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EN PANDEMIA. ¿Qué podemos aprender?




 

Siempre resuenan las viejas preguntas kantianas. Entre ellas, “¿qué puedo saber?” La respuesta honesta se da en términos negativos. Podemos llegar a cernir, a acotar, aquello de lo que no podemos hablar, siendo entonces, como sugería Wittgenstein, mejor callarse.


Esa ignorancia esencial no sólo es filosófica, pudiendo devanarnos los sesos inútilmente reflexionando sobre por qué hay Algo y no más bien nada y sabiendo que no podemos saber que Dios exista, por ejemplo. Es también de índole científica y se incrusta en lo aparentemente más sólido; la incompletitud de Gödel desbarató el sueño axiomático de Hilbert, y las relaciones de incertidumbre de Heisenberg mostraron unos límites en la precisión al hablar simultáneamente de variables canónicamente conjugadas, es decir, cuyo producto tuviera unidades de acción, como la constante de Planck; por ejemplo, el producto de la energía por el tiempo, o de la posición por el momento. La Física Clásica, que podemos dar por finalizada en 1900, no era tampoco completa.


Pero entre ambos extremos, el de la física de lo más elemental y la pregunta filosófica más general, cabe el planteamiento relacionado con qué podemos saber sobre el mundo y nosotros en él. El saber es algo colectivo y, a la vez, individual. También tiene algo de contingente.


Preguntarse, opinar, llegar en el mejor de los casos al logro de una evidencia, se relaciona con la circunstancia histórica. Conocemos más que lo que conocían los griegos, pero eso puede referirse sólo a una acumulación, incluso enciclopédica si se pretende, de datos. Un científico actual sabe más cosas que Newton y ya no digamos que Aristóteles, pero es dudoso que sea más sabio. La sabiduría, eso inalcanzable que ama la filosofía, no es cuantificable, medible. Ni siquiera definible.


Por otra parte, la pregunta puede incidir más o menos en el aspecto pragmático que en el teórico, ser planteada por muchos, ser crucial en algunos aspectos o suponer la banalidad de un divertimento.


Aquí y ahora, en este año en que vivimos, la muerte de tantos por una causa novedosa, una pandemia concreta, induce a que nos preguntemos si Podemos Aprender algo de eso, más allá de reconocer el poder que lo azaroso tiene en nuestras vidas y de saber qué hacer en aspectos muy concretos de la existencia (cómo protegernos mejor, cómo llevar la vida en medio de algo global en lo que no hubiéramos pensado como colectivo hace solo unos cuantos meses, etc.).

En rigor, podría postularse que no aprenderemos nada. Otras catástrofes, naturales o humanas, dan cuenta de que la Historia no se aprende, sólo se repite. Tras el horror de la Primera Guerra Mundial, vino el de la Segunda, pocos años después, con muchas personas que participaron en ambos conflictos. Es sólo un ejemplo entre muchos, demasiados.


No es éste el medio para hacer un análisis riguroso sobre lo que podemos aprender de algo tan terrible como la invasión de los cuerpos por un virus que parece altamente contagioso (especialmente porque puede serlo sin haber mostrado su presencia con síntomas o signos en los cuerpos habitados) y con una tasa de letalidad que no es precisamente menor. Pero sí puede ser lugar para suscitar alguna reflexión sobre lo que está pasando. Y es por ello que me permito expresar mi opinión al respecto, exponiendo sólo algunas cosas que creo que podemos aprender. Son las siguientes.


LA FRAGILIDAD. La de cada cual, no sólo ante accidentes humanos o naturales, sino ante un cambio ecológico aparentemente menor, como lo supone que un virus desarrolle de repente un tropismo, una afinidad, por tejidos y órganos humanos. Eso, tan olvidado y que ha sucedido en más ocasiones en nuestra Historia, ocurre ahora y puede repetirse. A pesar de los avances médicos, la variabilidad nosológica potencial no es predecible.


