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HOY CAPÍTULO 10 DE LA NOVELA "TODO ESTÁ ESCRITO"


DIEZ

TRANSCRIPCIÓN DE LAS PALABRAS DE
BERNARDINO BRAÑA CONTENIDAS en la
cara “A” del casete rotulado con el número 5.

           
Ya sé lo que estás pensando. Y para que veas lo bien que te conozco, te lo diré: estás a caballo entre dos opciones. Por una parte, seguro que te has quedado atrapado por la lógica poética que caracteriza tu pensamiento y, en cierto modo, también el del relato que acabo de contarte. Y por otra, te has lanzado a sumar dos y dos, y quizás sacado alguna clase de conclusión del tipo: “me apuesto lo que sea a que los tiros de esta historia van por aquí”. Finalmente supongo que también, tu mitad racionalista, te lleva a descartar todo lo anterior y a pensar que el pariente de mi amigo Ramón estaba ya un poco afectado por la edad y por las circunstancias de su vida; que ciertamente no ayudan mucho a suponerle un buen equilibrio mental. Si ésta última es tu conclusión, te diré que es exactamente lo mismo que pensé yo al leer el texto completo que, en casa de Ramón, sólo llegué a conocer por encima. Aunque ahora, sabiendo lo que sé y que tú también sabrás en su momento, empiezo a pensar y ver las cosas desde la primera de las perspectivas.
No es que yo, como bien sabes, comulgue en exceso con todo ese conjunto de elementos esotéricos engarzados en la historia del antepasado de mi amigo que, en su mayoría, considero como propios de la tradición mágica de una tierra como la nuestra y, por tanto, nada ajenos ni distintos a las creencias generales de su tiempo. Además, por más que releo el texto, sigue sin encajarme la tesis inicial de que, en la parte final del relato, Pedro Luz desvaríe más de lo que lo hace al principio, ni encuentro, pese a la inevitable distancia en el tiempo de los diferentes fragmentos, demasiadas diferencias en la psicología del hacedor del manuscrito. Incluso su modo de redactar varía poco, a lo largo del tiempo. El cambio más notable es, sencillamente, el abandono del castellano por el gallego, algo que no nos explica ni justifica en ningún momento, por lo que nunca conoceremos la verdaderas razones que le motivaron a hacerlo, y aunque es fácil suponer que, salvo en su etapa ferrolana, el resto de su vida se expresase siempre en gallego, tampoco podemos descartar que, dada la época que le tocó vivir, se hiciese eco de la incipiente corriente de pensamiento en favor de la lengua gallega que, unos años más tarde de su muerte darían lugar a la corriente literaria y de pensamiento que suele denominarse como rexurdimento. Y de ser así, habría que considerar a Pedro Luz como un auténtico precursor, y a la última parte de su texto, como el primero escrito en gallego desde hacía tres siglos.
Fascinante. Esa sería para mí la palabra que mejor calificaría la historia que relata. Una vida de novela que, por razones que acaso sólo él conociese, se entretuvo en perpetuar en un breve puñado de páginas. Y eso es todo, como todas las vidas: una única huella, sí, pero una huella que nos acerca a una persona que vivió, sintió y que, errada o no, condicionó su existencia por causa de unas circunstancias en las que la magia y la maldad dibujaron su destino. Fíjate que escaso es el valor de una sola vida. Y sobre todo cuando esa vida, y a lo mejor todas las vidas, no son más que el eslabón de una cadena, un solo capítulo de una historia en un libro abierto que nunca se termina de escribir.
Fascinante también me resulta pensar como una persona, en tan corto espacio de tiempo, puede llegar a ser tan importante en el devenir de otro y escribir con letras de fuego, nunca mejor dicho, el destino ajeno. Me refiero, claro, a Esperanza Almeida. Una curiosa lección para quien quiera tomar nota de ello.
Pero lo más fascinante e importante de todo el relato, amén de lo más increíble, es la irrupción de esa misteriosa mujer en tan sólo dos momentos puntuales y cruciales: la primera, para salvarle del incendio de su casa, para decirle que sólo la huida lo pondrá a salvo y, sobre todo, para ayudarle a salvar el legado de su familia. Y, fíjate, esa presencia que apenas ocupa unos pocos minutos, condicionará el resto de sus días: abandona la ciudad en la que nace, renuncia a empezar de nuevo, evita la venganza y se oculta del mundo. Aunque más que del mundo, se oculta del mal que la aparecida dice que le acechará siempre. Y ¿qué pensar de la segunda irrupción de esa misma mujer al cabo de los años y con el mismo aspecto? ¿Era realmente una única mujer? Él, es indudable que así lo creyó. ¿Es este un rasgo de locura? Tal vez sí o tal vez no. ¿Qué crees tú?

*****

Ramón y yo proseguimos hasta bien avanzada la madrugada hablando de los pormenores de la historia de Pedro Luz, con la botella de aguardiente tostada haciendo las veces de clepsidra, y con cuyo fin ¾ya con el amanecer amenazando sorprendernos¾ nos dio la señal para abandonar el calor de la chimenea y acostarnos.
Hacía mucho tiempo que no pasaba una noche en la habitación que en cierto modo era sólo mía. Ramón se encargó de aclararme que nadie más había dormido en aquella vieja y enorme cama de madera de roble desde la última vez que yo la ocupé, quién sabe cuánto tiempo hacía ya. Aún vivía Felicia y yo era entonces un bohemio medio perdido en un presente sin futuro. Tampoco he cambiado tanto, pensé justo antes de apagar la luz y dejarme atrapar por el olor a madera y naftalina de las sábanas, ¾unas sábanas que Ramón había puesto aquel mismo día¾ y que delataba el largo tiempo que debieron permanecer dobladas y olvidadas en el estante de aquel armario en el que la difunta esposa tuvo que haberlas colocado la última vez que había dormido en aquella casa. ¿Empezaría yo también a oler por dentro a madera y naftalina?
Me desperté temprano, pese al cansancio, agitado por algún misterioso sueño que se desvaneció nada más abrir los ojos, dejándome en la boca un sabor de confusión, acentuada aún más por la sorpresa de encontrarme en un lugar que ya casi me era extraño.
