Los esqueletos (continuación)
Segunda parte: Kale borroka (de 009 a 012)
009
LAS POSIBILIDADES DE que un escritor de ficción se despiste antes y durante la escritura del texto que sea, tanto si es un esquema como si es el primer borrador, son infinitas. O casi. Y lo normal es que ese escritor de ficción trate de explorar esas posibilidades, y que además añada otras muchas más que previamente jamás había imaginado. Esto no solo se aplica a la escritura, claro está. También se ajusta a la pintura, las tareas escolares, ordenar los armarios, podar los árboles y hacer deporte.
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Así que mejor nos centramos: No a todos los escritores les pasa lo mismo. Me pasa a mí, y a muchos más. A Jordi Sierra i Fabra no. Y a la de Gijón, esa de escritura de besos y amores traicionados, Celia no-sé-qué, tampoco. No, no se llamaba Celia Chun-chún, era Corín Tellado. La memoria a veces se me va un ratito, y a veces vuelve. O no. No me acuerdo.
Soy del grupo de los procastinadores. Eso suena bien, ¿no? Como si fuera una banda de rock. No vayas nunca a sus conciertos, que siempre se aplazan. Un chiste malo, qué le vamos a hacer. Desde hace más de una semana le vengo dando vueltas al NaNoWriMo: National Novel Writing Month, el mes nacional de la escritura de una novela, y como estamos a uno de noviembre, pues por lo menos la novela se arranca. La amenaza de la novela. La novela amenazada. La novela prometida. La nueva novela. La novela que la escribes de una puta vez o ya dejas de fantasear con que vas a escribir otra novela, cojones, que ya está bien de que sí y que no, y que es que no sé, no me decido, is qui ni si mi ikirri nidi piri iscribir. Pesao, que eres un pesao, y ya me tienes hasta los huevos.
Eso sí, durante esa semana y pico estuve releyendo los apuntes de El viaje del escritor, Las tareas del héroe, las funciones de Propp, El arte de escribir de John Gardner, los jardines de Nathalie Goldberg, y On Writing de Stephen King. Leerme mi propio libro, el de Escribir: Manual de técnicas narrativas me pareció un exceso, pero tengo que reconocer que estuve a punto. O eso, o prepararme un café con hielo y ver otro capítulo de Mindhunters. ¿Que qué hice? Pues ya lo sabes, los procrastinadores no perdemos oportunidades así como así, de modo que hasta que quiebre Netflix, sus vasallos estamos a sus órdenes.
La mayoría de los teóricos dicen que antes de ponerte a escribir la novela, primero te hagas un plan. Un esquema. Por capítulos. Yo soy de esos, de los que dicen eso. Y de los que lo hacen también, al menos en las ocho novelas que he escrito, de las cuales hay seis publicadas y convertidas en bestsellers. Bueno, las seis no, pero cinco de ellas sí. Más de cien mil ejemplares vendidos de cada una se le puede llamar bestsellers, ¿no? Pues eso. Aún recibo dineritos por la venta de ellas, y eso que han pasado más de veinte años desde que se publicaron. Pero volvamos a nuestros rediles, que desvariar es otra forma de procrastinar. O tal vez no. ¿Por qué lo iba a ser? ¿Por qué no llamarlo investigar, o romper las normas, o dinamitar los muros? He tardado, pedazo de tarado, en comprender que todos los actos se pueden definir de modo positivo a negativo, depende de quien los nombre. Mi padre siempre fue un hombre prudente/cagado. Mi primera novia era un ser libre/infiel. Mi amigo Julián es muy puntillista/tocapelotas.
