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La caricia de una madre

Trasteaba con cosas viejas cuando aparecieron unas fotos, en blanco y negro, pero nítidas, de la fiesta por el 29 cumpleaños de mi Madre. Me emocioné porque, a pesar de que entonces yo era un niño, tengo una memoria muy viva de aquella fiesta, que fue una fiesta flamenca.

Recuerdo en particular quedarme embelesado mirando como bailaba sevillanas mi madre y sobre todo lo bien que movía Manos y brazos, brazos hermosos y manos largas con dedos finos. Una inusual combinación que ella llevaba para arriba y para abajo y alrededor, y de un lado a otro con suave ritmo y encantadora cadencia, ni muy lento ni muy despacio, más bien en un preciso compás lleno de gracia y dulzura.

Y luego, claro, me vino a la cabeza aquel gesto tan de mamá que consistía en peinarte lentamente con Sus Manos, tan flamencas, mientras de palabra te consolaba de alguna contradicción o tristeza que todos sufrimos de niños.

Nunca le dije a mi madre, y que pena me da no haberlo hecho, que bastaban sus caricias para sentir tan gran consuelo, que sus palabras no las escuchaba nunca porque estaba solamente concentrado en sentir toda la dulzura de sus manos en mi pelo. Y que luego, pasado el tiempo, ya de adolescente o principio de adulto, me bastaba el recuerdo de sus caricias en mi sien para sentirme reconfortado en la dificultad.

Tal era la fuerza de las delicadas manos de mi madre que ahora, ya en la madurez, su memoria me lleva casi a las lágrimas. Por no habérselo dicho nunca.


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