Ramón dormía y todo estaba en completo silencio. Ni siquiera eran perceptibles los trinos de los pájaros. Bajé a la cocina y encendí el calentador de butano. Luego me duché y preparé café. Echaba de menos el periódico con que cada día me desayuno. Muchas veces, incluso antes de ducharme, en pijama o albornoz, con el pelo pegado a la cabeza y las ojeras prominentes, bajo a hurtadillas las escaleras de mi apartamento, evitando el ascensor por miedo de ser detenido en algún piso y ser sorprendido con esa pinta por algún vecino, tan sólo para buscar el ejemplar que cada día me espera en el buzón. Ramón, en cambio, huye de la “cotidiana ración de malas noticias” como él dice, y hasta del paso del tiempo, cuando se refugia en Vilarmaior. No hay en toda la casa un televisor, ni teléfono. Su única distracción, al margen de la finca, está en su taller, en sus libros y en un equipo modular de música de alta gama, desprovisto aposta de sintonizador de radio.
Tras tomar el café, Ramón seguía sin dar señales de vida. De repente sentí ganas de bajar a la bodega e inspeccionar el pasadizo que el día anterior sólo había vislumbrado. Me intrigaba saber si había o no salida. Así que me fui a la biblioteca y busqué a tientas tras la estantería el resorte que descubre el acceso a las escaleras. Me costó dar con el tirador, pero al fin, girando una especie de palanca hacia un lado y hacia atrás, el mueble hizo primero un ligero ruido y luego giró sobre sí mismo. Encendí la luz y bajé los nueve peldaños. Todo estaba igual que la noche anterior, la mesa, las sillas, los cajones de paja repletos de durmientes botellas y un olor rancio y húmedo que parecía subrayar aún más la frialdad de aquella estancia. Busqué la piedra que servía de empujador en la pared del fondo. Otra vez el deleznable ruido grimoso volvió a sorprenderme, pero el pasadizo estaba ahí, delante de mis narices, tenebroso y lóbrego, pero al tiempo, misterioso y atrayente.
Sin linterna, comencé a avanzar en cuclillas, tratando de acostumbrarme a la oscuridad. Pero cuanto más me adentraba más oscuro estaba todo. De repente oí un ruido a mis espaldas, y al girarme vi como la puerta por la que había entrado comenzaba a cerrarse tras de mí. Quise retroceder, pero no tuve tiempo antes de que el mecanismo me dejase atrapado en la más completa negrura.
Sólo cabía esperar. Ramón, por fuerza, una vez levantado y al notar mi ausencia, me buscaría, descubriría la estantería abierta, bajaría a la bodega y entonces, tendría que darse cuenta de que me había quedado encerrado.
Me senté en el suelo y encendí un cigarrillo. No comprendía cómo Ramón había podido inspeccionar ese pasadizo sin que a él se le hubiese cerrado también la puerta a su espalda. Pensé que quizás yo hubiese pisado algún resorte que provocó el cierre repentino de la entrada y que tal vez debiera desandar el camino, a cuatro patas y tanteando, para ver si pisando de nuevo en el mismo punto se abría la dichosa puerta. Ya estaba dispuesto a hacerlo cuando observé, al dar una calada al cigarrillo y gracias al ligero resplandor que desprendía la brasa, que el humo parecía dirigirse hacia el interior del pasadizo, como atraído por alguna corriente que hacía de tiro.
Ayudándome del encendedor traté de buscar la grieta hacia la que se encaminaba el humo y, efectivamente, a menos de diez metros de la entrada, en el techo del estrecho pasillo había una especie de orificio. Pero a través de él no llegaba ninguna luz y ni siquiera acercando el mechero podía distinguir nada. Introduje mi mano en su interior y noté el tacto áspero de un objeto metálico cubierto por la herrumbre. Intenté moverlo girándolo, empujándolo, pero no sucedió nada. Probé luego con las losas del techo, unas chantas de granito de diferentes anchos que se apoyan directamente en las paredes laterales del estrecho pasillo, pero ninguna se movía. Y al fin, al empujar una de las piedras de la pared de mi derecha, de pronto, parte del muro cedió y giró entero hacia dentro, como si estuviese sujeto por una gran bisagra. Introduje el encendedor y vi una escalera que ascendía sólo cuatro peldaños. Entré en el agujero e iluminé el techo: un techo metálico, una trampilla que por fuerza debía dar acceso a una nueva estancia. Me senté en los escalones y la empujé hacia arriba con todas mis fuerzas, pero no conseguí moverla. Una inutilidad, porque, tras reiterados esfuerzos, se me ocurrió probar a deslizarla hacia un lado y, con una suavidad increíble, dado el tiempo que probablemente llevaba cerrada, dejó el hueco al descubierto.
Entré con el mechero en alto y miré alrededor. No podía ver toda la estancia, porque la llama comenzaba a debilitarse y apenas alumbraba más allá de mi propia mano. Había un olor extraño, que no podría definir, pero que me pareció a medio camino entre el hedor de una cuadra de animales abandonada y piedra húmeda. A tientas, fui avanzando hasta topar con una pared de cantería renegrida por el humo, que me tiznó la mano con la que palpaba en la oscuridad y que de repente tropezó contra una argolla de hierro que sostenía un palo. Al iluminarlo de cerca di gracias por mi suerte: aquello era una antorcha con su linterna de cuerda de cáñamo embadurnado en brea y a medio consumir. Arrimé la poca lumbre que le quedaba a mi mechero, dando gracias a que la gasolina del zippo no me dejase tirado como suele ser su costumbre: de repente y en el momento menos esperado. Tras varios infructuosos intentos, la tea al fin comenzó a chisporrotear, hasta prender una llama que empezó a crecer y a hacer visible aquel lugar que acababa de descubrir.
No estaba preparado para lo que me esperaba y a poco me caigo de espaldas. Junto a la pared del fondo, uno junto al otro, se apilaban dos cadáveres: dos esqueletos cubiertos de harapos podridos que parecían mirarme con rostro de pavor. Me entró un ataque de miedo repentino que me hizo salir de allí tan aprisa que casi me mato al bajar los cuatro peldaños y volver de nuevo al pasadizo. Y como colofón de mi ataque de miedo y torpeza me golpeé la cabeza contra el techo y un dolor agudo me sacudió como una descarga eléctrica, al tiempo que notaba como un hilillo de sangre me bajaba por el cogote hacia el cuello. Prácticamente a cuatro patas llegué hacia la entrada y comencé a llamar a gritos a Ramón, mientras que mi mente se debatía entre la racionalidad y el estúpido pensamiento de que los esqueletos se levantarían y vendrían hacia mí.
