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“Adornando tumbas”, Jesús Adrián y el movimiento progresista (Tercera parte)

En la entrada anterior hablé acerca del tema del valor de las Escritura y de la doctrina, en esta hablaré acerca de la iglesia cristiana como comunidad. El cual es un tema bastante remarcado en el libro de Jesús Adrián Romero. Para comenzar, creo que este es uno de los fuertes del libro. Su lucidez para hablar sobre la iglesia cristiana como una verdadera hermandad dispuesta a darlo todo los unos por los otros, es refrescante. Es aquí donde Jesús Adrián refleja el gran amor que siente por las personas y su lado más pastoral.

Por ejemplo, en el capítulo “Fusión”, Jesús Adrián comienza de forma muy doctrinal —sí, aunque tú no lo creas— y diserta sobre la preexistencia y la divinidad de Cristo de forma muy puntual. Además, explica la doctrina de la Trinidad hasta con tintes poéticos. Al hacerlo apela al concepto de “pericóresis” que fácilmente puedes encontrar su significado en el diccionario.

La forma de explicar la Trinidad como una profunda unión y una perfecta danza divina, para algunos será un tanto nuevo, pero realmente es una idea que desde los primeros siglos de la iglesia se vino manejando para ilustrar cómo se podría concebir la interacción intra-trinitaria o dentro de la Trinidad, que es igual. En este sentido, a medida que avanza en su explicación, Jesús Adrián presenta el concepto de Dios como Padre que Jesús introdujo en la raza humana y como él explica: “Él vino a ser parte de la comunidad humana para invitarnos a ser parte de la comunidad divina. A esa danza armónica de amor, honra y deferencia. Pero la vida en este planeta lo es todo, menos una danza. Las guerras, los pleitos y las desigualdades sociales muestran lo lejos que estamos del modelo divino y la religión no es la excepción. El tribalismo doctrinal es cada día más preocupante. ¿Qué si convirtiéramos nuestras relaciones en una danza? ¿Qué si decidiéramos dar honor a los demás? ¿Qué tal si diéramos la deferencia debida a otros? Tal vez no todos sepan danzar, pero podemos enseñarles, o quizás, puedan enseñarnos a nosotros. ¿Qué tal si entráramos en una danza de armonía, de amor, de servicio con los demás? Como ya vimos anteriormente, la relación de la Trinidad es el modelo a seguir en las relaciones humanas” (pág. 67).

Personalmente me parece fabuloso que se motive a la unidad y a la hermandad cristiana basados en el concepto mismo de Dios. Es decir, así como el Padre, el Hijo y el Espíritu son uno, los cristianos de cada comunidad cristiana deberíamos ser uno, tanto entre nosotros como con las demás comunidades. ¡Tal cual como lo hace la Trinidad!

El asunto es que después de esta excelente explicación, Jesús Adrián matiza algunas cuestiones y vuelve otra vez al tema doctrinal. Por eso, al aludir a la parábola del hijo pródigo explica que nos alegramos cuando la fiesta es para nosotros, pero cuando es para los demás nos replegamos y no queremos entrar. ¿El motivo? La doctrina. “El Padre entonces tiene que salir a hablar con él e invitarlo a la danza. Lo mismo sigue sucediendo, el Anfitrión nos sigue invitando a la fiesta, pero nos rehusamos a entrar. Y lo hacemos porque el festejado piensa diferente a nosotros, se distancia de nuestra doctrina… No hemos entendido que se trata de una danza. Hemos cambiado la danza por la guerra. No sé tú, pero… yo no quiero competir, no quiero pelear. Yo quiero danzar, quiero amar y vivir en armonía” (pág. 68-69).

Creo que un error del libro es que, al señalar el tema de doctrinal, Jesús Adrián no especifica a qué doctrinas se refiere. Nunca dice nombres ni apellidos de las doctrinas o dogmas como para determinar si es válido o no su señalamiento o el distanciamiento que a veces se da entre algunos movimientos que dicen llamarse “cristianos”. Eso sí, al hablar del catolicismo lo hace en un tono bastante inclusivo: “Hay un pleito absurdo entre católicos y protestantes, un pleito que la mayoría de los países desarrollados ya superaron, pero que en nuestras tierras continúa. ¿Cómo puede ser posible que la iglesia que más se parece a nosotros en doctrina, se haya convertido en nuestro peor enemigo?” (pág. 73).

Si un cristiano ve como enemigos a los católicos, hace muy mal. Pero usar de parámetro los países desarrollados como ejemplo de superación entre las diferencias entre católicos y protestantes, no es mejor. Más cuando muchos evangélicos, por ej. en EE.UU., ven al catolicismo como otra denominación cristiana y no como un sistema falso. Además, aunque el hecho de que los protestantes creamos algunas doctrinas que también cree el catolicismo (la doctrina de la Trinidad o de la divinidad de Jesucristo, por ej.), eso no los convierte a ellos en “la iglesia que más se parece a nosotros en doctrina”. Claro, yo no creo que se deba odiar a los católicos, eso sería contradecir el evangelio, pero decir eso y además, lo que en el capítulo “Viviendo la encarnación” Jesús Adrián dice al llamarlos “nuestros hermanos católicos” (pág. 225), es desacertado.

