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Somos la antiespaña (II)

Traidor, felón, ilegítimo, chantajeado, deslegitimado, mentiroso compulsivo, ridículo, adalid de la ruptura de España, irresponsable, incapaz, desleal, catástrofe, ególatra, chovinista del poder, rehén, escarnio para España, incompetente, mediocre y okupa. En febrero de 2019, Pablo Casado pronunció 21 insultos al presidente del Gobierno en una comparecencia de unos minutos. Casi paralelamente, se convocaba de manera improvisada una concentración en la madrileña plaza de Colón con el objetivo de desalojar al ‘inquilino de la Moncloa’. Es complicado encontrar un homenaje más redondo a la historia de España. Concretamente, al pensamiento conservador, llamado moderantismo o nacional-catolicismo. Los insultos de Casado podrían estar en un texto de Girón de Velasco, Gil Robles o Donoso Cortés, y ese acto en la plaza de Colón, que el periodista Enric Juliana llamó manifestación destituyente, estaba más en la tradición del pronunciamiento. Civil y pacífico, claro. Posmoderno, podría decirse.

Para contextualizar todos esos insultos y el acto de Colón, es necesario ir al siglo XIX y recuperar a tres figuras clave en el pensamiento conservador español. La más influyente: Jaume Balmes. Tras ser un activo militante de la causa de Don Carlos en la guerra carlista (1833-1840), fue el primero que entendió que la restauración del absolutismo era imposible y que había que formular un proyecto ideológico renovador que uniera a isabelinos, carlistas moderados, élites tradicionales, burgueses enriquecidos con el comercio de personas o bienes, burgueses enriquecidos con la desamortización, pequeños propietarios, artesanos, menestrales, etcétera. Es decir, la gente de orden. Balmes hizo la tarea de Aznar 150 años antes.

El pensamiento conservador debía pasar de la contrarrevolución pura y dura a un planteamiento nacionalista, imitando al liberalismo, es decir, la constitución de España como una comunidad política moderna con alianzas entre élites y clases populares, como había ocurrido en la Guerra de la Independencia. Si el liberalismo de Cádiz se asentaba en la democracia y los derechos individuales, su idea lo hacía en los dos pilares tradicionales: la monarquía y el catolicismo.

Su nación no es una reunión de ciudadanos que se constituyen como sujeto político bajo un mismo gobierno y unas mismas leyes, como defendía el liberalismo. Tampoco una comunidad cultural con unas características homogéneas, como religión, lengua y tradiciones, como sostenía el romanticismo. De esto último, sólo podía salvarse lo primero por la heterogeneidad del territorio de la monarquía, algo que Balmes conocía bien. España no había tenido una construcción nacional, sino imperial. Los territorios acumulados sólo tenían dos características en común: la pertenencia a la monarquía y la religión católica.

Para aglutinar estos territorios, era necesaria una tercera vía que crease esa comunidad política a través de esos dos pilares tradicionales. Ambas instituciones, de una manera paternalista, regían los destinos de un pueblo que debía ser atendido y confortado, los trabajadores debían crear asociaciones para la asistencia mutua y encauzar sus peticiones (Balmes también figura entre los antecedentes del catolicismo social). Sin embargo, la participación política debía limitarse y ese pueblo no debía acceder al poder, ya que el orden social, lo mismo que las tradiciones, era la garantía de la consistencia de los pilares. El alejamiento de la política, el uso de las tradiciones y el control de la educación eran buenas herramientas.

Podríamos decir que, añadiendo la monarquía, el lema de la CEDA (religión, patria, familia, orden, trabajo y propiedad) es un buen resumen del proyecto. A nivel práctico, esto se concretó durante la Restauración en una democracia controlada por el sufragio censitario o el caciquismo, la preferencia por los impuestos indirectos (consumos) frente a los directos (contribuciones), la visión asistencial o caritativa de los servicios públicos, el control religioso de la educación, el militarismo con reclutamiento discrecional (evitable con el pago de una tasa), la represión social e ideológica o la ausencia de una política económica fija, ya que el gobierno defendía sectores económicos concretos, ya fueran cerealistas castellanos o industriales textiles catalanes.

Ya tenemos la base del sentimiento patrimonialista que tiene la derecha española de las instituciones. Hay personas que deben estar en el poder, mientras que otras lo ocupan; lo mismo que los godos ‘entran’ y los musulmanes ‘invaden’. Según esta visión, el acceso de cualquier otro grupo a una institución es ilegítimo porque hace peligrar los pilares de la comunidad política y, por tanto, la misma esencia de España.