Así que hay que planificar. Eso es una garantía de éxito. O no. Revisando mis antiguos cuadernos de apuntes durante estos diez días anteriores al comienzo del NaNoWriMo, me he encontrado con un mínimo de ocho argumentos de novelas que nunca he escrito. Novelas que ya tenían sus personajes definidos, tramas, subtramas y división en capítulos. Y algunas hasta cincuenta y hasta noventa páginas escritas. Y todas ellas sin terminar. Abortos. Hijos muertos antes de nacer. Hay fragmentos que me asombran, al releerlos. ¿Eso lo he escrito yo? ¿En serio? Pues está muy bien. No sé por qué no seguí escribiendo, desarrollando esa historia. Otros muchos lo habrían hecho. Y muchos más jamás lo habrían terminado. Como yo. La mayoría no habría, no ha, terminado ni una novela. No todos tienen que escribir novelas, ojo, que no es obligatorio.
Yo no he compuesto una sinfonía, ni he plantado un huerto, ni he hecho submarinismo, ni ordeñado una vaca, ni follado con un negro, ni he trenzado una cesta de mimbre, ni he actuado en una obra de teatro. Las vidas que no he vivido son infinitas. El jardín de los senderos que se bifurcan. Pero he escrito ocho novelas. Y he dejado de escribir otras ocho, así que puedo sentir el éxito y el fracaso. Si es que no escribir una novela, si es que asesinar, abortar un argumento, fuera fracasar, que tampoco es cierto. Es seleccionar. Escoger. Prefiero no hacerlo, y a cambio me hago un viaje por Malasia. ¿No viajar a Polonia es un fracaso, o es una selección en la cual entra Noruega y Suecia, pero no Polonia? No se puede viajar a todos los lugares del mundo, ni siquiera con Google maps, y si lo intentaras hacer dejarías de vivir tantas cosas que tu proyecto se debería definir como fracaso absoluto en cuanto a proyecto de vida. ¿No viajas a ningún lugar en toda tu vida? Eso casi seguro que es un fracaso. ¿La vida entera viajando, sin detenerte jamás? Otro fracaso. O todo o nada: dos fracasos iguales.
Después de diez días dándole vueltas al argumento, a los argumentos, me encuentro con lo mismo de los últimos diez años. Ni sí ni no. Y digo: pues voy a seguir el consejo de Stephen King, y me lanzo a la piscina con un grupo de gente normal que de pronto les pasa algo que no es normal, y se desata la tormenta, el argumento que aparece a medida que sucede. La escritura con brújula. Veamos que les pasa hoy a estos descerebrados, qué se les ocurre. Y si no se les ocurre nada, no importa, porque para eso yo soy Dios escribiendo el universo, y puedo desatar las siete plagas de Egipto, convertir a uno de ellos en asesino múltiple, provocar infidelidades, sorpresas y contratar alienígenas si fuera necesario. A mí la fiesta no me la van a joder estos personajes de papel a los que no les debo nada. Ouch. Cuidado, no te cabrees con ellos, que son en realidad quienes viven la historia, quienes hablan, quienes ponen su vida en peligro y te susurran soluciones, buenas y malas. No cabrees a las musas, que te dejan seco, y ahí te pudras.
Pensé en matar a todos mis hermanos, y resucitar al único que está muerto. Éramos diez, así que da para mucho. Diez capítulos, como poco. Y dos padres, ya van doce. Ya tenía de hecho un pequeño guion, porque en una de esas novelas que no escribí, pero que casi escribí, la que llegó a tener hasta noventa páginas, los mataba a todos, y a mí también, y resucitaba a Gonzalo, que supongo que tendría que ser el que escribiera la historia. Pero es que Gonzalo eso de escribir, en fin, ¿cómo decirlo? Era torpe. Lleno de lugares comunes y abstracciones intragables. Dios no le concedió ese don, está claro. Pero podría prestarle el mío, ¿no? Pues tendría que ser con calzador, y eso nunca funciona. No le puedes obligar a un personaje a decir lo que en su esencia no puede decir o hacer. Bueno, obligarle puedes obligarle, pero se nota siempre que es un falsete, que está impostado, que miente, que es de cartón piedra. Mejor no. No vale la pena. Desafina. Olvídalo. Pero los puedo matar más despacio, con más ganas, más cruel, con más sangre. Morid, malditos.