Tras una espera de quizá diez minutos, que me parecieron eternos, al fin, comenzó a abrirse de nuevo la piedra. Y el irritante chirrido, juro que esta vez hasta me dio placer. Ramón estaba mirándome desde el otro lado, con cara de incrédulo y observando mi rostro asustado.
¾¿Pero cómo te ha dado por meterte ahí sin encastrar el resorte? ¾me espetó nada más verme. ¡Así que había que encastrar el resorte! No sabía cómo, pero tampoco tuve tiempo a preguntárselo, porque, al mirarme de cerca, añadió¾. Vaya cara, ni que hubieras visto un muerto.
¾Es que no he visto un muerto, he visto dos.
¾¿Seguro que no había más? ¾bromeó Ramón.
¾No te lo tomes a guasa porque ahí abajo hay dos esqueletos, uno de un hombre y otro de una mujer.
¾He estado muchas veces ahí abajo y nunca he visto nada. Así que es inútil que prolongues la broma ¾dijo con sincera incredulidad.
¾¿No sabes que, además del pasadizo hay otra habitación como esta y que en ella hay dos cuerpos que deben llevar mucho tiempo ahí?
¾¡No puede ser! ¡Imposible! ¾contestó airado, pero más como dirigido a sí mismo que como refutación de un hecho que desconocía, pero que ya no se atrevía a negar viéndome a mí completamente serio y desencajado.
¾¡Otra habitación!
¾Sí y calculo que por la situación debe coincidir con el sótano de la bodega de enfrente de tu casa.
¾¡Pero si esa bodega no tiene sótano!
¾Sí lo tiene, y además dos muertos.
¾Enséñamela.
¾No sin un par de buenas linternas.
Ramón fue a buscar las luces y yo le seguí. No me apetecía volver a quedarme encerrado en aquel agujero, sin saber aún cómo salir. Enseguida volvimos a bajar, y le mostré la entrada desde el pasadizo, que seguía abierta. Pasamos por ella, subimos los escalones y atravesamos la trampilla, accediendo de nuevo a la cámara mortuoria. Ramón se quedó observando los cuerpos con detenimiento, agachándose junto a los difuntos y acercándose hasta menos de un palmo, sin temor alguno.
¾Esta gente debe llevar aquí muerta al menos doscientos años. Fíjate en lo que queda de sus ropas.
No eran, lógicamente, ropas modernas y el estado de los esqueletos demostraba su extrema fragilidad y precario estado.
¾Ahí tienes, parece que mi pariente me mintió. Bueno, no a mí, mintió en el texto, estuviese escrito para quien estuviese escrito. Estos deben ser Esperanza Almeida y el secuaz al que Pedro Luz le abrió la cabeza cuando entró en su casa. Probablemente Esperanza sea ese esqueleto, coincide en las ropas de mujer y en que tiene el cuello roto. Y el del trancazo en ese cráneo fracturado ha de ser su secuaz. Fíjate, además de la cabeza tiene al menos tres huesos quebrados, la clavícula, el brazo derecho y esa costilla que sobresale. Pero ¿por qué razón mintió mi pariente? Y sobre todo, me gustaría saber si a estos dos acabó por rematarlos él mismo o si los encerró aquí y sencillamente los abandonó a la muerte.

*****

En la cara “B” del casete con el número cuatro habrás observado que he interrumpido el relato justo en el momento del encuentro de Pedro Luz con esa desconocida que se le aparece en la encrucijada, a pesar de que quedaban aún algunos minutos de cinta. No lo he hecho por darle suspense al asunto, sino que he evitado contarte lo que ella le dijo porque quería que antes conocieses la aparición de los dos cadáveres en el sótano de la bodega. En aquel momento yo desconocía también esa parte del manuscrito de Luz, ya que, en el resumen que me hizo Ramón la noche anterior, eso, no sé por qué, no llegó a contármelo, ni tampoco yo llegué a leerlo, pese a que sí había llegado a ojear algunos párrafos.
Al igual que tú ahora, me enteré de tal encuentro tras salir de aquella tumba. Nos fuimos directamente a la cocina para tomar algo caliente. Ramón no había desayunado y aunque yo sí lo había hecho, mi larga odisea por los húmedos y fríos subterráneos de la casa, me habían enfriado y destemplado, y necesitaba un té largo hirviendo. Fue entonces cuando Ramón me contó la historia.
¾Ahora comprendo el final del texto de mi pariente ¾dijo de repente, saliendo de golpe de un breve ensimismamiento¾. Aquella aparición en la encrucijada no fue gratuita. Breve sí, pero muy clarificadora. En cambio, siempre me había parecido que lo que ella le dijo sonaba mitad teatral, mitad oscuro y ambiguo, como la voz de un falso oráculo: “tu peligro aún no ha pasado, ni tampoco el que aguarda a tus hijos. La venganza vendrá y tu silencio les dejará desprotegidos. Revélales la verdad y cumple tu palabra. Si no, no habrá esperanza para ellos, ni tampoco para él”.
Eso fue todo lo que esa misteriosa mujer le dijo, al menos todo lo que recoge Pedro Luz en su último texto. Y digo esto porque, a la vista de la mentira que sobre la muerte de Esperanza Almeida y su mercenario, nos encasquetó el tal Pedro Luz, no está de más dejar una sombra de duda en lo que se refiere al resto del relato. Para mi amigo Ramón, en cambio, las cosas empezaban a estar un poco más claras.