EL FRACASO DE LA PREVENCIÓN. La Medicina ha pasado de lo que llegó en tiempos a ser, empíricamente preventiva, usando desde medidas higiénicas a acciones de vacunación, pasando por cambios de aires o de aguas, para hacerse curativa o paliativa. Con esa finalidad, la investigación se centra en que, en los países que puedan sostenerla, la gente viva más y mejor, gracias a sus sistemas sanitarios y la preparación de quienes en ellos trabajan, pero ya no contempla las posibles catástrofes epidemiológicas. El coronavirus ha encontrado nuestros sistemas sanitarios con antibióticos, antirretrovirales y, sobre todo, UCIs y personal sanitario preparado y valioso, pero sin mascarillas ni equipos suficientes de protección personal. Esta pandemia ha mostrado el gran fracaso de la Epidemiología y Medicina Preventiva, tanto en términos “macro” de asesoramiento a la decisión política, como en los “micro” de toma de decisiones en geriátricos, centros educativos, hospitales, supermercados, etc.


EL VIGOR DE LA PSEUDOCIENCIA. Hay reacciones tan elementales que ni siquiera las adoptaría un niño de dos años. Basta con asumir que esta pandemia no tiene etiología vírica y hacer viral la estupidez. Es la insensata pretensión de muchos, incluyendo dirigentes políticos, culpando de los males a modernos sistemas de telecomunicación o a demonios diversos. Todo está servido. La maldad de la industria farmacéutica se aliaría con el afán de los poderosos para vacunarnos y, de paso, “chipearnos” y tenernos a todos bajo control, aunque nadie se sepa decir de quién ni para qué y, sobre todo, como si no estuviéramos ya voluntariamente controlados.Todo es posible en un mundo que algunos consideran literalmente plano, siendo afortunados los que no estamos en esos límites fronterizos traspasados los cuales nos “caeríamos” a saber dónde.


EL FRACASO CIENTIFICISTA.

Científicamente, es tan importante estudiar hígados como líquenes o los satélites jovianos, porque la ciencia, no la influencia en ella del contexto político o económico, sólo responde a la curiosidad. Es cierto que podemos diferenciar entre una ciencia básica y otra aplicada, pero la distinción acaba siendo incorrecta porque, en general, se obtienen más aplicaciones de lo que consideramos “básico” que de proyectos dedicados a fines (nuestra tecnología actual de telecomunicaciones y de diagnóstico médico sería inconcebible si no se hubiera desarrollado algo tan “teórico”, tan fundamental, como la mecánica cuántica).


Todo es digno de estudio en nuestro mundo. Y, si los líquenes suponen muy pocos fondos de investigación, los destinados a virus tampoco han sido especialmente abundantes. Sí se han usado como material “reactivo”, y los “fagos” han tenido un gran papel en el desarrollo inicial de la Biología Molecular. Pero los virus que afectan a animales o plantas parecen no importarnos especialmente, con excepciones históricas (mosaico del tabaco, sarcoma de Roux). El coronavirus no centró a muchos científicos… hasta ahora, después de habernos producido un gran quebranto en vidas y dinero.


El cientificismo venera a la ciencia a la vez que la reduce a lo meramente utilitario. La investigación científica que se financia tiene, en general y especialmente en el orden biológico, una visión miope, a corto plazo. Por eso no extraña que precisamente los países con un mayor desarrollo científico, como los EEUU y muchos europeos (incluido el nuestro), hayan reaccionado tan mal y tardíamente ante la pandemia.


Frente a esa óptica de ciencia rápida y utilitaria, de que todo es científico o no es, la ciencia auténtica acabará respondiendo, con el tiempo necesario, y en eso confiamos, casi religiosamente. Pensamos que habrá vacuna en el caso de la Covid-19, aunque no la llegó a haber en el caso de virus distintos como el VHC o el VIH.


Si hasta hace poco se publicaba abundantemente sobre genes del TDAH, de la hipertensión o la obesidad, ahora se hace sobre el coronavirus y sobre las variantes humanas de sensibilidad a él, con una producción bibliométrica ingente en la que se mezclan trabajos revisados por pares y “pre-prints”, lo que dificulta, más que facilita, los planteamientos sosegados que la ciencia requiere.