010
Dicen, dices, llevas ya más de treinta años diciendo, que a escribir se aprende escribiendo; que una vez que empiezas, no tienes que parar; que hay que escribir aunque sea sin ton ni son más de 1000 palabras al día, y a veces antes de desayunar, para forzar la creación; que la inspiración te tiene que pillar trabajando; que hay que abrir la tienda todos los días a, y sentarse a esperar, a escribir, hasta que los clientes, las musas, lleguen y te hagan el día; que hay que hacer handing, darle a la mano; que hay que escribir monólogos interiores de cada personaje, y del narrador, y del autor; que hay que olvidarse de la ortografía, la sintaxis, los hermanos, tu madre y tu novia; que hay que abrirse las venas delante del papel, o de la pantalla, y mojar en sangre la pluma para escribir todos los días; que hay que echarle monedas a una máquina de escribir, como Ray Bradbury, y poner metas volantes a la hora de escribir; que hay que perder la vergüenza, romper los límites, sacar los demonios y empezar a dar mamporros a diestro y siniestro; que te pongas a escribir ya, hostia, joder.
Así que lo haces. Lo hago. Te pones a escribir. Me pongo. Y una mano que no es la mía, que está detrás de mí, que no me pertenece, pero que es mía sin dudarlo ni un segundo, me sujeta los dedos para que no escriba, para que lo deje, para que abandone. Me provoca calambres, dedos en gatillo, tapona los túneles carpianos, escuecen, me piden por favor que deje de hacerlo, que no escriba, que no siga, que hay un abismo delante de mí, y estoy a un paso de caer de bruces y despeñarme por un acantilado, y nadie me verá. Moriré en silencio, a oscuras, sin testigos, y la marea me llevará mar adentro hasta que las gaviotas, los tiburones, los gusanos y las barracudas me devoren y hagan que desaparezca hasta el último de mis huesos. Como a Horacio, el argentino, el padre de Lucas, el que vivía con Graciela, la dentista, que hace ya cuarenta años que se ha convertido en plancton entre Puerto Madryn y Ushuaia. La tierra del fin del mundo, tiene sentido. También podría haber explosionado con mucha dinamita, pero mucha, y así volver a ser polvo de estrellas, como el origen del universo. Horacio tenía bigote, pelo rizado y oscuro, ojos castaños, y unas ganas enormes de vivir, de comerse la vida, pero fue al revés, fue la vida la que lo devoró, la que lo ahogó por azar en el mismo mar donde miles de argentinos desaparecieron con los vuelos Cóndor, los vuelos de la muerte organizados por la Junta Militar argentina y el genocida Videla. Al menos allí, reconvertido en pingüino o en delfín, podría encontrarse con el resto de comunistas amigos del barrio, compañeros de colegio, asesinados por defender las utopías. Sit tibi terra levis, compañero. Todavía recuerdo que hacías unas pizzas excelentes en la calle Cervantes, y en La Recova de la calle Magdalena, y me enseñaste que el café con un poco de achicoria sabía mucho mejor. Mirá, vos.
