.

La violación de las leyes fiscales –algo común que los abogados consiguen con tecnicismos legales– suplanta a las aventuras de los héroes románticos, inmersos ya en una especie de romanticismo desmedido que rinde culto al pragmatismo más elemental: la acumulación de capital. El héroe justiciero que ha protagonizado el relato popular, y el patriotismo nacional, se ha convertido al pragmatismo y es capaz de cualquier acto cruel para lograr los objetivos propuestos por la trama.

En un momento, Baudrillard aseguró que, en tanto la seducción representa el dominio de lo simbólico, el poder representa el dominio de lo real. Muy en contra de los objetivos del propio Baudrillard, esta separación esencialista de mundos deviene en un nuevo espaldarazo al uso de la seducción artificial que la industria cultural estaba dominando, no solo con poder financiero, sino también con una importante iconografía del éxito.

Advierte George Yúdice que en Estados Unidos hay más programas sobre estudios latinoamericanos que en todos los países latinoamericanos juntos,[2] a lo que Nelly Richard, quien toma la cita, añade que “las relaciones entre localidades geopolíticas (Estados Unidos; América Latina; el Caribe), ubicaciones institucionales (la academia norteamericana; los campos intelectuales y las redes sociales, artísticas y culturales latinoamericanas) y coyunturas de enunciación (hablar “desde”, “sobre” o “como”) son relaciones construidas y mediadas por diversos flujos de intercambios que les dan movilidad y heterogeneidad a las intersecciones de voces y prácticas que cruzan las redes locales con el dispositivo transnacional”.[3]

Una profunda rajadura tectónica marca el empleo que se hace de los conceptos de cultura, cultura popular y cultura nacional en la inmensa mayoría de los estudios culturales. Y aunque se proclaman diversos, porque diversos son, en efecto, los meandros que llevan a una misma comunión simbólica y a un entramado estrecho de la iconología activa en el mercado, sus directrices no rompen los estamentos básicos de la dominación cultural a través del valor tradicional.

Agrega Nelly Richard al aserto anterior que “la academia norteamericana sigue siendo la principal agencia intermediadora que vincula y traduce los materiales críticos que universidades y fundaciones organizan en series para facilitar su reproducción globalizada”, ello a pesar, como ella misma lo apunta, de cada vez es mayor la diversidad de estos “flujos de intercambios”.[4] Siembra así la academia persistentes bases de dominación, aunque coloque entre sus objetivos ideas descolonizadoras y de independencia simbólica.

La dinámica de la norma de trabajo continuo continúa centrándose en concentrar las investigaciones en aspectos únicos, factibles al abordaje humano cotidiano, sin que por ello se deje de aludir a los diversos motivos que influyen en sus manifestaciones. Y en esta ruta se crea una dependencia del sentido alcanzado por espectros teóricos que asumen como bases culturales los usos icónicos de suplantación de la cultura. El abordaje de fenómenos locales de raigal tradición, nacional, popular y, por tanto, cultural, queda a merced de los constructos de sentido que han dominado el valor de los estudios. Una tautología cuyo ciclo es difícil de romper, resistente, pues se inserta en el ámbito del mundo laboral, ni más ni menos. De este modo se retribuye con creces el financiamiento de apoyo que se ha colocado en esos muchos estudios universitarios estadounidenses sobre nuestras expresiones culturales.

En el plano específico de la praxis teórica, los resultados del análisis suelen convertirse en voluntarios acólitos de una conformidad tautológica. Los abordajes metateóricos saturan el conjunto y cierran las puertas a un debate abierto más allá del propio concurso académico en el cual se insertan, ya sea por un crédito académico o una participación en eventos y coloquios. Así, al proyectar su aplicación hacia campos verdaderamente diversos y distantes de cuanto domina la industria en sus numerosas gradaciones, las categorías científicas de presupuesto crítico redundan en el uso común esencialmente metacrítico y dejan escapar la validez que se les había atribuido, sobre todo respecto a los valores de arraigo que sostienen sus auténticos sujetos portadores.