Cualquier proyecto alternativo, denuncia, cuestionamiento o análisis crítico es peligroso porque socava la base misma. No hay consenso. No se puede negociar porque quieren acabar con España. El cambio sólo es posible mediante posiciones de fuerza; las constituciones no se negocian: se imponen las propias y se boicotean las ajenas hasta poder quitarlas. No importa usar las instituciones como contrapoder porque el prestigio de las mismas no importa: son accidentales frente a la base tradicional.

Balmes no necesitó reescribir la historia. Sobre todo, porque había muy poca. Juan de Mariana había publicado la última Historia general de España a principios del siglo XVII. Su relato partía de la antigüedad mítica y se quedaba en los Reyes Católicos, para “no molestar”, según sus palabras. Mariana desarrollaba la idea de España como un territorio disperso aglutinado por la religión católica y dirigido por la monarquía castellana. La mayoría de las publicaciones parciales, no todas, abundaban en esa idea, recalcando la vinculación a los godos y la condición de extranjeros de los musulmanes. La obra de Modesto Lafuente de 1866 actualizó ese relato providencial y, además de popularizar el término Reconquista, señaló que el carácter español era indómito e individualista en defensa de su identidad y estableció sus mitos: de Numancia y Guzmán el Bueno a María Pita o Agustina de Aragón. Los mayores de 50 años seguro que los conocen.

El pensamiento conservador de Balmes se desarrolló en otros dos grandes intelectuales: Donoso Cortés y Menéndez Pelayo. El primero, por ejemplo, teorizó sobre la legitimidad de la dictadura o la reformulación de la palabra libertad. Para él, el liberalismo, que había defendido, era una doctrina inconsistente, ya que carecía de un cuerpo dogmático. Es decir, no es posible una sociedad abierta, con pactos y consensos, porque no ofrece seguridad. El liberalismo destruye por omisión los pilares de la comunidad política y ese vacío es ocupado por el socialismo, que sí tiene una base ideológica no negociable. Para evitar esa deriva hacia la tiranía, había que defender la monarquía y, sobre todo, la religión católica, base de la libertad española y occidental. Desde la democracia, si se vota bien; si no, con una dictadura. También, por ejemplo, hay que desconfiar de cualquier descentralización. El concepto de choque de civilizaciones ha recuperado su pensamiento, ya elogiado y desarrollado por el alemán Carl Schmitt en los años 30.

El otro pensador fue el polígrafo Menéndez Pelayo, otro antiguo liberal. En su Historia de los heterodoxos españoles estableció un concepto clave que aglutina el pensamiento anterior: la antiespaña. Los heterodoxos eran españoles sólo por razones de nacimiento; pero carecían del rasgo más profundo de la ‘raza’, una manera de ser y pensar unida a la religión católica. Para él, la religión prevalecía respecto a la monarquía y el resto de instituciones. Este criterio étnico enlazaba con los estatutos de limpieza de sangre, un mecanismo discriminatorio que, con altibajos, segregó a la población por su origen desde el siglo XV hasta el XIX. En esa lista de antiespañoles, estaban los judíos, los musulmanes, los apostatas, los herejes, los erasmistas, los protestantes, los renacentistas, los jansenistas, los ilustrados, los afrancesados, los krausistas y los liberales. Podría actualizarse con los masones, los ateos, los regeneracionistas, los marxistas y los separatistas. E incluso, con el feminismo.

La construcción nacional acostumbra a partir de una dinámica amigo-enemigo que establece alianzas entre élites y clase populares a través de unas instituciones de independencia o resistencia que después evolucionan a estatales. Era lo que había pasado en la Guerra de la Independencia, pero las instituciones no tuvieron continuidad por el regreso del absolutismo. El proyecto moderantista o nacional-católico necesitaba esa dinámica y Menéndez Pelayo se la ofreció creando ese enemigo interno que recorre la historia con diferentes caras en esa eterna lucha entre el bien y el mal. Adhesión o traición.

Ya tenemos prácticamente todos los conceptos clave para entender el discurso de la derecha española. Cualquier proyecto político alternativo no llega al poder por medios legítimos y es una tiranía impuesta previa a una deriva apocalíptica, un plan oculto avivado por enemigos extranjeros, que acabará con la destrucción de la religión, la familia, la nación, la propiedad, las tradiciones y, en general, el mundo tal y como lo conocemos. Este plan siniestro para acabar con España lo tenían los liberales o los republicanos, pero también Zapatero, que iba a acabar con la familia. Y, como ha quedado claro en la campaña electoral, Pedro Sánchez. También tenían planes ocultos Manuela Carmena con las procesiones o Ada Colau, que ha convertido Barcelona en el Chicago de los años 30.