¿Cómo es posible que yo, que he aconsejado, guiado y catapultado a la escritura a unos cuantos miles de alumnos directos y online, ahora necesite de alguien o algo que me empuje a mí? Tampoco es tan raro. ¿Acaso los psicoanalistas están liberados de traumas y censuras? Para nada. ¿Puede un mal pintor enseñar a otros a pintar? Puede. Vaya, si es bueno casi que mejor, pero si es demasiado bueno tal vez funcione como bloqueador. No es lo mismo hacerlo que enseñar. No es lo mismo predicar la bondad que ser bueno. De los tres o cuatro mil alumnos a los que he dirigido o asesorado directamente para lanzarse a escribir o mejorar su escritura, no han salido tantos escritores. Que vivan directamente de su escritura, de los derechos de autor de sus libros, quizá ninguno. Pero hay casi dos docenas que viven de dar clases de escritura. Yo creía que les estaba enseñando a escribir, pero ellos aprendieron a dar clases de escritura, en vez de escribir. Todavía el hecho me tiene un poco perplejo. ¿Quieren ser yo? ¿Querrán también casarse con Bea? ¿Y ser diabéticos? ¿Y degollar a todos sus hermanos? Espero que no. Cada cual debe encontrar su camino, porque encontrar mi camino, el camino de otro, tampoco tiene tanto misterio: solo hay que utilizar un papel de calco. Y tampoco funciona. Las fotocopias nunca funcionan. Solo son gritos de auxilio: ¡Papá, quiéreme! Ah, que no me quieres, bueno pues ¡hijos míos, queredme! Lo difícil, al parecer, es quererse a uno mismo.
A veces miro uno de mis vídeos de Youtube, o leo un capítulo de mi libro Escribir, o me tropiezo con un texto antiguo olvidado en un cuaderno, y siento envidia de ese que escribió esas verdades plenarias, ese cerebro brillante. ¡Cómo me hubiera gustado tenerle de profesor! Y a continuación pienso que esa es la esencia del catoblepas, al animal que se alimenta de sí mismo, según Flaubert y Borges, el maestro que se autoeduca, el psicoanalista que se auto analiza. Espera, que ese fue Freud en el proceso de construir a Freud. Se devora y se vomita a sí mismo, la rueda perfecta, o mejor aún, la espiral que avanza, la dialéctica. Ese es otro mundo que desaparece. Quedarán restos en las bibliotecas, hasta que un incendio las devore, o un concejal de cultura decida que ya no son necesarias, que ya están digitalizadas, y ocupan demasiado espacio, demasiado polvo, demasiados recursos, demasiados sueldos de mantenimiento absurdos. Cualquier biblioteca, por grande que sea, cabe en un pen drive, o en dos teras de almacenamiento en la nube. ¿Ya está todo allí? Pues hala, desmontad la biblioteca que tenemos que montar un Scape Room, una exposición de hologramas, o un centro de recursos para la tercera edad. ¿Cómo? ¿Qué los de la tercera edad quieren una biblioteca como centro de recursos? ¿Están locos, o solo chochean?
011
YA NO SÉ si escribir una novela al tiempo que se planifica es una construcción o una deconstrucción. Las dos cosas al mismo tiempo, supongo. También vivir es acercarse paso a paso a la muerte, caminar hacia el abismo, sin posibilidad alguna de parar el reloj. ¿Cómo detener el tiempo? ¡Yo lo sé, a mí, a mí, pregúntame a mí! Venga, vale, pesao, suelta tu rollito. ¿Qué cómo se para el tiempo? Pues escribiendo. Así de fácil. Vale también la fotografía, la música, la arquitectura, la pintura, el cine, los diarios, Youtube, Instagram. ¿A que sí? Aunque, bien visto, a todos ellos les llega también la muerte, tarde o temprano. Son solo intentos de congelar, de criogenizar un cadáver para ver si después se puede resucitar. Pero, ¿acaso alguien piensa aún que a Walt Disney lo van a descongelar y curar en el futuro? ¿Alguien se ha creído esa máquina del tiempo de dormirte ahora y despertar dentro de dos siglos? Yo no. Eso se parece demasiado a las reencarnaciones hindúes, los cielos cristianos y los paraísos musulmanes: miedo a la muerte. Y por ese mismo miedo, para conjurarlo, se le niega: la vida después de la muerte, la resurrección de los cuerpos, la inmortalidad a través de la escritura. Los cementerios están llenos de cadáveres. Son para eso. Las bibliotecas están llenas de libros que nadie lee. ¿Son para eso? Pues claro. Cementerios de la memoria, que solo algunos necrófilos, devoradores de cadáveres mentales, diletantes ensoberbecidos, rescatan en forma de tesis doctorales: El papel de la mujer desobediente en las obras de Benito Pérez Galdós, Los puntos suspensivos en los poemas de Juan Ramón Jiménez, La simbología maternal en Dostoievski.