¾Se conoce que mi antepasado pretendió romper la cadena de transmisión del poema. Eso siempre lo tuve claro porque es fácil deducir eso de lo que esa mujer le dijo. Pero con la muerte de Esperanza Almeida tal vez mi pariente creyese zanjado el asunto o quién sabe si quiso evitar que los suyos se viesen envueltos en su mismo y trágico destino. Al igual que mi padre, puede que su racionalidad le impidiese dar por cierto lo que revela la leyenda y tal vez pensó que el silencio era el mejor modo de librar a su descendencia del peso de un sino que a mi familia no sólo le tocó sobrellevar generación tras generación, sino que muchas veces se cobró su precio en sangre y arruinó sus vidas, como a Pedro Luz bien le tocó padecer en carne propia. La aparición final de esa mujer, con todo lo que significa que él la viese igual que la primera vez, sin envejecer pese al paso del tiempo, sumado a lo que le dijo, dándole a entender que conocía unas intenciones que nadie salvo Luz podía saber que tenía, debieron provocarle una fuerte conmoción.
¾¿Y quién es ese misterioso “él” que cita al final la aparecida?
¾Sólo cabe concluir que sea Uriel, el rey de la leyenda. Recuerda lo que me dijo mi abuelo: la “alta misión” ¾dijo exagerando el tono¾ de nuestra familia es encontrarle y protegerle. Está claro que si eso me lo contó mi abuelo y a él a su vez se lo contó su padre, un poco más atrás, obviamente, la información procede del propio Pedro Luz, que tampoco se la había inventado, sino recogido a su vez. Aunque es muy posible que ese calificativo grandilocuente pueda atribuírsele. Ya se sabe lo fuerte que puede llegar a ser la fe del converso: debió volverse más papista que el Papa, porque finalmente, hizo exactamente todo lo que le dijo esa mujer: transmitió a sus hijos el poema y las instrucciones que, más o menos, llegarían luego hasta mí.
Según Ramón, lo que quedaba claro con el descubrimiento de los cadáveres era la frase de aquella mujer: “La venganza vendrá y tu silencio les dejará desprotegidos. Revélales la verdad y cumple tu palabra.”
¾Siempre pensé que eso de la venganza era una amenaza etérea, como una de esas maldiciones bíblicas que se dice caerían sobre siete generaciones. Pero esa mujer parece que hablaba de una venganza más real y terrenal. La venganza por la muerte de Esperanza Almeida. Aunque puede que esa sentencia comprenda ambos sentidos. Espera ¾dijo, se levantó de la mesa y se dirigió al estudio. Regresó enseguida con la copia del texto manuscrito de Pedro Luz.
¾Fíjate, cuando mi pariente escribe el desenlace de Esperanza Almeida y su secuaz, parece poner punto final. De hecho hay un grueso borrón tras la frase de “a cambio de no denunciarlos a la justicia”, que siempre se me antojó una frase ininteligible, cuando no irreal. Porque ¿de qué iba a acusarles?, ¿de intento de asesinato cuando él había dado una paliza de muerte al supuesto agresor y roto el cuello de Esperanza? Y, claro, con la aparición de los cadáveres descubrimos la impostura y la falsedad de esa frase. Justo a continuación del borrón y, en el mismo papel, prosigue el relato explicando un hecho sucedido varios días después: el encuentro con esa mujer. Pero parece un añadido posterior. De hecho, mira, su pulso no es ya tan firme y además, mi pariente siempre escribe inmediatamente después de que le suceda un hecho trascendente y lo hace forma epistolar: comienza siempre en una hoja nueva, poniendo el lugar, la fecha y a continuación el relato ¾me decía Ramón enseñándome la caligrafía¾. Y esta última parte corresponde a varios días después y, en cambio no está fechada, y además aprovecha el papel que le queda, la última hoja del cuaderno, y ajusta el relato a esa medida.
¾Estoy de acuerdo. Pero hay algo que no comprendo. Obviamente tuvo que ser él mismo quien escondiese los cadáveres en el sótano de la bodega. Pero en cambio, pasan algunos días, se encuentra a esa mujer, añade la última parte del texto y, no sabemos cuánto tiempo más tarde, decide echar tierra y bloquear la entrada de lo que tú llamas el zulo, dejando el manuscrito dentro. ¿Por qué esperó?
¾No lo sé. Pero lo más lógico es suponer que escondiese primero los cadáveres, que a lo mejor aún no eran cadáveres ¿entiendes? Seguramente lo hizo aquella misma noche violenta. Y tal vez unos días más tarde pensó que si alguien encontraba ese texto tendría en sus manos, sino la confesión de su crimen, porque en el texto dice que los dejó marchar, la evidencia de su mentira. Está claro que no podría decir, “por aquí nadie ha venido, nosotros no vimos a nadie”, ni tampoco, “no tengo ni idea de quién es esa tal Esperanza”. Y las palabras de la mujer de la encrucijada diciéndole “tu peligro aún no ha pasado”, debieron ponerle sobre aviso.
Ramón me miraba con una sonrisa pícara y autosuficiente, a la que sólo bastaría añadir aquello de “elemental, mi querido Watson”. Pero, felizmente, no lo dijo. Aunque, tras esa pequeña pausa, continuó:
 ¾Hasta es posible que quien fuera que conociese la idea que llevaba Esperanza Almeida aquella noche, y parece claro que había alguien que lo sabía y de ahí todo eso de la venganza, pudiese denunciar la desaparición a la justicia y dar el nombre de Pedro Luz. Quién sabe si pudo haber sido interrogado por ello. En esas condiciones, conservar ese manuscrito resultaba peligroso. Así que, unas paladas de tierra y fuera culpa. Sin el cuaderno y sin cadáveres no hay crimen posible.
Y como colofón final a su enrevesado razonamiento, aún prosiguió rizando más el rizo:
¾Hasta estoy pensando que el hecho de que no escondiese el manuscrito junto a los cadáveres pudo deberse al temor de que aún no hubiesen muerto. Casi estoy seguro de que fue así, ¿sabes por qué? ¾y sin dejarme contestar continuó¾ porque ahora recuerdo que cuando yo encontré el manuscrito encima de la mesa del zulo no estaba allí perfectamente colocado, sino que daba la impresión que lo hubiesen arrojado desde lejos. Y eso me llamó entonces la atención, aunque no le di mayor importancia. Pero ahora pienso que Luz debió lanzarlo desde lo alto de la escalera, sin atreverse siquiera a bajar todos los peldaños. Y ¿por qué otra razón iba a no a atreverse a bajar las escaleras y a dejar todo como yo lo encontré, incluso con ese catre viejo con las ropas revueltas?: Los encerró vivos.