De ahí que Baudrillard, ante el horror de la reproducción que suplanta al sentido de la creación y la invasión incesante de la banalidad elemental que lo eclipsaba, se empeñara en recontextualizar el asunto como una especie de ser para la muerte que no hace más que validar el sofocado aliento de Heidegger y, de paso, ser elegantemente académico en la presunta boutade. El eje de la dominación cultural halla expedito el camino para alejarse de la esencia analítica y convertirse en trasfondo que la moda dejará fuera de uso.

Suele ocurrir, además, que un concepto tomado de lo general sea sometido a transformaciones sucesivas en su aplicación continua hasta deshacerse en variables que apenas transversalizan la esencia emancipadora de las expresiones nacionales, o populares.[5] Debe advertirse, sin embargo, que el justo hecho de apuntar esa marca identitaria es referencia simbólica de resistencia y sacudida. No es que no tengan voz las expresiones locales populares, sino que se producen fuera del bautizo académico y, más importante aún, se escamotea la legitimidad del sentido de sus expresiones.

En los estudios, mientras, su necesidad de ganar la partida en el esfuerzo redactor de la academia, o la publicación al uso, en general bajo el apoyo financiero que iluminan los focos de dominación simbólica, se desvanece la esencia que, aunque sea sólida, no está libre del riesgo de esfumarse en el aire. Al privilegiar cada vez más el marco local, estrecho, de la expresión cultural en objeto de estudio, el reduccionismo teórico suplanta valores raigales por índices de recepción que la industria ha convertido en globales o, al menos, en extensivos al ámbito de una región que engloba a un grupo de naciones. El caos de la dominación no viene, pues, de una subordinación imposible de los símbolos, sino del uso que de ellos se hace en un nivel icónico de recepción que no siempre es masivo, dicho sea de paso.

Ciertos casos, como los de Roland Barthes y Umberto Eco, demostraron una voluntad renovadora ejemplar, imprescindible para trascender los marcos de análisis que ellos mismos legaron en su obra. De ahí que sus obras sucesivas resulten, de algún metateórico modo, inconsecuentes con los propios sistemas que las globalizaron. Al acercarse de nuevo a determinados fenómenos y verse impelidos a emplear los arsenales de categorías y conceptos que ellos mismos crearon, realizaron su propia metacrítica y legaron textos de recambio. Valor aparte merece la escuela de Tartu donde supieron ver la esencia de lo popular y valorar sus perspectivas desde lo nacional.[6]

El proceso de transculturación religiosa impuesto a la América Latina no se hizo posible porque se asentaran los símbolos de los conquistadores, que fueron implacables dominadores de los usos icónicos, sino por el sojuzgamiento económico, la apropiación de los recursos naturales, los adelantos tecnológicos y la reproducción mercantil. De ese modo, la transfiguración de las imágenes se convirtió en parte del uso de la iconografía de la industria, reguladora del mercado y los órdenes en el consumo cultural. Al reacondicionar las prácticas originarias para que se ajusten al uso de las expresiones civilizatorias dominantes, la culpabilidad de fondo redujo sus posibilidades y terminó creando un estatuto de conformidad con la dominación cultural. Muchos gestos del gusto que nos marcan demuestran que no es posible lanzar esa primera piedra libre de pecado, a menos, desde luego, que la teoría reconvierta la dirección esencial de su discurso y asuma que el pecado no es culpa, sino mérito.

[1] Jean Baudrillard: El intercambio simbólico y la muerte, 1976. Traducción: Carmen Rada.

[2] George Yúdice, “La globalización y el expediente de la cultura”, Revista Relea. N.10, Caracas, 2010. p. 25.

[3] Nelly Richard (ed.): En torno a los estudios culturales. Localidades, trayectorias y disputas, CLACSO, Chile, 2010, p. 9.

[4] Ídem.

[5] Pienso en Foucault, anclado en su necesidad de camuflar sus bases marxistas ante el ambiente académico global del arribo al fin del marxismo.

[6] He abordado la obra de Iuri Lotman, y otros aspectos de los teóricos de la escuela de Tartu en algunas de mis Columnas de Semiosis (en plural).



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