Recuerdo cuando Salustiano Masó, el poeta, hace muchos años, de la mano de Antonio Ferres, me regaló uno de sus libros de poesía. Estábamos en una terraza de la calle Costa Rica, en Madrid, con Manuel Lamana. Salustiano, un tipo grande con manos de destripaterrones, tenía más de 20 libros publicados. Toma, me dijo, por este me concedieron el premio taca-taca-taca hace cinco años. Todos mis libros de poemas se han publicado ganando premios. El premio es la publicación, y con eso me doy por contento. Bien, le dije, así tu obra se difunde y llega a los lectores, le dije. Estarás contento, ¿no? No sé, ya no estoy seguro, me contestó. ¿Por qué? ¿Qué significa que no estás seguro de eso? Pues verás, reconoció, cuando se publicó este poemario, sin ir más lejos, la edición constaba de cien ejemplares. Solo cien. Si se agotaban, reeditarían, me dijeron. Y me dieron diez ejemplares para que yo los pudiese tener en mi biblioteca y los pudiese regalar a mi familia y amigos. Genial. Todo bien. Me regalaron también una flor natural, como las que le daban a Pemán en su época. Creen que los poetas nos alimentamos de flores naturales. Es nuestra dieta, según parece. El caso es que hace dos años ya no me quedaban ejemplares de este poemario, así que aproveché un viaje en el que pasaba en coche cerca de taca-taca-taca y me acerqué al Ayuntamiento, para ver si podía conseguir algún libro extra. Sin problemas, me dijeron, y un bedel me condujo a los sótanos del Ayuntamiento. Aquí tienes algunos ejemplares que nos sobraron de la edición del premio de ese año, coge los que necesites, sin problemas, dijo el bedel, y me señaló una estantería. Tenían bastantes. Los conté. Eran 90. La suma exacta: 100 ejemplares editados, menos diez que me dieron en la entrega del premio, menos otros 90 dormidos en esa estantería, daban un total de cero. No se había perdido ni uno solo por el camino. Ni para envolver bocadillos. Ya no estoy seguro de si mis libros han sido publicados, o enterrados, me dijo. Bueno, pues ya tienes un lector. ¿Me firmas el libro?, le pedí. Claro, dijo con una sonrisa.
Es verdad que escribir, a veces, es como cocinar. Si tienes los ingredientes preparados, y la receta escrita a mano, es más fácil. O como viajar. Escribir con mapa, con una ruta establecida. Así es como Bea y yo viajamos: Cuando nos vamos cinco meses de viaje, sabemos con antelación en qué ciudad vamos a estar cada día, en qué hotel vamos a dormir, y en que avión nos vamos a subir en cada tramo del viaje. Los sitios concretos para visitar y los restaurantes los buscamos allí, cuando llegamos. El resto está planificado, reservado y pagado por adelantado. Casi nunca hay variaciones, modificaciones de ruta. Muy pocas. Nos gusta planificar el viaje, que es como viajar antes de viajar, y cumplir los objetivos cuando estamos viajando. Algunas veces, claro, hay imprevistos que nos desvían del camino, como la pandemia del Coronavirus que nos pilló en marzo del 2020 en Vietnam, con un billete para viajar a Pekín. Nos anularon el billete de Air China. Anulamos el hotel de Pekín, Days Inn, junto a la Cuidad Prohibida y la plaza de Tiananmén. Adiós a Pekín. Sacamos el billete de vuelta con Aeroflot para regresar a España vía Moscú. Nos cerraron el espacio aéreo de Rusia, así que perdimos el segundo billete de regreso. Al final regresamos a Barcelona vía Dubai, con Qatar Airlines. Nos quedamos a las puertas de Pekín, sin poder entrar. C’est la vie. Y tres años antes, en Puno, Perú, en el 2017, en la frontera con Bolivia, tuvimos que regresar a toda prisa a Arequipa con una botella de oxígeno y 20 caramelos de coca porque el mal de altura, el apunamiento, el soroche, la hipoxia, no nos dejaba respirar. Tuvimos que renunciar a conocer La Paz, y el salar de Uyuni. Entramos en Chile por Tacna y Arica, y de allí a San Pedro de Atacama. Perdimos aviones y hoteles, pero al fin pudimos respirar sin esa sensación de asfixia que no se nos quitaba ni con la botella de oxígeno cubriendo la nariz y la boca. A veces hay que improvisar para sobrevivir. Al escribir también.