Los cristianos nos llamamos “hermanos” entre nosotros porque tenemos un mismo Padre. Es decir, al arrepentimos de nuestros pecados, creer en Jesús como Señor y Salvador y experimentar el nuevo nacimiento, nacemos a la familia espiritual de Dios (Jn. 1:12-13, 3:3-8). Sea quien sea, cuando esa persona nace de nuevo, ahora puede llamar a Dios “Padre” y a quienes están dentro de su familia “hermanos”. La pregunta sería: ¿hay católicos que verdaderamente han nacido de nuevo y que podamos llamar “hermanos”? Ojo, también deberíamos hacernos esta misma pregunta entre nuestras filas: ¿hay evangélicos que verdaderamente han nacido de nuevo y que podamos llamar “hermanos”?

Seamos francos: hay evangélicos que no han nacido de nuevo y les llamamos “hermanos” solo porque van a la iglesia o dicen haber repetido la oración del pecador. El asunto es que así como entre las filas evangélicas hay nacidos de nuevo y no nacidos de nuevo, entre las filas católicas también hay nacidos de nuevo y no nacidos de nuevo. En este sentido, yo estaría de acuerdo en que se les llame “hermanos” a católicos que verdaderamente se han arrepentido de sus pecados, creído en el Señor Jesucristo como única fuente de salvación, experimentado la regeneración y estén en camino de amoldar su forma de pensar a la enseñanza de las Escrituras tal cual se esperaría de un evangélico. Pero ojo, decir como Jesús Adrián de forma generalista “nuestros hermanos católicos” no va acorde a la doctrina cristiana más elemental (ni tampoco llamar “hermano” a alguien solo porque dice ser evangélico).

Es debido a este tipo de argumentación que Jesús Adrián es acusado de ecuménico y de no marcar distancia cuando habla de ellos. Aunque en el capítulo “Del ritual a la práctica” él disiente de la creencia católica de la transustanciación (pág. 84), cuando hace alusión a la fiesta de bienvenida del Padre en honor al hijo pródigo y señalar a ciertos evangélicos de comportarnos como “hermanos mayores” debido a cuestiones doctrinales, falla por no especificar de qué doctrinas está hablando.

Para rematar, en el capítulo “Celo por la gracia” dice: “El fanatismo, el orgullo de creernos los únicos depositarios de la verdad, el menosprecio a los esfuerzos que otros hacen para acercarse a Dios. El pleito abierto en contra de otras religiones, especialmente la que más se parece a nosotros, el catolicismo. Esto debe ponernos a pensar; ¿por qué se habla tanto de tener celo por la verdad y nunca celo por otras cosas?” (pág. 240).

Ajá, ¿cuál verdad Jesús Adrián? ¿De cuál verdad estás hablando?

Si bien es cierto el cristiano no debe empleitarse con otras religiones por deporte, el Señor Jesucristo fue muy claro cuando habló del tema de la unidad. Por ejemplo, él dijo que no puede haber unidad sin verdad. Mira qué oró en su famosísima oración de Juan 17: “Padre santo, a los que me has dado, guárdalos en tu nombre, para que sean uno, así como nosotros…   Yo les he dado tu palabra; y el mundo los aborreció, porque no son del mundo, como tampoco yo soy del mundo… Santifícalos en tu verdad; tu palabra es verdad. Y por ellos yo me santifico a mí mismo, para que también ellos sean santificados en la verdad… para que todos sean uno; como tú, oh Padre, en mí, y yo en ti, que también ellos sean uno en nosotros; para que el mundo crea que tú me enviaste” (Juan 17:11, 14, 17,19 y 21).

La pregunta crucial sería: ¿cuál verdad de la Palabra nos faculta para llamar a alguien “hermano” o “hermana” en la fe y así vivir la unidad que Cristo describió en Juan 17?

El cristianismo histórico que profesan la mayoría de las iglesias evangélicas cree en lo que los reformadores enseñaron y que con el tiempo se llegó a denominar: “Las 5 solas” (Sola fe, sola gracia, sola Escritura, Solo Cristo y Solo a Dios la gloria). Nosotros creemos que correctamente entendidas, estas reflejan fielmente “la verdad” de la Palabra del Padre. En este sentido, el catolicismo romano, aunque en teoría diga que las cree, por lo menos en Latinoamérica la práctica católica evidencia que es un sistema profundamente idolátrico que le roba la gloria a Dios, que destrona el lugar que le corresponde a Cristo, que enseña que la salvación puede alcanzarse por obras y que la Escritura no es la única fuente de verdad. Por lo tanto, ¿cómo podemos llamarlos “hermanos”, como hace Jesús Adrián, si se han alejado del cristianismo verdadero? ¿Cómo podemos considerarlos “hermanos” si han abandonado la verdadera fe?

Jesús Adrián se equivoca en su argumentación, que, si bien un evangélico JAMÁS debe odiar a un católico ni a nadie, el hecho de que estemos separados por temas doctrinales fue una de las causas que desencadenó la Reforma Protestante a inicios del Siglo XVI. Por lo tanto, al Jesús Adrián pretender traer una reforma a Latinoamérica, ¿a qué reforma se refiere si usa un lenguaje como el que ya describí? ¿De qué realmente estará hablando?

Continuará…



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