¾Pero, Ramón, todo eso no son más que simples conjeturas. Aunque hubiese arrojado el manuscrito, también puede significar que tenía temor de los muertos. Yo mismo hace un instante tuve ese temor, pese a saber que eran sólo dos esqueletos.
¾Serán conjeturas, pero conjeturas lógicas.
¾En esta historia hay muy pocas cosas lógicas ¿no crees?
¾No son tan ilógicas. Puede haber elementos, ¿cómo decirlo?, tal vez poco científicos o, si quieres, sobrenaturales, pero lo demás encaja. Además, lo que sabemos seguro es que la muerte de Pedro Luz, ya con el nombre de Ramón Escadas sobreviene en 1834, esa es la fecha que figura en el archivo parroquial. Y eso significa que murió aquí, en esta casa. Y, por tanto, que nunca pagó condena por esas muertes.
¾Condena, quizá no, aunque no sabemos si murió de muerte natural o realmente le llegó la anunciada venganza.
¾No, eso no lo sabemos.
¾Ni probablemente lo sepamos nunca.

*****

Si no fuese por el texto hallado por Ramón, de la vida de Pedro Luz tan sólo quedarían dos apuntes en ese archivo parroquial, su boda en 1822 y su muerte en 1834, además de su firma como albacea del prior Juan Mon Valledor en el Monasterio de Caaveiro. Pero, por alguna razón, tal vez la misma que le llevó a escribir durante tantos años aquella especie de diario, decidió esconderlo sin destruirlo, pese al peligro que para él conllevaba el que alguien pudiese hallarlo.
Allí estábamos, sentados frente a frente en la cocina de la casa de mi amigo, cuando me fijé en que la pantallita de mi móvil me advertía de que tenía tres mensajes de la oficina.
Llamé a mi secretaria, Carla, quien me comunicó que había llamado Luis Uría, avisando de su llegada a Santiago en vuelo procedente de México, vía Madrid , a las 19:55. Y a eso le llamaba avisar. ¡El mismo día! Carla, al final y casi como olvidándose, también me informó de que había llamado una mujer, pero, según dijo, no quiso dejar ningún mensaje.
Tenía que volver a Santiago. No me quedaba más remedio. Debía hacer mil cosas antes de ir a recibir a Luis Uría al aeropuerto y me moría de ganas de estar en la oficina por si llamaba Ana y conseguía que me aceptase una invitación para comer.
Me tomé de un trago lo que quedaba del té y me despedí de Ramón haciéndole prometer que vendría a Santiago a cenar conmigo en la primera ocasión y continuaríamos la charla.
Llegué a la oficina a eso de las diez y pasé toda la mañana atendiendo la maraña de asuntos que había dejado pendientes la tarde anterior: llamadas y faxes recibidos que debía contestar, citas por confirmar, presupuestos y contratos que esperaban mi visto bueno y mi firma, facturas y pagos pendientes de cobrar o pagar, en fin, lo de siempre. Sólo que esta vez el peso del trabajo me agobiaba de tal modo que pedí a mi secretaria que me  sin poder evitar mirar a cada tanto hacia el teléfono, como si buscase inconscientemente invocar una llamada de Ana. ¿Por qué no me había dado su número? Y yo, ¿por qué no se lo había pedido? ¿y por qué no le había dado el de mi móvil y sí el de la oficina y el del apartamento? Ahora estaba a sus expensas. No podía dejar de darle vueltas a lo que me había dicho Ramón. Tal vez tuviese razón cuando veía en ella cierta clase de peligro, sin conocerla. Realmente para mí sí tenía peligro. Veneno, droga que me impedía pensar en otra cosa que no fuera en ella. Tenía ganas de volverla a ver, de besarla, de tomarme de nuevo la tarde libre y disfrutar tan sólo del calor, el olor y la suavidad de su piel.
Pero, bromas aparte, ¿me convenía ser cauteloso? ¿corría el riesgo de que sus intenciones conmigo no fueran todo lo buenas que aparentaban? Me costaba creerlo si reflexionaba en lo que había sido nuestra relación. Fue algo mutuo. No me estaba colgando por ella sólo yo. Quería creer eso. Necesitaba creer eso.
Llegó la hora de comer y Ana no había llamado. No sé si la ausencia de esa llamada tuvo algo que ver pero, por primera vez en mucho tiempo, había perdido el apetito. Ni siquiera me apetecía nada de la carta ni del menú del restaurante. Así que, sencillamente me pedí una ensalada, de la que no llegué a comerme ni la mitad y luego me tomé un café, regresé a la oficina y me enfrasqué por completo en el trabajo pendiente.
Estaba a punto de salir para el aeropuerto a buscar a Uría cuando, por fin, ella llamó.
 ¾¿Me invitas a cenar? ¾y me sonó a gloria hasta el tono con el que lo dijo.
Le conté que había estado con Ramón y que estaba a punto de salir hacia el aeropuerto para recoger al mexicano, pero que me desembarazaría de cualquier compromiso para cenar aquella noche con él, con el fin de que pudiésemos vernos a las diez en O Galo.
Eran las siete y cuarto cuando salí hacia el aeropuerto, con tiempo de sobra, porque el trayecto no lleva más de quince minutos y efectivamente, cuando aparqué aún faltaba casi media hora para la llegada del avión. Eché un vistazo a las novedades de la librería, saqué una coca-cola de una máquina y me senté frente a la puerta por la que deberían salir los pasajeros del vuelo procedente de Madrid. Había poca gente esperando. Deduje que sería uno de esos vuelos llenos de ejecutivos y hombres de negocios que regresan después de hacer sus transacciones y contactos en la capital. Me fijé, sobre todo, en una rubia elegante y guapa que también parecía esperar, fumando uno de esos cigarrillos More de papel oscuro, extrafinos y extra largos, aunque, lamentablemente, no reparó en mi presencia en ningún momento.
