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Viajar sola y perderlo todo (Parte IX)

Me desperté a una muy buena hora que me permitió prepararme un té con la jarra eléctrica que, al parecer, cada europeo tiene en su cocina. También hubo tiempo para probar una de las tartas que mi anfitrión amablemente había dejado. Revisé si llevaba todas mis cosas y contesté una última llamada antes de salir hacia la estación. Para cuando eso pasó ya traía el tiempo encima, pero la fe me andaba sobrando y las prioridades ya me andaban fallando. A esperar el bendito autobús 2 de nuevo. Pasó puntual. Me subí y ¡sorpresa!, de ida a la estación TAMBIÉN había que comprar el boleto en una tabaquería y no una vez trepada en la cosa esa. El chofer me lo dijo tan amablemente como hablan los italianos cuando están hasta la madre de los turistas, y la “amabilidad” no le dio para decirme en dónde había una tabaquería cerca. Cinco cuadras después, con una mochila en la espalda y otra en el pecho, a sepalafregada cuántos grados centígrados, di con el bendito lugar. 

Para cuando eso pasó, no sólo era importante sino esencial que el siguiente autobús 2 fuera extremadamente puntual. No lo fue. Si alguien me hubiera estado observando, me habría visto caminar en círculos, haciendo un surco en la parada de autobús, viendo si venía cada medio minuto y dando vueltas con la desesperación de quien sabe que ya todo está perdido, pero igual le sigue preocupando conservar tres gramos de esperanza. Una vez en el autobús me subí viendo el reloj durante todo el camino y rectificando en el Google Maps la hora de llegada. Iba a tener apróx 3 minutos para correr y subirme al tren. La misión estaba más que abortada pero yo me negaba a verlo.

Corrí, corrí y corrí. Me perdí en la estación. En la pantalla se anunciaba la salida del tren en no me acuerdo qué andén, pero para cuando llegué, por supuesto se habían ido sin mí mientras a mí me daba un micro-infarto y la mochila más grande se carcajeaba en mi espalda y la más pequeña en el pecho. “Reputamilvecesmadre”, pensé mientras me dirigía a la oficina de trenes a cambiar mi boleto con la respectiva diferencia de precio (el doble, gracias). Me desparramé en una sala de espera unos cuantos minutos, sólo para recuperar el aliento, limpiarme el sudor que me recorría a litros, y después me dirigí al andén para que no fuera a repetirse la historia.

Una parada necesaria en el baño para regresar a la pantalla a esperar que se anunciara mi salida. Quince minutos. Busco mi celular para revisar mi reservación del hotel en Roma. Mi celular NO ESTÁ. VOY A LLORAR. Corro, otra vez al baño. Por favor, por favor, que esté ahí. Juro que seré más cuidadosa. No puedo estar perdiendo todo. VOY A LLORAR. Busco en el lavabo, nada. Empiezo a sentir un hueco en el estómago cuando abro la puerta del WC y veo al portador de toda mi información y fotos del viaje sonriendo desde el dispensador de papel de baño. VOY A LLORAR de emoción. Salgo del baño y camino como zombie a la máquina de Lavazza que parece estar preparando algo. Espero. Seguramente alguien está esperando a que salga su café. Sale un espresso y nadie se acerca. Volteo para todos lados. Nadie reclama la bebida y decido tomarlo como una señal divina que sabe ídem. 

El tren que me llevó a Roma era rápido, cómodo, con contactos y Wi-Fi. Recuperé mis fuerzas y mi fe en el trayecto con una buena dosis de New Girl.

La estación de Términi me resultó muy familiar, me trajo mil recuerdos y me hizo pensar en las mil vueltas que da la vida. Otro tren me llevó a las afueras de Roma para más tarde ir al concierto de The Killers, el único motivo por el que pisé de nuevo esa ciudad.

Llegué al hipódromo bastante temprano porque llevaba la misión de acercarme al escenario lo más posible. Al recibir mi boleto, los de la entrada me dijeron “signora”, porca miseria. A los Killers los había visto semanas antes en México, por una cantidad tres veces mayor a la que pagué por verlos en Roma, por lo que asumí que los vería, por lo menos, a la misma distancia. Lejos, lejos.

En Roma los conciertos son muy organizados, todo muy europeo. Para comprar chelas y comida tienes que comprar primero unas fichas que te venden de cinco en cinco. Una chela valía 2 y un hot dog 3, y ya dentro del concierto no se vende nada. Es por eso que todos esperan al último momento para entrar, lo cual me permitió primero disfrutar de un atardecer rojo con morado con toda calma, y segundo, cumplir mi misión. Cuando descubrí que delante de mí sólo había una chica y que el escenario me quedaba como a menos de 5 metros, no pude más que voltear para todos lados como dudando de mi suerte y esperando que en cualquier momento esta cambiara.

No fue sino hasta que vi aparecer a Brandon Flowers a nada de mí que comprendí que la suerte no iba a cambiar. Iba a poder gritonear y bailar todas sus rolas teniéndolo bien cerquita y sin el mayor empacho porque no importaba nada, a esta signora, nadie la conocía. Y aunque el 99% de los asistentes era más joven que yo, me olvidé por casi dos horas de todo y de todos. Éramos Brandon y yo. Mr. Brighside fue una de las cosas más bonitas que he vivido y por ahí hay un video que me muestra gritando como groupie. En ese momento comprendí hasta dónde había llegado. Estaba lejos de todo lo mío, sola, exhausta, pero con una sensación de pequeña victoria.

Al salir sonaban las bocinas de una estación de radio; era “Don’t look back in anger” de Oasis y mientras unos improvisados empezaron a cantarla a gritos, otros improvisados los seguimos hasta que se formó un coro enorme que caminaba hacia la salida. Tardé HORAS en encontrar un Uber que me llevara de regreso al hotel. En algún momento de la resignación de plano me senté a ver pasar gente. Finalmente llegó el Uber más caro de la historia, pero yo tenía la sonrisa más amplia ever. Estaba muy emocionada.

Había que dormir, el tiempo seguía su implacable curso y a mí me esperaba Pisa.



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