012
Cuando me enteré de la muerte de Ana Seijas, me lo contó Blanca, en su casa de Málaga, el mismo verano en que Blanca se divorció de Manolo, fue una bofetada para mí. Uno de los senderos que se bifurcan en el jardín de golpe se cerraba para siempre en mi futuro: ya nunca volvería a besar los labios gorditos de aquella gallega turbulenta. Al regresar a Madrid quedé con Germán Sánchez Espeso para contárselo, porque él también había sido medio novio de ella. En realidad se conocieron a través de mí, durante la presentación del Premio Nadal a Narciso, en el Club Siglo XXI. Hace demasiado tiempo, desde luego. La memoria también debería darse descansos de cuando en cuando. No es necesario llevar tantos recuerdos encima. Germán me contó que él planificaba sus novelas hasta el último milímetro, al estilo El loro de Flaubert, y que en Viva el pueblo sabía que eran tres grandes secciones, dividida cada una de ellas en tres partes, y cada parte en tres capítulos. Más de 400 páginas, y él sabía lo que iba a suceder en cada una de ellas, con bastante exactitud. Tal vez se desviara una página más, o menos, pero no mucho más. Cada suceso, cada punto de giro estaba calculado con antelación. Y así se lanzó a escribir, hasta que de pronto, sin previo aviso, en la página 40 se le murió al protagonista. En una de las revueltas, en pleno proceso revolucionario, acabó muerto sin que nada ni nadie pudiera evitarlo. El autor, Germán, se quedó perplejo. Eso no estaba previsto en la novela, pero sus personajes se habían rebelado y habían dictado su propia historia, por encima de los deseos del autor de la novela. El autor, como Dios, insufla de vida a sus personajes, y les da un objetivo a cumplir, pero también los dota de libre albedrío, de libertad de actuar y hablar con sus propias palabras. Y su protagonista, el motor de la novela Viva el pueblo de golpe, había muerto. ¿Qué podía hacer él? ¿Se acabó la novela? Pues no. Las novelas río, como la vida, siguen por encima de todo. En Viva el pueblo se narraba la Revolución Francesa, y la Revolución no se para porque maten al líder. La vida de los demás sigue, la Revolución también. Y la novela también. Así que siguió, como pudo, escuchando de cerca a los personajes, hasta que terminó la novela. Y ahí está, será difícil encontrarla en las librerías, porque han pasado demasiados años desde que se publicó, y las librerías dentro de poco quizá tampoco existan, pero en alguna biblioteca, tal vez digital, seguro que se puede encontrar el libro. Y si no, pues habrá que creerme, qué remedio. A fin de cuentas, ¿para qué iba yo a mentir a ese respecto?
Salustiano Masó sigue vivo, con 93 años, lo acabo de comprobar en la Wikipedia. Germán no lo sé. No quiero mirarlo. Estoy harto ya de tanto muerto. Prefiero no saberlo. Moríos, joder, pero no me envíes las esquelas a casa, ni por Facebook, ni en las noticias. ¿De qué sirve que me dé pena que os hayáis muerto, si hace más de diez años que no sé nada de vosotros? ¿Os cuento yo mis penas? ¿Os he dicho que me dan calambres en las piernas al despertar, que se me engatilla el índice de la mano derecha, y que a veces me escuece la verruga que me ha crecido en el testículo izquierdo? No, ¿verdad? ¿A que no es necesario? Pues eso, que si te mueres te callas y te vas sin despedirte, un borrón en la memoria, nada de morirse dando gritos, que los que nos quedamos aquí no tenemos la culpa de haberte querido y olvidado.