No tenía idea de cómo reconocer a Luis Uría, ni siquiera si viajaba solo o acompañado. Debía recurrir a la lógica. Descartar a todos aquellos que sólo portasen maletines y carteras. Uría seguro que traería al menos una maleta. Salieron primero los uniformados del terno gris y de los maletines, llenos de prisa por llegar a casa o a no se sabe dónde. Luego pasaron dos tipos grandotes y con denso bigote, con pinta de mexicanos y un par de maletas cada uno, pero no me pareció que Uría fuese ninguno de ellos. Al fin, tras haber salido ya casi todos los viajeros, vi aparecer a un tipo algo regordete, de unos treinta y tantos años, de alrededor de uno setenta y cinco de alto, con bigote y perilla, pelo oscuro y vestido con un traje claro y caro. No sabría decir qué, pero había algo en su rostro que me resultaba familiar. Llevaba también una gabardina colgando de un brazo y una trolley de aluminio en la otra: tenía que ser él.
¾Perdone, ¿es Usted Luis Uría?
¾Yo mismo.
¾Soy Bernardino Braña, encantado de conocerle, ¾dije extendiéndole una mano que él me apretó sin apartar la gabardina del brazo, lo que me pareció le daba cierto aire de torero.
¾Mucho gusto, ya tenía ganas de conocerle.
¾Lo mismo le digo. Tengo afuera mi coche. ¿Ha reservado habitación en algún hotel?
¾Sí, en el Hostal de los Reyes Católicos. Pero también he reservado un carro y mi intención es llegar en él hasta el hotel. Y le ruego no lo interprete como una descortesía. Tengo la vieja costumbre de no subir a ningún vehículo que no conduzca yo mismo. Lo del avión, créame, ha sido una rarísima excepción. De hecho estoy tomando clases de vuelo y hasta he pensado en comprar un jet privado. ¾me dijo con total determinación, pero sin brusquedad, y hasta con cierta naturalidad y gracia, que le restaron parte del pijerío que la frase encerraba.
¾Muy bien, en ese caso ¿usted conoce Santiago? Porque si no, yo puedo ir delante con mi coche y nos reunimos de nuevo en el Hostal. Así podremos tomar una copa y charlar tranquilamente después de que se instale en su habitación.
¾De acuerdo, usted irá delante.
¾Muy bien.
Al tramitar en una ventanilla cercana el alquiler del vehículo de Uría, coincidimos con los tipos grandotes bigotudos que había visto antes, y también observé que la rubia seguía allí, a pesar de que la cinta de las maletas ya había parado y ni nadie más esperaba, ni nadie quedaba dentro, según aprecié a través de la puerta automática. Seguramente, la persona a quien aguardaba perdió el vuelo. Lástima, pensé, y me quedé observando como tras apagar otro de sus largos y oscuros cigarrillos, enfilaba en dirección a la salida. Mis ojos se quedaron enredados en el contoneo cadencioso de su silueta hasta que la vi perderse entre los coches del aparcamiento. Acompañé luego a Luis Uría hasta el Mercedes que había alquilado y le rogué me esperase mientras iba a por mi coche.
Llegamos al Hostal a las 20:40. Luis Uría se había reservado él mismo una suite. Al menos eso fue lo que le repitió varias veces al recepcionista al ver que éste parecía no aclararse. Finalmente, no sé si es que apareció el aviso o si de inmediato le asignaron otro alojamiento de igual categoría. Quedamos citados en la cafetería a las nueve, una vez que él deshiciese el equipaje y realizara un par de llamadas.
A las nueve, con puntualidad, lo vi entrar en la cafetería del hostal, mientras que yo estaba a punto de dar buena cuenta de la primera cerveza. Se había cambiado y venía vestido de sport, con un simple jersey azul claro y un pantalón vaquero. Pero eso sí, todo de marca. Y también de marca parecía ser su Longines de oro y una pulsera también de oro, que debía pesar lo suyo, en su mano derecha. Pidió también cerveza, dejándose aconsejar y aceptando probar una marca local que le satisfizo, y me preguntó enseguida por mis planes para cenar. Le dije que me era imposible, porque ya tenía concertada una cena de antemano con otra persona, pero que sí quería, podía unirse a nosotros.
¾Si se trata de una mujer, permítame que le diga que no, amigo mío. No siempre se tienen buenas oportunidades de cenar bien acompañado y hablando de otras cosas que no sean los negocios. Charlaremos un rato y dejaremos lo que nos quede para mañana. Si le parece podemos almorzar juntos. Pero esta noche, disfrute usted de su compañía, que bien veo en su mirada la clase de cena que tiene concertada. Yo me pediré algo en el hotel, si no le parece mal. Además, creo que aquí mismo hay dos buenos restaurantes, ¿cuál me recomienda?
¾Están uno al lado del otro, así que, lo que le recomiendo es que les eche usted un vistazo a los dos y se quede en el que más le guste. La calidad de la comida, estoy seguro que será similar, aunque, si lo que busca es un lugar hermoso y acogedor, quizá acabe por escoger el que llaman Libredón.
¾Muy bien, eso haré. Y no se preocupe por mí, que estoy acostumbrado a cenar solo.
Nos trajeron las cervezas y un bol de almendras saladas que Uría empezó a coger a puñados y a comer con fruición. El cambio de horarios y la comida del avión debieron de abrirle el apetito y se ve que el hombre ya no podía aguantar hasta la hora de la cena.
¾Así que es usted de Monterrey, pero de ascendencia gallega. ¿De qué parte de Galicia es su familia?
¾Bueno, en realidad no soy de Monterrey, sino de Ferrol. Tenían pensado parirme allá, pero se adelantó el parto, un triste parto, cuando mis padres estaban acá pasando unos días. En cuanto a mi familia, mi abuelo fue el primero que marchó a México. Mi padre, fíjese, es ya natural de Monterrey, al igual que mi madre, aunque por su cuna también era gallega. De la zona de Pontedeume.
¾Así que de Ferrol. ¡Qué casualidad!
¾¿Por qué lo dice?
¾Lo digo porque yo también soy de Ferrol.
¾Pues usted y yo debemos ser de la misma quinta, año arriba año abajo.
¾Es posible, yo soy del 63.
¾¿Lo ve? Igual que yo. Nací el 25 de octubre del 63.
¾¡No puede ser! Esa es mi fecha de nacimiento: ¡usted y yo nacimos el mismo día! Eso sí que es una casualidad.
¾Y lo es también el asunto de los poemas, ¿no le parece? ­¾aquel tipo parecía tener la capacidad de leer en mi pensamiento, porque en eso mismo estaba matinando yo en aquel momento. Pero no manifesté sorpresa y, sencillamente, di un capotazo a su embestida.