La mención a Colau es pertinente porque hay muchos puntos en común entre el pensamiento político de la derecha española y la derecha catalana. Es fácil reconocer esa patrimonialización del poder. Recordemos al ‘intruso’ Montilla, y que existe una anticatalunya, un proyecto eterno en el tiempo, siempre deseoso de diluir la nación, un arcano cultural que sólo algunos, vinculados por procedencia, saben interpretar. No hay pacto posible con ese grupo. Adhesión o traición.

Balmes acabó asqueado de Madrid y sus camarillas, preocupadas de sus haciendas particulares y demasiado devotas del ejército. Llamó a la capital cloaca corrompida y ciudad ganada al desierto. Sus alusiones al carácter africano e irreformable de los españoles podrían aparecer hoy en el tuiter procesista.

La importancia de este proyecto nacional-católico es su éxito y su continuidad, proporcionando a la historia de España ciertos hitos que la desligan de la europea. No son los únicos. Nuestra Edad Media está ligada a la larga ‘Reconquista’ que, según Eric Wolf, configuró una estructura de “tomadores de tributos”. “La guerra y apoderamiento de pueblos y recursos, no el desarrollo comercial e industrial, llegó a ser el modo dominante de reproducción social”, concluye. La Edad Moderna está determinada por la Contrarreforma, el aislamiento intelectual voluntario y el control social a través de las instituciones represivas.

La Edad Contemporánea está marcada por el fracaso del proyecto liberal democrático frente al nacional-catolicismo en dos momentos: la Restauración y el Franquismo. En España, a diferencia de los países que denominamos ‘de nuestro entorno’, el Estado nunca se impuso a la Iglesia. Cabe pensar que el siglo XIX en España terminó en 1975. O no, ya que otra idea interesante es que nuestro autoritarismo del XIX está enlazando directamente con el del XXI. Esta tradición explica ciertas particularidades de la ultraderecha española, como la defensa del orden social existente, incluida la monarquía, o la vinculación religiosa.

Los discursos se repiten en el tiempo. En la nota explicativa de la Causa General de 1940, la base ideológica de la represión posterior a la Guerra Civil, se lee: “El Frente Popular, desde que asumió el Poder, a raíz de las elecciones de febrero de 1936 —falseadas en su segunda vuelta por el propio Gobierno de Azaña, asaltante del mando político—, practicó una verdadera tiranía, tras la máscara de la legalidad, e hizo totalmente imposible, con su campaña de disolución nacional y con los desmanes que cometía o toleraba, la convivencia pacífica entre los españoles. El Alzamiento Nacional resultaba inevitable, y surgió como razón suprema de un pueblo en riesgo de aniquilamiento, anticipándose a la dictadura comunista que amenazaba de manera inminente”.

Hagamos un juego y cambiemos algunos nombres: “El gobierno de Sánchez ha practicado una verdadera tiranía, tras la máscara de la legalidad, y ha hecho totalmente imposible, con su campaña de disolución nacional y con los desmanes que ha cometido o tolerado, la convivencia pacífica entre los españoles. Hay que desalojarlo porque hay un pueblo en riesgo de aniquilamiento por la actuación de populistas y separatistas”. Esto lo pudieron decir en Colón Santiago Abascal, Pablo Casado o Albert Rivera. Manuel Valls puede ser conservador, puede tener un punto racista, puede ser elitista, puede amar el orden, pero pertenece a otra tradición política. Tarde o temprano iba a chocar.

El periodista Joaquín Estefanía se preguntaba hace meses por la evolución de Ciudadanos: “cómo un partido que citaba a Isaiah Berlín o Karl Popper ha acabado en Onésimo Redondo”, se lamentaba. Le responde Karl Marx: “La tradición de todas las generaciones muertas oprime como una pesadilla el cerebro de los vivos. Y cuando estos aparentan dedicarse precisamente a transformarse y a transformar las cosas, a crear algo nunca visto, en estas épocas de crisis revolucionaria es precisamente cuando conjuran temerosos en su auxilio los espíritus del pasado, toman prestados sus nombres, sus consignas de guerra, su ropaje, para, con este disfraz de vejez venerable y este lenguaje prestado, representar la nueva escena de la historia universal”.

Artículo publicado en La Marea.



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