Ayer le daba vueltas a eso de la novela, y cómo hay que echarle especias, ingredientes variados para que lo escrito no se convierta en una sopa insulsa, en una merluza hervida, en un arroz blanco sin sal. Un asco. Hay que ponerle una pizquita de… sexo, música, noticias, diálogos, accidentes, encuentros, enfermedades, sospechas, olores, referencias bibliográficas, obsesiones, golpes, deseos, paisajes, movimiento, mentiras, personajes, metaliteratura, viajes, memorias personales, deconstrucción, sucesos incomprensibles, lenguaje directo, venganzas. Y si estuviésemos en un teatro del Siglo de Oro, un perro. Ahora, en lugar de perro se admite pingüino, virus o extraterrestre: todos sirven como animal de compañía.
Todas la novias y novios, por muy cortas que hayan sido las relaciones, incluyendo las fantaseadas, son vidas que no han llegado de desarrollarse en este universo, pero que tal vez en otros mundos paralelos sí que existieron, sí sucedieron. Embriones. Fetos. Promesas de futuro. Vidas imaginarias. ¿Qué pasó con la vida que nunca viví con Ana, o con Mayte, o con Esther? ¿Dónde están nuestros hijos que nunca nacieron? ¿Dónde están los viajes que jamás hicimos, los besos que nunca dimos, los amigos que nunca tuvimos? ¿Dónde están los cadáveres de los que nunca asesiné, pero que tuve muchas ganas? ¿Solo en mi cabeza? ¿En mi imaginación? ¿Solo ahí? ¿Y si lo pongo por escrito, si los ejecuto, si los degüello con todos los detalles escabrosos que pueda, ya puede que sean más reales esos asesinatos? ¿Y si se publica, se vende un millón de ejemplares, y salen admiradores e imitadores asesinando a cientos, incluido yo mismo, ya empieza a ser un poco más real? ¿De verdad? ¿Incluso después de que un meteorito arrase el planeta y el sistema solar al completo? No, entonces no. Entonces ya no. Se necesita que existan seres pensantes con recuerdos, y bibliotecas con memoria. Lo que no se piensa, no existe. “Te pienso”, dicen las colombianas a sus novios. Y entonces existen. Aunque también piensan a los tinieblos, y empiezan los asesinatos por celos, qué remedio. Lo que no se piensa, no se recuerda, no se escribe, no se graba en papel, o PDF, o MP4, deja de existir. No sé si será verdad. Creo que no. Puede que recuerde los besos que me han dado, pero imposible recordar los tomates que me comí. Y si no hay tomates, o comida en general, la vida se extingue también. Ya me entran las dudas. ¿Y de verdad que lo que se escribe perdura, se hace eterno? ¿Incluso los poemarios de Salustiano Masó, y los cuadernos que perdí con mis diarios de adolescencia también? ¿Si pierdo los diarios pierdo la adolescencia? ¿Si no escribes diarios estás muerto? ¿Se escriben diarios para no morir? De algún modo, eso creo que sí es verdad. Se escribe, escribo, para durar, para perdurar, para inmortalizar, para no morir. Qué tontería. Mi padre está muerto, y los tres libros que escribió, dos de hormigón armado y otro más de memorias de la guerra, ya no los lee nadie, ni los leerá nadie en el futuro. Esos libros, que aún existen en alguna biblioteca universitaria y de sus hijos, están destinados a morir también. Dust in the wind. Polvo al polvo. Sit tibi terra levis.
(Continuará)