¾Podría ser, pero eso es harina de otro costal, porque el poema que yo tengo no tiene nada que ver conmigo ni con mi familia.
¾Pero sí con Ferrol, ¿verdad?
¾No lo sé. Habla de un lugar en la costa, pero no dice en ningún momento que ese lugar sea Ferrol.
¾Y la familia que lo posee, ¿procede de Ferrol?
¾No estoy del todo seguro, pero creo que una rama familiar sí es de allí, aunque no sé si todavía conservan otros parientes en esa ciudad. Salvo mi amigo Ramón, claro. Él sí tiene casa en Ferrol.
¾Ya ve que si se quieren buscar casualidades, aparecen por todas partes.
¾¿Y es eso lo que usted persigue, encontrar casualidades?
¾Las casualidades son puntos de contacto entre dos cosas. Si se consigue, no sólo que estos puntos coincidan, sino que además el dibujo se enriquezca con otros nuevos puntos, tal vez se puedan extraer datos e incluso conclusiones.
¾¿Qué clase de conclusiones? Lo que quiero decir, o mejor saber, es lo que usted espera descubrir acerca de ese poema y que le ha hecho tomarse tantas molestias.
¾Llevo muchos años conociendo el contenido del poema de mi familia. Muchos años tratando de descifrar las claves que encierra. Estoy convencido de que el propio documento, de algún modo no expreso, señala el lugar donde está esa cueva y la estatua de Uriel. Tal vez, si pudiese compararlo con el poema de su amigo... Para hablar sin rodeos, eso es lo que espero de usted y lo que he venido a pedirle, que me permita cotejar su poema con el mío. Sobre todo, teniendo en cuenta que yo nunca le he negado el acceso al documento que poseo y, como muestra de mi buena voluntad, incluso le envié por fax una copia de su contenido. Y créame que en su caso hice una excepción, arriesgada y dolorosa viniendo de mí.
¾No se preocupe, mañana traeré el poema y podremos intercambiárnoslos. Yo también tengo curiosidad por ver el soporte original del documento que me envió. ¿Lo ha traído con usted?
¾Antes de contestar a su pregunta, permítame que le haga yo otra. ¿Cuál es su interés en todo esto?
¾¿Me está usted preguntando por mis honorarios?
¾Habíamos empezando hablando muy directos, pero veo que las cosas se enrevesan. No me preocupa en absoluto lo que usted quiera cobrar, como comprenderá, sino saber, simplemente, si su interés es meramente profesional o hay algo más. Usted mismo me señaló que su empresa no se dedicaba a esa clase de investigaciones, por eso se lo pregunto.
¾Sinceramente, no estoy muy seguro de la respuesta ¾dije y vi de inmediato en su rostro una mueca de contrariedad. Se percibía enseguida que era un tipo acostumbrado a mandar y a obtener al punto respuestas a sus preguntas¾. Permítame que le explique, no estoy tratando de esquivar su pregunta, sino decirle que hasta ayer, tal vez hasta hoy mismo, mi interés no era más que el de resolver una cuestión que un amigo me planteaba. Ya le he dicho que el poema no es mío, sino de alguien muy cercano a mí. Pero ahora, empiezo a estar realmente intrigado. No sé si con esto le he respondido.
¾A medias. Lo que realmente quiero saber es su interés en torno al tesoro de que habla el poema.
¾¡Acabáramos! ¾exclamé un tanto irónico¾ El que parece que sí cree en él es usted. Pero permítame que yo dude sobre su existencia e incluso sobre su naturaleza.
¾¿No lo cree?, ¿por qué no lo cree?, ¿y su amigo lo cree?
¾Por lo que veo hace usted muchas preguntas y responde a pocas.
¾Disculpe, sé que soy bastante impulsivo.
¾Ya. Pues, verá: no creo que ese tesoro exista tan sólo porque lo mencione una leyenda. Una misma leyenda, aunque esté recogida en al menos dos poemas diferentes. Pero no por ello deja de ser una leyenda y como tal, por definición, lejana de la verdad. Además, aunque ese tesoro hubiese existido, como tantos otros que se mencionan en multitud de otras leyendas que tenemos aquí, en Galicia, de haber existido en algún momento, hoy no existiría: no hay tumba ni túmulo que, desde el Neolítico, no haya sido saqueada hasta sus cimientos. Y respecto de mi amigo, no sé si él cree en su existencia a día de hoy. Pero sospecho que sí piensa que al menos en algún momento ese tesoro existió, aunque eso es algo que todavía no le he preguntado directamente.
¾Conozco muy bien todo eso que usted dice de las violaciones de los monumentos, pero no estoy en absoluto de acuerdo. Permítame que le explique por qué. Como usted sabe, porque yo mismo se lo he dicho, el poema que poseo ha llegado hasta mí a través de mi familia, en una larga cadena que se pierde en la bruma de los tiempos. Y si, como usted dice, ese tesoro, que obviamente es la clave de la transmisión, dejase de existir o hubiese sido saqueado ¿no lo sabrían mis antepasados? Y de ser así ¿por qué continuar transmitiendo con tanto misterio un papel sin valor alguno?
¾¿Ha pensado usted alguna vez que la clave de transmisión de ese poema pueda no ser el tesoro?
¾No. Aunque sé por dónde va usted, amigo mío. Pero, a mi entender, una cosa va con la otra. Sé que se refiere a la profecía que encierra la leyenda, al destino de Uriel, a su anunciado regreso. Pero no olvide que Uriel es en la leyenda una estatua de oro. Y sin estatua ¿qué queda de Uriel?
¾Imagino que lo mismo que con ella. ¿O es que me quiere hacer creer que la estatua dejará de serlo para convertirse en carne de hombre? ¡Ni el mismísimo Paracelso sería capaz de imaginar algo así en una noche calenturienta!
Vi como Luis Uría se sumía dentro de sí mismo, como decepcionado de mi respuesta. Y hasta por un momento llegué a lamentar haber tenido tan poco tacto al expresarme, casi descalificándole en su razonamiento fantástico. Sin levantar la vista del vaso que sujetaba, haciéndolo girar sobre sí mismo, me dijo:
¾Pensé que en usted iba a encontrar otra respuesta. Llevo muchos años soñando con la esperanza de que esa leyenda se haga realidad de algún modo. Es cierto que desconozco ese posible modo. Pero sepa que nunca creí que esa estatua se transmutase un día en carne humana, no me considere tan estúpido, aunque sí que en ella estaría la clave de todo. Quizás me equivoqué pensando que tal vez...