EL ERROR DE LA CONCEPCIÓN DE INDIVIDUO BIOLÓGICO. El virus nos ha recordado, aunque no queramos saberlo, que somos uno con todos los seres vivos grandes y pequeños del planeta, incluso con esos tan “simples” que llevan a la discusión de si están vivos y muertos. Claro que están vivos. Nosotros, desde la perspectiva de un imaginario coronavirus consciente, seríamos sólo su medio de cultivo. Hasta que, como en tantos otros casos, su genoma se integre incluso en el nuestro, o se vaya y nos deje en paz. El término “individuo” carece de sentido. De hecho, ya tenemos más genes de origen vírico en nuestros cromosomas que exones para proteínas “propias”. Paradójicamente, tenemos la opción de la libertad asumible, la de pasar de la concepción de individuos biológicos a la de sujetos, algo que evoca lo singular e irrepetible. Pero esa subjetividad no puede despreciar sus raíces biológicas, la que nos hace a todos partícipes de un continuum vital.  


LOS CUATRO JINETES DEL APOCALIPSIS CABALGAN JUNTOS. Uno de ellos es el hambre. Esta pandemia no solo tiene efectos en la macroeconomía global. Amplificará, ya lo está haciendo, la peor diversidad humana, la implícita a las diferencias socioeconómicas entre personas y países, conduciendo a muchos a una morbi-mortalidad en la que la falta de recursos, el hambre en sentido literal incluso, quiebre sus vidas.


EL AISLAMIENTO.

Se ha jugado en exceso con la fantasía de la bondad humana. Se dijo mucho tiempo (en proporción al que llevamos inmersos en esto) que “cuando esto pase, que pasará…” pues eso, vendría todo lo bueno de siempre, besos abrazos, alegrías, etc. Tenemos los dos extremos, pandas de jóvenes y menos jóvenes que hacen botellón sin que esto pasara y, a la vez, viejos y no tan viejos aislados ya desde antes de que esto aconteciera y que, si sobreviven, se verán aún más solos que antes.


Cuando pase. Para muchos ya pasó. Definitivamente. Y, sin embargo, el mar de irresponsabilidad y estupidez ha permanecido si no ha crecido incluso.


El aislamiento de muchos se ha dado en vida y con mucha frecuencia tras la propia muerte, en la que el duelo necesario ha sido violentado de un modo brutal.

LA PERSPECTIVA RELIGIOSA. La confrontación con la muerte, con el duelo inviable en tantos casos, supone, como todos los dramas humanos la pregunta a la propia cosmovisión de cada cual. Y Dios, si existe (algo que espero), se calla. Como siempre, como ya advirtió Voltaire con ocasión del terremoto de Lisboa, también como en Auschwitz, o como ante cualquier tragedia humana. Es curioso que haya habido tantos contagios en donde y cuando más se reza a Dios, en los funerales. Tal vez la razón sea simple, un problema de simple confinamiento y de falta de ventilación adecuada. Pero el caso es que Dios sigue callado; deja que la vida, que sigue siendo misteriosa, siga su curso. Desde la creencia, no está de más recordar las palabras de Jesús, quien, tras decir que la salvación viene de los judíos (curioso cuando tantas culpas se les atribuyó en otras épocas de pestes), afirmó que “Dios es espíritu y los que le adoren deben hacerlo en espíritu y verdad” (Jn.4,23).

 

Muchas otras cosas podemos aprender o, más bien dicho, plantearnos. Otros lo sabrán hacer y decir mucho mejor que yo. Éstas son simples pinceladas y no puedo finalizarlas sin recordar con profunda admiración, respeto y gratitud a tantos que han respondido con honor, con valor, con la mayor muestra de amor que alguien puede ofrecer, dando su vida por otros.

 

A la espera de que la Ciencia, la de verdad, nos ayude a superar este gran y nuevo reto, concluyo aquí mis reflexiones en este blog sobre algo que tristemente no ha finalizado, la pandemia de Covid-19.

 



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