¾Yo pudiese decirle cómo llegar hasta el lugar y una vez allí ver que queda del resto de la leyenda ¿no es eso? Lo lamento. Probablemente sepa usted mucho más que yo, acerca de ese documento que posee y que por cierto, aún no me ha dicho si ha traído con usted.
¾Perdone, pero estoy pensando que no sé si será bueno que le diga si lo he traído o no.
¾Si no lo ha traído o si me dice que no lo ha traído, no le insistiré. Pero si lo ha traído y quiere enseñármelo, lo único que puedo decirle es que seré lo suficientemente discreto como para no revelárselo a nadie más.
¾De todos modos, aunque usted lo viera, no sé cómo podría ayudarme.
¾Pues yo tampoco. Al menos, por ahora. Pero, por si le sirve de algo, podemos consultar sobre su autenticidad con un arqueólogo de confianza. Es algo que ya hice con el otro documento.
¾¿Y eso para qué?
¾Tampoco lo sé. A mí al menos me sirvió para que me confirmasen la legitimidad del pergamino y para que me facilitasen unas fechas aproximadas acerca de su transcripción.
¾¿Quiere usted decir que el documento de su amigo no está fechado?
¾No, ¿el suyo sí?
¾Naturalmente, el copista que lo realizó dejó bien clara su firma y la fecha.
¾¿Puedo preguntarle cuál es esa fecha?
¾¡Claro que puede! Y yo también puedo evitar contestarle.
¾Entonces, me temo que ha perdido usted el tiempo con este viaje. Me alegro de haberle conocido ¾dije al tiempo que hice el ademán de levantarme.
¾¡Espere! ¾gritó. Luego respiró fuerte, debió pensarlo mejor, bajó el tono y agregó¾. Perdone. No pretendí resultar descortés, ni molestarle. Tiene razón, fui yo quien acudí a usted y quien pedí su ayuda. Pero comprenda que su actitud negativa, quiero decir, sus respuestas, no me dan demasiadas esperanzas.
¾A lo mejor, más que mis respuestas, tal vez sea que sus expectativas no coincidan con las mías. Pero quizás yo esté equivocado.
¾Y a mí me encantaría que lo estuviese. No sé de qué puede servirle, a mí de nada, pero la fecha en que el poema que yo tengo fue escrito es la de 1431.
¾Bastante tardía, diría yo –dije, sin haberme aún sentado.
¾¿Mi respuesta?
¾No, hombre, la fecha ¾y volví a sentarme en la mesa
¾¿Y por qué cree eso?
­­¾Porque, según tengo entendido, las primeras transcripciones del latín al gallego medieval de que tenemos noticia, están fechadas en torno al año 1250. Y evidentemente, usted no conservará el texto original en latín.
¾¡Buena observación la suya! Me está empezando a parecer que sabe usted más de lo que realmente dice.
¾¿Por qué será que yo también tengo la misma impresión de usted?
¾Quizá porque no es usted tonto, amigo mío. ¿Cómo sabía que conservo el original latino?
¾No lo sabía. Usted me lo acaba de decir.
¾Pero en cambio ha disparado en la dirección correcta.
­¾A decir verdad, pensaba lo contrario, créame. Y ¿en qué estado de conservación está ese original?
¾Crítica. Por eso no me he atrevido a traerlo, además de que lo guardo como oro en paño. Pero he mandado hacerle un serio estudio, incluso a través de rayos x. Y lo que sí tengo conmigo es una copia facsímil.
¾Estupendo. Y ese documento ¿también tiene fecha?
¾Lamentablemente no, aunque, por los estudios que he mandado hacer, el texto parece que podría haber sido escrito en torno al año 620.
¾¡Perfecto!, ya hemos retrocedido ocho siglos. Lástima que más hacia atrás en el tiempo no se conserven otros documentos y, por tanto, tengamos que confiar en que la tradición oral no haya sido demasiado alterada.
¾No sé si eso nos serviría de mucho. Mi opinión es que la transmisión, al menos en este caso, fue bastante fiel, dadas las circunstancias familiares que concurren y la importancia que para las vidas de aquellas personas tenía conservar esa información tal como estaba.
¾Ojalá tenga usted razón. Pero, permítame una curiosidad, aunque creo que ya sé la respuesta. ¿La traducción del texto latino es fiel al original?
¾Sí, pese a alguna licencia poética del amanuense. Tenga en cuenta que, en aquel momento, los frailes conocían el latín al dedillo, a pesar de que ya se expresaban, salvo en la liturgia, en legua romance.
¾Sí. Es exactamente lo que suponía. Lo que no quita que, pese a que mis conocimientos de latín son más bien escasos, me gustaría al menos echar un vistazo a ese documento.
¾Es posible que se lo permita.
¾Trataré de convencerle para que lo haga. ¿Por cierto, quiere usted tomar algo más?
¾No creerá que voy a vender mi secreto por una cerveza –dijo riéndose de su propia ocurrencia.
¾A lo mejor necesitaré un barril entero.
­¾No lo dude.
¾Entonces, vamos a por la segunda ronda.
Pedimos otras dos cañas, Uría hizo un comentario sobre el frío compostelano y la impresión que le causó nada más dejar el avión. Justo cuando el camarero dejaba los vasos sobre la mesa vi cómo se le iluminaban los ojos.
¾Estaba pensando que sus comentarios negativos...quiero decir esa opinión suya de que el tesoro pudiera haber sido violado, vamos, que usted no puede creer eso. Trataba de tantearme ¿no? ¾dijo con una sonrisa entre pícara y cómplice.
¾No entiendo. ¿Para qué iba a querer tantearle?
¾Vamos, no trate de engañarme. Primero intenta quitarle importancia a su interés y me hace ver que no sabe apenas nada del asunto. Y, como segundo plato, pretende desengañarme pintándome todo de color negro. Veo que es usted más listo de lo que pensaba.
¾Creo qu


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